viernes, 4 de junio de 2010

El niño y la muerte- Rosario Castellanos


Nadie va a descubrir el Mediterráneo cuando afirme que una de las características que mejor definen al mexicano es su concepción de la muerte y el trato que le dispensa. “Nos enamora con su ojo lánguido”, afirma José Gorostiza en ese poema suyo que desmiente su propio nombre porque es el monumento a la inmortalidad.* Y Octavio Paz añade que “la muerte es un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida. Toda esa abigarrada confusión de actos, omisiones, arrepentimientos y tentativas – obras y sobras – que es cada día, encuentra en la muerte, ya que no sentido o explicación, fin. Frente a ella nuestra vida se dibuja e inmoviliza. Antes de desmoronarse y hundirse en la nada se esculpe y vuelve a aparecer inmutable: ya no cambiaremos Nanda sino para desaparecer. Nuestra muerte ilumina nuestra vida…Por otra parte, la muerte nos venga de la vida, la desnuda de todas sus vanidades y pretensiones y la convierte en lo que es: unos huesos mondos y una mueca espantable. En un mundo cerrado y sin salida en donde todo es muerte, lo único valioso es la muerte. Pero armamos algo negativo. Calaveras de azúcar o de papel de China, esqueletos coloridos o papel de artificio, nuestras representaciones populares son siempre burla de la vida, afirmación de la nadería e insignificancia de la humana existencia. Adornamos nuestra casa con cráneos, comemos el día de los difuntos panes que fingen huesos y nos divierten canciones y chascarrillos en los que ríe la muerte pelona, pero toda esa familiaridad no nos dispensa de la pregunta que todos nos hacemos: ¿qué es la muerte? No hemos inventado una nueva respuesta. Y cada vez que nos la preguntamos, nos encogemos de hombros: ¿qué me importa la muerte si no me importa la vida”
Pero esta familiaridad, que es la engendradora del desprecio según la expresión de Shakespeare, no surge entre nosotros de una manera espontánea sino que es producto de una larga y paciente preparación en la mentalidad del niño y del adolescente que desemboca en las formas de conducta del adulto.
Al niño mexicano se le arrulla, desde la cuna, no con canciones en las que hacen acto de presencia las hadas, los gnomos y esos otros seres imaginarios, cuando no benéfico al menos inofensivos, que pueblan el folklores de tantos otros países, sino que se le hace pensar (¿pensar ya, tan pronto, cuando está tan desprovisto aún de los instrumentos de la reflexión? Quizá hemos hecho uso de una palabra demasiado presuntuosa y haya que buscar otra más exacta: percibir) se le hace percibir que existe una realidad, muy concreta, muy inmediata, muy inminente.

Duérmase mi niño,
que ahí viene el viejo,
le come la carne,
le deja el pellejo,
su mamá la rata
su papá el conejo.


Todo así en el alrededor del niño, se vuelve cómplice de la gran portadora de la destrucción. El viejo, que podía ser el abuelo que se hacía de la vista gorda antes las travesuras, que se interponía frente a los castigos, que estimulaba los juegos, se ha convertido en un devorador, emparentado – además – con otras criaturas, habitantes de los rincones de la casa o de la amplitud del patio, criaturas a las que alguna vez acarició.

Cuchito, Cuchito
mató a su mujer
non un cuchillito
del tamaño de él.
Le sacó las tripas
y las fue a vender.
- ¡Mercarán tripitas
de mala mujer!


¿Qué es lo que duerme al niño? ¿El ritmo, la repetición hipnótica, la melodiosa voz de la que canta? No. El miedo, la necesidad de escapara de la amenaza entando en el ámbito de otro mundo en el que tampoco se está a salvo porque en el sueño aparecen las figuras de cuerpos destrozados, de entrañas rotas.
Hay otra posibilidad de evasión: ese momento en que el ser humano se emancipa de las leyes de la naturaleza, de las imposiciones del mundo exterior y aún de sí mismo. Ese momento es el juego.
Pero el niño mexicano, cuando juega, tiene entre sus compañeros la muerte, no como una nueva invocación, sino como una compañera más, como un protagonista activo:

Naranja dulce
limón celeste
dile a María
que no se acueste.
María, María
ya se acostó,
Vino la muerte
y se la llevó.


Así ocurren las cosas: intempestiva y fácilmente. Basta con no haber cumplido una condición (¿y qué condición parece ser más insignificante que la de no acostarse?) para que la fatalidad se cumpla. Y puesto que es una fatalidad y no hay manera alguna de conjurarla sólo queda elegir el modus operandi de la muerte.

Una pulga se pasea
de la sala ala comedor
-No me mates con cuchillo
mátame con tenedor.


Y puesto que es una fatalidad de nada vale rasgarse las vestiduras ni cubrirse con cenizas la cabeza. ¿Por qué no, entonces, reírse de la muerte? Porque, además, reírse de algo es la forma simbólica de colocarse fuera del alcance de algo.

A don Crispín,
pirirín, pirirín,
se le murió,
pororón, pororón,
su chiquitín,
pirirín, pirirín,
de sarampión,
pororón, pororón.
Y don Crispín,
Pirirín, pirirín,
se lo llevó,
pororón, pororón,
en un patín,
pirirín, pirirín,
hasta el panteón.


Aquí todavía se trata de una anécdota. Morir ya no es un acontecimiento trágico, ni siquiera grave, sino intrascendente y, hasta cierto punto, cómico. Pero aún se puede ir más adelante y contemplar a la muerte cara a cara y descubrir que su visión no produce espanto sino que es motivo de risa.

Estaba la muerte un día
sentada en un arenal
comiendo tortilla fría
pa’ver si podía engordar.
Estaba la muerte seca
sentada en un muladar,
comiendo tortilla dura,
pa’ver si podía engordar.



Flaca, ridícula, impotente aun en relación consigo misma, la muerte pierde uno de sus caracteres que la ayudaban a ser temible: esa totalidad de la nada que se condensaba en las seis letras de su nombre para convertirse en un fragmento al que es posible aproximarse no porque nos obligue, recurriendo a la fascinación del aniquilamiento, sino porque nos invita convidándonos a compartir lo que posee.

Estaba la media muerte
sentada en un tecomate,
diciéndole a los muchachos:
-¡vengan, beban chocolate!


El muchacho que bebe chocolate con esta anfitriona ya es un iniciado, un mexicano que algún día le dirá, como al desgaire, con ese desdén mezclado de ternura que constituye el núcleo de su trato: “anda putilla del rubor helado – anda, vámonos al diablo”.
Y se irán, recordando los arrullos, las rondas, los juegos infantiles, las adivinanzas que ha recogido Patricia Martel Díaz Cortés en una tesis para la licenciatura en letras. Una tesis que exige, para su complemento y plenitud, la insistencia en la investigación de nuevos materiales y el rigor para la interpretación de los posibles sentidos y significados.

Mujer que sabe latín- Lecturas mexicanas, FCE, Cultura SEP

miércoles, 2 de junio de 2010

Presencia del otoño- Juan Gelman





Debí decir te amo.
Pero estaba el otoño haciendo señas,
clavándome su puertas en el alma.

Amada, tú recíbelo.
Vete por él, transporta tu dulzura
por su dulzura madre.
Vete por él, por él, otoño duro,
otoño suave en quien reclino mi aire.

Vete por él, amada.
No soy yo el que te ama este minuto.
Es él en mí, su invento.
Un lento asesinato de ternura.


Poesía latinoamericana- Pablo Gissara y Sebastián Porrini (Selección)