jueves, 20 de octubre de 2016

Mujer y Palabra- Paulina Movsichoff



 ¿Por qué escribimos las mujeres? Antiguamente la literatura como oficio, como un hacer, era el coto cerrado de los hombres. Fueron pocas las mujeres que se aventuraron en ese territorio donde el hombre creaba mundos imaginarios, narraba sus aventuras por mares desconocidos, denunciaba la realidad y trataba de modificarla (de hecho a veces lo conseguía) por medio de la pluma.  Era él quien se adentraba en la intimidad, no sólo suya sino también del sexo opuesto, hablaba de la maternidad y de amor, describía el mundo y, dentro de éste, el mundo femenino con una genialidad indiscutible pero no por ello menos parcial. Acostumbradas a vernos retratadas, pintadas por aquellas plumas maestras, las mujeres permanecíamos mudas, pensado tal vez que todo estaba dicho, que el retrato y la modelo eran una sola y misma cosa. A la mujer se le había reservado el silencio, la aceptación, el tejer y destejer el hilo de su hastío en un universo en el cual no podía optar sino por encontrar a su príncipe azul y encerrarse en la jaula de oro del ámbito doméstico. Las pocas que se atrevieron a transgredir este mandato fueron consideradas brujas o hechiceras, mujeres masculinas, objeto de la burla de sus contemporáneos.
  La mujer escritora puede, actualmente, ejercer su vocación sin tantas dificultades, pero le sigue siendo más arduo que al hombre llegar a ser una buena artista, y esto por una razón sencilla: le es más difícil llegar a ser una persona completa. Los factores que concurren a ello son múltiples y complejos. En primer lugar, su libertad se encuentra considerablemente coartada, lo cual afecta su profesionalidad, ya que carecerá de las necesarias experiencias que enriquecen a toda obra de arte. Esta visión empequeñecida del mundo se refleja en los famosos versos de Emily Dickinson.

"Jamás he visto un páramo
y no conozco el mar"

 Al haber mantenido a la mujer marginada de los mecanismos del poder político y económico, se le  mutiló también una extensa franja de la realidad. Por otro lado, su misión de esposa y de madre la convirtieron casi siempre en un ser dependiente, debiendo luchar de manera casi titánica para acceder a un nivel de autosuficiencia económica y a una búsqueda de su identidad. Esta falta de libertad exterior incidió e incide, a su vez, en su libertad interior. A las trabas y tabúes que la sociedad le impone, se suman las que a menudo ella se impone a sí misma. Una mujer de éxito en su profesión deberá afrontar un sentimiento de recelo y hasta de suspicacia por parte del sector masculino (se sabe hasta qué punto el común de los hombres desconfía de la "femeneidad" de este tipo de mujeres) además de tortuosos conflictos interiores en donde la culpa adquiere un papel preponderante.
  Cuando, luego de trabajar todo el día, la mujer se encuentra con la que sido su tradición obligada: un esposo, hijos y todo lo que ello implica, su energía creativa corre serios riesgos de agotarse. En efecto, de dónde sacará fuerzas para reflexionar sobre sí misma y sobre su destino, para lidiar con las exigencias de un oficio por lo demás arduo y al cual ya no quiere, no puede renunciar?
  Pocas escritoras han expresado las angustias y presiones a que se ve sometida la mujer como Sylvia Plath, la novelista y poeta norteamericana que, en febrero de 1963, se suicida metiendo la cabeza en el horno de gas. "No es el hecho de parir lo que me parece injusto - dice en su novela autobiográfica "La campana de cristal" - sino que tener que parir hijos para los hombres. Hijos que llevarán su nombre. Hijos que te atarán, por medio del amor, a un hombre al que tendrás que agradar y servir bajo pena de abandono. Y el amor es, después de todo, el cerrojo más seguro. El que más irrita y el que más perdura. Y entonces m encontraré prisionera para siempre".
  Si bien la función de esposa y de madre es una experiencia valiosa y enriquecedora cuando la mujer la asume con verdadera vocación, ella no debería impedirle el descubrimiento y la exploración de ese complejo mundo que bulle más allá de los protectores muros del hogar.
  En el presente, ya no es la familia, ni la religión ni los valores agrarios los que determinan la imagen del país, sino los medios masivos de comunicación, la industrialización, los valores de mercado, la internalización de la cultura lo que ha asumido el primer plano en el universo en que las mujeres nos movemos. Luego de la larga lucha por sus derechos,  se inaugura un nuevo universo simbólico que impulsa a las mujeres a romper el “rol exclusivo” tradicional de esposa y madre. A partir de nuevos deseos, como el de saber, el de hacer, el de poder, el de autonomía, se han modelado inéditas subjetividades femeninas, En oposición al valor de la abnegación como “ser para otros”, se instala el valor de la realización individual, activo y competitivo, del ser para sí, La esfera privada ya no es el objeto de sus deseos sino la esfera pública.
  Sin embargo, la psicología social no cambia con la rapidez con que la proponen los medios de comunicación ni los discursos públicos. La persistencia del universo simbólico tradicional con su estricta división genérica sigue presente en el código de nuestra cultura, por más que últimamente se haya dictado la bienvenida ley de matrimonio igualitario. Por todo ello se crea una especie de doble conciencia o doble vida, que se construye mediante la interacción, en general conflictiva, entre la identidad establecida y la emergencia de una identidad emancipada. “En el mundo de hoy, nacer niña es un riesgo” comprueba la directora de UNICEF. Y denuncia la violencia y la discriminación que la mujer padece, desde la infancia, a pesar de los movimientos feministas en el mundo entero. En 1995 en Pekín la Conferencia Internacional sobre los Derechos Humanos de las mujeres reveló que ellas ganan, en el mundo actual, una tercera parte de lo que ganan los hombres por igual trabajo realizado. De cada diez pobres siete son mujeres; apenas una de cada cien mujeres es propietaria de algo. En los parlamentos, hay, en promedio, una mujer por cada diez legisladores; y en algunos parlamentos no hay ninguna. Se reconoce cierta utilidad a la mujer en la casa, en la fábrica o en la cocina, pero el espacio público está virtualmente monopolizado por los machos, nacidos para las lides del poder y de la guerra. Carol Bellamy, que encabeza la agencia UNICEF de las Naciones Unidas, no es un caso frecuente. Las Naciones Unidas predican el derecho a la igualdad, lo que no practican; en el nivel alto, donde se toman decisiones, los hombres ocupan ocho de ciez cargos en el máximo organismo internacional“.         
  El problema de la mujer escritora presenta, pues, dos vertientes fundamentales: por un lado el reconocimiento de sí misma como una entidad autónoma. Por el otro, la búsqueda de esta libertad, la fundación de esta autonomía mediante la utilización de la palabra. Si "el hombre no habla porque piensa, sino que piensa porque habla", como dice Octavio Paz, podemos comprender las razones por las que ha sido tan reducido el número de aquellas que se internaron en los caminos del pensamiento. La palabra es edificadora del ser. ¿Y cómo podrá saber algo de sí misma esta mujer que sólo escuchó lo que de ella decían los padres, los maestros, los sacerdotes? "Prostituta, diosa, gran señora, amante, la mujer transmite o conserva - asevera también Octavio Paz- pero no crea, los valores y energías que le confían la naturaleza y la sociedad (...) Pasiva, se convierte en diosa, amada, ser que encarna los elementos estables y antiguos del universo: la tierra, madre y virgen. Activa, es siempre función, medio, canal. La femineidad nunca es un fin en sí misma, como lo es la hombría".  Este condicionamiento, mantenido a través de los siglos, es lo que ha mutilado al ser humano femenino; el responsable de su inseguridad, dependencia, pasividad.
 
Me enseñaron las cosas equivocadamente
los que enseñan las cosas:
los padres, el maestro, el sacerdote,
pues me dijeron: tienes que ser buena.
Basta ser bueno. Al bueno se le da
un dulce, una medalla, todo el amor, el cielo.

Así dice la escritora Castellanos en ese libro que se llama precisamente Poesía no eres tú. Bondad, belleza, paciencia, castidad, prudencia, fueron las virtudes femeninas “por excelencia” que, a lo largo de los siglos se establecieron para apartar a las mujeres de la historia y ponerlas al servicio de la especie. “Si hubo un tiempo en que la mujer era igual – afirma Franca Basaglia – ésta es una igualdad que la historia borró. Son los mitos que hablan de una mujer firme, amazona, guerrera o diosa de los meses. Pero – continúa –no se puede mirar la historia y proyectar los problemas que nos incumben hoy”. Lo cierto es que la historia, la realidad, fueron el gran río a cuyas orillas permaneció la mujer, con su raíz nutrida por los jugos de esa tierra a la cual se la asimiló ancestralmente para sumirla en la pasividad. El hombre, entonces, era el gran viento que movía y desordenaba sus ramas o la dejaba en la calma y el sopor de esas tierras baldías, cinturón de castidad mediante, de ese lugar no lugar que en Nahuatl se denomina Nepantla, término que utilizaron los indígenas para caracterizar su marginación . Desconocida para el hombre, sin voz y sin palabra, la mujer permaneció principalmente una desconocida para sí misma. Y aquellas que quisieron indagar acerca de su existencia corporal o conferirle un sentido a sus vidas fueron llamadas brujas y quemadas en las hogueras o castigadas con las armas más sutiles, pero no menos eficaces, de la censura implícita y la culpa.
  Sin otro espacio que la seducción, el amor, la dedicación a quien la hacía existir, la mujer fue algo lejano, distinto, extraño. Y esto creó esa patología, esa erosión en la cultura, para usar los términos de Franca Basaglia, producto de una mujer amputada, incapaz, inadaptada.”
Para que su estilo suene, sea auténtico, una escritora debe, antes que nada, ser mujer. Y sólo lo conseguirá a través de un autoexamen que le permita conocer los más recónditos sectores de sus cuerpo, refiriéndose a él sin autocensuras ni eufemismos. Deberá poder escribir sobre su sexualidad, sobre su particular forma de vivir el amor y la maternidad, sobre sus anhelos sus sueños, sus fantasías. Escuchemos lo que Helène Cixous nos dice al respecto:


Un texto femenino no puede ser más que subversivo: si se escribe, es trastornando, volcánica, la antigua costra inmobiliaria. En incesante desplazamiento. Es necesario que la mujer escriba porque es la invención de una escritura nueva, insurrecta lo que, cuando llegue el momento de su liberación, le permitirá llevar a cabo las rupturas y las transformaciones indispensables en su historia, al principio, en dos niveles inseparables — individualmente: al escribirse, la Mujer regresará a ese cuerpo que, como mínimo, le confiscaron; ese cuerpo que convirtieron en el inquietante extraño del lugar, el enfermo o el muerto, y que, con tanta frecuencia, es el mal amigo, causa y lugar de las inhibiciones. Censurar el cuerpo es censurar, de paso, el aliento, la palabra.
  Escribir, acto, que no ´solo “realizará” la relación des-censurada de la mujer con su sexualidad, con su ser-mujer. Devolviéndole el acceso a sus propias fuerzas, sino que le restituirá sus bienes, sus placeres, sus órganos, sus inmensos territorios corporales cerrados y precintados, que la liberará de la estructura supramosaica en la que siempre le reservaban el eterno papel de culpable (culpable de todo, hiciera lo que hiciera: culpable de tener deseos y de no tenerlos; de ser frígida, de ser “demasiado” caliente: de no ser las dos cosas a la vez; de ser demasiado madre y no lo suficiente; de tener hijos y de no tenerlos; de amamantarlos y de no amamantarlos…) Escríbete: es necesario que tu cuerpo se deje oír. Caudales de energía brotarán del inconsciente. Por fin, se pondrá de manifiesto el inagotable imaginario femenino. Sin dólares oro ni negro, nuestra nafta expandirá por el mundo valores no cotizados que cambiarán las reglas del juego tradicional. “
  Otro tema que ha producido y produce en la mujer escritora una angustia difusa es la de la soledad.  “En mi casa, la única abeja volando es el silencio”, decía Rosario Castellanos. Y escribe su Jornada de la Soltera, donde evoca el estigma que pesaba sobre las solteronas de su Comitán natal. Es un bello texto, y creo que les gustará escucharlo:

Da vergüenza estar sola. El día entero
arde un rubor terrible en su mejilla,
(pero la otra mejilla está eclipsada.)

La soltera se afana en su quehacer de ceniza,
en labores sin mérito y sin fruto;
y a la hora en que los deudos se congregan
alrededor del fuego, del relato,
se escucha el alarido
de una mujer que grita en un páramo inmenso
en el que cada peña, cada tronco
carcomido de incendios, cada rama
retorcida, es un juez
o es un riesgo sin misericordia.

De noche la soltera
se tiende en un lecho de agonía.
Brota un sudor de angustia a humedecer las sábanas
Y el vacío se puebla
de diálogos y nombres inventados.
Y la soltera aguarda, aguarda, aguarda.  

  Un poema en el que se narra la estremecedora condición de la mujer soltera hasta hace no mucho tiempo. Es que la soledad ha tenido y tiene una connotación negativa. Aún la sociedad trata de diferente manera a la mujer que vive con un hombre que a la mujer que no lo tiene.
  Sin embargo, sabemos que escribir, crear, es un oficio solitario. Los hombres lo supieron. No olvidemos a Flaubert, encerrado, tapiado en su Croisset, luchando con el lenguaje. No olvidemos a Proust ni a Kafka, luchando con la enfermedad para legarnos sus obras inmortales. Por ello y a pesar de la agonía que a veces conlleva, la mujer que escribe  tratará de preservar su soledad como un don precioso, sabiendo que aunque la hayan educado para que su vida gire al servicio de los demás, el primer deber de un ser humano es para consigo mismo. No queremos preconizar con esto que deba encerrarse en la torre de marfil de un egoísmo que sólo la llevará empobrecerse, sino que es necesario que conquiste y preserve ese espacio de sosiego, de silencio, en donde pueda escuchar el tenue murmullo de su voz interior y, también, donde pueda afirmarse día a día en su decisión de escribir. Sólo así abrirá el camino a las que vengan detrás. Sólo así logrará la libertad y plenitud de expresión que son la esencia del arte, no para expresar únicamente el sexo, sino sobre todo la capacidad creadora. Hemos visto ya en el siglo XX, con el acceso a la universidad, que la mujer ya no tiene que soñar como Sor Juana con cambiar de sexo: se es Simone de Beauvoir, se es Clarice Lispector.
  Sabedora de que la palabra es el instrumento que la hermanará con los hombres y mujeres que como ella aman y sufren y luchan, es necesario que se les acerque con la certeza de que sólo el amor al trabajo, el decir lo que se puede y no lo que se debe, le abrirán el camino para forjarse esa talento y ese genio que a menudo ve escurrirse entre sus manos. Así podrá decir, al igual que Flaubert, y ya sin sombra de decepción: "porque el genio tal vez no sea otra cosa que el conocimiento exacto de nuestra propia fuerza".
Me gustaría terminar con unas palabras de la escritora mexicana: Helena Poniatowska:
Las mujeres escritoras dieron su vida en una proporción mucho mayor que la de los
escritores. Y no es que fueran desequilibradas, vivían en una sociedad desequilibrada,
hostigadora, hostil a la mujer. Temían incluso declarar que escribir era su oficio como si este
aniquilara su capacidad de ser mujer y las convirtiera automáticamente en alguna clase de
esperpento. Natalia Ginzburg, la escritora italiana alguna vez declaró: "No estoy analizando si
soy buena o mala escritora, lo único que afirmo es que ése es mi oficio."
Cuando las mujeres se den cuenta de que una mujer es un ser extraordinario, lleno de
gracia y de armonía, como un árbol, una ola de mar, entonces escribirán. Cuando sepan que una
mujer lleva a todo el universo en su seno, el sol, el cielo, los campos y las ciudades, cuando
acepten que tienen dentro de sí algo maravilloso y estén dispuestas a decirlo, a gritarlo,
entonces abrirán las compuertas, nos darán su intimidad con la tierra, consigo mismas, sin
tapujos, sin hipocresía; no temerán perder el hombre, puesto que se habrán ganado a sí mismas
y si la sociedad las rechaza es que ellas se habrán rechazado primero; entonces fluirá el agua
que aún no fluye, no sólo el líquido amniótico que hace vivir al feto sino toda esa agua que
proviene de fuentes desconocidas, insospechadas, la catarata se nos vendrá encima con toda su
violencia, todo lo que las mujeres han guardado dentro de sí durante siglos de represión y
también, por qué no decirlo, de indolencia.