martes, 18 de enero de 2011

Tardes con Billie Holliday- Paulina Movsichoff





La pintura, pensaba, le había literalmente salvado la vida. Quién lo hubiera dicho, ella que insistió siempre en la imposibilidad de vivir sin Arturo. En realidad el artista había sido él. Desde que se conocieron fue como un acuerdo tácito. Julia sonreía al rememorar aquellos primeros meses de enamoramiento, cuando él le juraba que era la única, la verdadera. Sin embargo, a veces ella llegaba de sorpresa al taller y tenía que enfrentarse con la actitud rencorosa y desafiante de aquellas "minuzas" — como había dado en llamarlas — que lo perseguían con asiduidad y que no se resignaban a retirarse ante su presencia, a pesar de las indirectas cada vez más directas de Arturo. Aún se estremecía de rabia por lo sucedido dos meses atrás cuando entró como una tromba, se dirigió a la mesa trajinada de cervezas y vodkas y tiró los restos en la pileta de la cocina. Luego arrojó una mirada fulminante a la mujer de pelo rojizo y abundante maquillaje para después abrirle la puerta en un evidente e implacable gesto de despedida. Arturo no tuvo más remedio que aceptar que "conmigo te casas o no hay tu tía", como lo amenazaba ella un poco en broma y otro poco en serio y terminó por entrar en los convencionales carriles de la vida conyugal. Los pocos amigos que los frecuentaban se admiraron de ver a un Arturo cambiado, buen marido, dechado de fidelidad. Ni siquiera el aspecto económico resultó un problema (te morirás de hambre, Arturo es un bohemio) pues por esa época él comenzó a ser reconocido en el ambiente. No era raro entonces que vivieran con holgura de los tres o cuatro cuadros que vendía por año. Julia, por su parte, continuó con sus cátedras de literatura, lo cual le permitió mantener cierta independencia. Pero el centro de su vida nunca dejó de ser Arturo. Sólo esperaba el momento de la tarde en que él abría la puerta y, luego de besarla y de servirse un vodka-tonic, se tumbaba en el sillón a escuchar a Billiy Holliday y a mirarla con aquellos ojos cafés de reflejos amarillentos que a Julia le recordaban los de los gatos. También a ella había llegado a gustarle Billy Holliday y alguna vez, tirados en la alfombra, hicieron el amor bajo el influjo de aquella voz sinuosa y afelpada.
La enfermedad de Arturo entró en sus vidas como un viento huracanado en mitad de un día de campo. A los ruegos de Arturo, Marcelo Hardy, médico y amigo de muchos años, le confesó la verdad. Tenía cáncer de páncreas y ya nada quedaban por hacer, salvo esperar el desenlace. Sólo alguna droga para aliviar los posibles dolores. En vano Julia trató de insuflarle fuerzas para que luchara, se resistiera. "No quiero que te vayas", lloraba con desesperación. Arturo se limitaba a acariciarle la cabeza y a mirar pensativo el chisporroteo de las llamas en la chimenea.
Luego de su muerte, Julia decidió que no vendería la casa. Se trataba de una antigua y señorial casa que Arturo consiguió a precio irrisorio en el corazón de Belgrano. Con paciencia y esmero tiraron algunas paredes y techaron parte de la enorme terraza para adaptarla a sus gustos. Ambos estaban orgullosos de los vitraux que presidían la entrada, de la imponente escalera de caoba que Arturo compró como una bicoca en un remate. "No podría enjaularme en un departamento", pensaba Julia. No la hicieron cambiar de parecer la presión de sus padres ni la opinión de sus amigos. Por las tardes se servía un whisky y luego se hundía en el sillón a escuchar interminablemente a Billie Holliday, mientras recordaba el fulgor ansioso de los ojos de Arturo recorriendo su piel.
No supo qué la llevó a pintar. Lo cierto es que una tarde se encontró pincel en mano decorando un lienzo. Días después trasladó el taller de Arturo al "cuarto de las ventanas", como le llamaban a la pequeña habitación contigua al dormitorio y allí pasaba las horas olvidada de todo, del universo allá afuera, sin hacer caso del teléfono que sonaba de manera perentoria. Tampoco de los consejos de su madre. "Deberías salir", sos joven todavía". Ella no escuchaba razones. Una pasión desconocida la consumía, como si quisiera sacar de su interior algo largamente amordazado.
Cuando llegaba a verla alguna amiga, Julia la llevaba al taller. Le costaba disimular su satisfacción al ver el asombro de su visitante,"Tenés talento", le dijo Elvira una tarde, desviando la cara para largar el humo del cigarrillo. Elvira fue una de las más fanáticas admiradoras de Arturo. Era más que evidente que la pintura de Julia nada tenía que ver con la de él. Si los cuadros de su marido eran una abstracción, una evocación poética de la realidad, los de Julia parecían querer comunicar su exaltación, una dormida impulsividad.
Fue a comienzos de la primavera que empezó con los jardines. Toda la vida se había soñado a sí misma en un jardín salvaje, de plantas indómitas y hojas intensas y aterciopeladas. Y se dispuso a pintarlo. Pintó jardines con mujeres desnudas y ángeles volando como en un primigenio paraíso, jardines atravesados por arroyos cristalinos y verdeantes en los que el sol poniente era una bola de fuego, jardines con pimientos y acequias y lianas en que los monos se deslizaban despreocupados y felices, como si estas dos cualidades pudiesen encontrarse en otros vivientes que los humanos. Toda una serie de lienzos que abarrotaban ya el cuarto de las ventanas y en donde un eventual curioso se habría encontrado como en una selva. A veces a Julia le parecía escuchar el canto de los pájaros o el rumor de las alas de algún ángel. Sólo en el último cuadro se decidió. En medio de las zarzas y malezas, por entre grandes y rugosos árboles aparecía el tigre, con su calma desdeñosa y su silueta felina e inquietante. La tarde en que lo hubo terminado, Julia permaneció en una morosa contemplación. Le parecía tan vivo que hasta sentía que, de no haberla inhibido el miedo, podría pasar la mano por su lomo en una lenta caricia. Lo que más le impresionaba eran los ojos. Porque en aquellas pupilas luciferinas que la escrutaban desde la tela, le parecía reconocer los ojos de Arturo.
Esa noche llovió. En la cama daba una y otra vuelta, esperando que el sueño llegara cuanto antes a traer un alivio a su inquietud. Trataba de apartar de sus pensamientos de la cara de Arturo, de los ojos de Arturo mirándola como antes, enfebrecidos de deseo. Y esos ojos se asemejaban notablemente a los otros, a lo de su tigre. "Debería ver a un psiquiatra", pensó. "Tanto encierro me está volviendo una rayada". Fue entonces cuando escuchó abajo un sonido apagado, como si la lluvia se hubiera metido adentro de la casa. Pensó en bajar a la cocina a tomar agua. Pero antes que nada debía entrar al taller a cerrar una de las ventanas, golpeada insistentemente por el viento. Encendió la luz y se quedó perpleja ante la tela borroneada. Parecía que la lluvia hubiera invadido también aquel ámbito con el solo objeto de ensañarse con su pintura. Atontada, caminó hacia el rellano de la escalera. El fulgor de las pupilas fue suficiente para ver, para saber que allí estaba él al acecho, esperándola.


De Marrakesh y otros relatos

martes, 11 de enero de 2011

Comportamiento de guitarras- María Elena Walsh


En países guardados como el mío
hay un comportamiento de guitarras.
Reinan por toda la extensión del aire
con más autoridad que las campanas,
y también, en terrestre delincuencia,
a veces roban brío de fogatas.

Hay guitarras que imitan al oscuro
y otras mejores que ejecutan agua,
y las que lo madrugan al silencio
en estremecedoras circunstancias.

No sé qué dicen otras cuando hay luna
y nuestro territorio es la desgracia.
Sólo comprendo misteriosamente
que a un pobre cuerpo le regresa el alma
y que entre espigas que se caen mudas
tanta solicitud nos hace falta.

Cuando la intimidad es argentina
suele reconocerse por guitarras.
Unas solitas, otras con arrimo
de un latido fatal llamado caja,
donde la muerte tiene domicilio
en machacados huesos de vidalas,

No sé qué poderío submarino,
algo como noticias de las algas,
o informes sobre lluvias se suceden
bajo la tierra, sumergidas causas
y brujerías y disposiciones,
todo lo comunican y traspasan.

Y entonces nos quedamos a vivir
- si Dios nos presta sangre y esperanza -
a la sombra de tanto desconsuelo,
pero con la memoria acompañada
para siempre quizás por el origen
de lentas humanísimas guitarras.

Hecho a mano- Editorial Sudamericana

domingo, 2 de enero de 2011

Lección de cocina- Rosario Castellanos




La cocina resplandece de blancura. Es una lástima tener que mancillarla con el uso. Habría que sentarse a contemparla, a describirla, a cerrar los ojos, a evocarla. Fijándose bien esta nitidez, esta pulcritud carece del exceso deslumbrador que produce escalofríos en los sanatorios. ¿O es el halo de los desinfectantes, los pasos de goma de las afanadoras, la presencia oculta de la enfermedad y de la muerte? Qué me importa. Mi lugar está aquí. Desde el principio de los tiempos ha estado aquí. En el proverbio alemán la mujer es sinónimo de Kuche, Kinder, Kirche. Yo anduve extraviada en aulas, en calles, en oficina, en cafés; desperdiciada en destrezas que ahora he de olvidado para adquirir otras. Por ejemplo, elegir el menú. ¿Cómo podría llevar a cabo labor tan ímproba sin la colaboración de la sociedad, de la historia entera? En un estante especial, adecuado a mi estatura, se alinean mis espíritus protectores, esas aplaudidas equilibristas que concilian en las páginas de los recetarios las contradicciones más irreductibles: la esbeltez y la gula, el aspecto vistoso y la economía, la celeridad y la suculencia. Con sus combinaciones infinitas: la esbeltez y la economía, la celeridad y el aspecto vistoso, la suculencia y... ¿Qué me aconseja usted para la comida de hoy, experimentada ama de casa, inspiración de las madres ausentes y presentes, voz de la tradición, secreto a voces de los supermercados? Abro un libro al azar y leo: "La cena de don Quijote". Muy literario pero muy insatisfactorio. Porque don Quijote no tenía fama de gourmet sino de despistado. Aunque un análisis más a fondo del texto os revela, etc., etc., etc. Uf. Ha corrido más tinta en torno a esa figura que agua bajo los puentes. "pajaritos de centro de cara". Esotérico. ¿La cara de quién? ¿Tienen un centro la cara de algo o de alguien? Si lo tiene no ha de ser apetecible. "Bigos a la rumana." Pero ¿a quién supone usted que se está dirigiendo? Si yo supiera lo que es estragón y ananá no estaría consultando este libro porque sabría muchas otras cosas. Si tuviera usted el más mínimo sentido de la realidad debería, usted misma o cualquiera de sus colegas, tomarse el trabajo de escribir un diccionario de términos técnicos, redactar unos prolegómenos, idear una propedéutica para hacer accesible al profano el difícil arte culinario. Pero parten del supuesto de que todas estamos en el ajo y se limitan a enunciar. Yo, por lo menos, declaro solemnemente que no estoy, que no he estado nunca ni en este atajo que ustedes comparten ni en ningún otro. Jamás he entendido nada de nada. Pueden ustedes observar los síntomas; me planto, hecha una imbécil, dentro de una cocina impecable y neutra, con el delantal que usurpo para hacer un simulacro de eficiencia y del que seré despojada vergonzosa pero justicieramente.
Abro el compartimiento del refrigerador que anuncia "carnes" y extraigo un paquete irreconocible bajo su capa de hielo. La disuelvo en agua caliente y se me revela el título sin el cual no habría identificado jamás su contenido: es carne especial para asar. Magnífico. Un plato sencillo y sano. Como no representa la superación de ninguna antinomia ni el planteamiento de ninguna aporía, no se me antoja.
Y no es sólo el exceso de lógica el que me inhibe el hambre. Es también el aspecto, rígido por el frío; es el color que se manifiesta ahora que he desbaratado el paquete. Rojo, como si estuviera a punto de echarse a sangrar.
Del mismo color teníamos la espalda, mi marido y yo después de las orgiásticas asoleadas de las playas de "Acapulco". Él podía darse el lujo de "comportarse como quien es" y tenderse boca abajo para que no le rozara la piel dolorida. Pero yo, abnegada mujercita mexicana que nació como la paloma para el nido, sonreía a semejanza de Cuauhtémoc en el suplicio cuando dijo "Mi lecho no es de rosas" y se volvió a callar. Boca arriba, soportaba no sólo mi propio peso sino el de él encima del mío. La postura clásica para hacer el amor. Y gemía, de desgarramiento, de placer. El gemido clásico. Mitos, mitos.
Lo mejor (para mis quemaduras, al menos) era cuando se quedaba dormido. Bajo la yema de mis dedos - no muy sensibles por el prolongado contacto con las teclas de la máquina de escribir - el nylon de mi camisón de desposaba resbalaba en un fraudulento esfuerzo por parecer encaje. Yo jugueteaba con la punta de los botones y esos otros adornos que hacen parecer tan femenina a quien los usa, en la oscuridad de la alta noche. La albura de mis ropas, deliberada, reiterativa, impúdicamente simbólica, quedaba abolida transitoriamente. Algún instante quizá alcanzó a consumar su significado bajo la luz y bajo la mirada de esos ojos que ahora están vencidos por la fatiga.
Unos párpados que se cierran y he aquí, de nuevo, el exilio. Una enorme extensión arenosa, sino otro desenlace que el mar cuyo movimiento propone la parálisis; sin otra invitación que la del acantilado al suicidio.
Pero es mentira. Yo no soy el sueño que sueña, que sueña, que sueña; yo no soy el reflejo de una imagen en un cristal; a mí no me aniquila la cerrazón de una conciencia o de toda conciencia posible. Yo continúo viviendo con una vida densa, viscosa, turbia, aunque el que esté a mi lado y el remoto, me ignoren, me olviden, me pospongan, me abandonen, me desamen.
Yo también soy una conciencia que puede clausurarse, desamparar a otro y exponerlo al aniquilamiento. Yo... La carne, bajo la rociadura de la sal, ha acallado el escándalo de su rojez y ahora me resulta más tolerable, más familiar. Es el trozo que vi mil veces, sin darme cuenta, cuando me asomaba, de prisa, a decirle a la cocinera que...
No nacimos juntos. Nuestro encuentro se debió a un azar ¿feliz? Es demasiado pronto aún para afirmarlo. Coincidimos en una exposición, en una conferencia, en un cine-club; tropezamos en un elevador; me cedió su asiento en el tranvía; un guardabosques interrumpió nuestra perpleja y, hasta entonces, paralela contemplación de la jirafa porque era hora de cerrar el zoológico. Alguien, él o yo, es igual, hizo la pregunta idiota pero indispensable: ¿usted trabaja o estudia? Armonía del interés y de las buenas intenciones, manifestación de propósitos "serios". Hace un año yo no tenía la menor idea de su existencia y ahora reposo junto a él con los muslos entrelazados, húmedos de sudor y de semen. Podría levantarme sin despertarlo, ir descalza hasta la regadera. ¿Purificarme? No tengo asco. Prefiero creer que lo que me une a él es algo tan fácil de borrar como una secreción y no tan terrible como un sacramento.
Así que permanezco inmóvil, respirando rítmicamente para imitar el sosiego, puliendo mi insomnio, la única joya de soltera que he conservado y que estoy dispuesta a conservar hasta la muerte.
Bajo el breve diluvio de pimienta la carne parece haber encanecido. Desvanezco este signo de vejez frotando como si quisiera traspasar la superficie e impregnar el espesor con las esencias. Porque perdí mi antiguo nombre y aún no me acostumbro al nuevo, que tampoco es mío. Cuando en el vestíbulo del hotel algún empleado me reclama, yo permanezco sorda, con ese vago malestar que es el preludio del reconocimiento. ¿Quién será la persona que no atiende a la llamada? Podría tratarse de algo urgente, grave, definitivo, de vida o muerte. El que llama se desespera, se va sin dejar ningún rastro, ningún mensaje y anula la posibilidad de cualquier nuevo encuentro. ¿Es la angustia la que oprime mi corazón? No, es su mano la que oprime mi hombro. Y sus labios que sonríen con una burla benévola, más que de dueño, de taumaturgo.
Y bien, acepto mientras nos encaminamos al bar (el hombro me arde, está despellejándose) es verdad que el contacto o colisión con él no ha sufrido una metamorfosis profunda: no sabía y no sé, no sentía y no siento, no era y no soy.
Habría que dejarla reposar así. Hasta que ascienda la temperatura ambiente, hasta que se impregne de los sabores de que la he recubierto. Me da la impresión de que no he sabido calcular bien y de que he comprado un pedazo excesivo para nosotros dos. Yo, por pereza, no soy carnívora. Él por estética, guarda la línea. ¡Va a sobrar casi todo! Sí, ya sé que no debo preocuparme: que alguna de las hadas que revolotean en torno mío va acudir en mi auxilio y a explicarme cómo se aprovechan los desperdicios. Es un paso en falso de todos modos. No se inicia una vida conyugal de manera tan sórdida. Me temo que no se inicie tampoco con un platillo tan anodino como la carne asada.
Gracias, murmuro, mientras me limpio los labios con la punta de la servilleta. Gracias por la copa transparente, por la aceituna sumergida. Gracias por haberme abierto la jaula de una rutina estéril para cerrarme la jaula de otra rutina que, según todos los propósitos y las posibilidades, ha de ser fecunda. Gracias por darme la oportunidad de lucir un traje largo y caudaloso, por ayudarme a avanzar en el interior del templo, exaltada por la música del órgano... Gracias por...
¿Cuánto tiempo se tomará para estar lista? Bueno, no debería de importarme demasiado porque hay que ponerla al fuego a última hora. Tarda muy poco, dicen los manuales. ¿Cuánto es poco? ¿Quince minutos? ¿Diez? ¿Cinco? Naturalmente, el texto no especifica. Me supone una intuición que, según mi sexo, debo poseer pero que no poseo, un sentido sin el que nací que me permitiría advertir el momento preciso en que la carne está a punto.
¿Y tú? ¿No tienes nada que agradecerme? Lo has puntualizado con una solemnidad un poco pedante y con una precisión que acaso pretendía ser halagadora pero que me resultaba ofensiva: mi virginidad. Cuando la descubriste yo me sentí el último dinosaurio en un planeta del que la especie había desaparecido. Ansiaba justificarme, explicar que si llegué hasta ti intacta no fue por virtud ni por orgullo ni por fealdad sino por apego a un estilo. No soy barroca. La pequeña imperfección en la perla me es insoportable. No me queda entonces más alternativa que el neoclásico y su rigidez es incompatible con la espontaneidad para hacer el amor. Yo carezco de la soltura del que rema, del que juega al tenis, del que se desliza bailando. No practico ningún deporte. Cumplo un rito y el ademán de entrega se me petrifica en un gesto estatuario.
¿Acechas mi tránsito a la fluidez, lo esperas, lo necesitas? ¿O te basta este hieratismo que te sacraliza y que tú interpretas como la pasividad que corresponde a mi naturaleza? Y si a la tuya corresponde ser voluble te tranquilizará pensar que no estorbaré tus aventuras. No será indispensable - gracias a mi temperamento - que me cebes, que me ates de pies y manos con los hijos, que me amordaces con la miel espesa de la resignación. Yo permaneceré como permanezco. Quieta. Cuando dejas caer tu cuerpo sobre el mío siento que me cubre una lápida, llena de inscripciones, de nombres ajenos, de fechas memorables. Gimes inarticuladamente y quisiera susurrarte al oído mi nombre para que recuerdes quién es a la que posees.
Soy yo. ¿Pero quién soy yo? Tu esposa, claro. Y ese título basta para distinguirme de los recuerdos del pasado, de los proyectos para el porvenir. Llevo una marca de propiedad y no obstante me miras con desconfianza. No estoy tejiendo una red para prenderte. No soy una mantis religiosa. Te agradezco que creas en semejante hipótesis. Pero es falsa.
Esta carne tiene una dureza y una consistencia que no caracterizan a las reses. Ha de ser de mamut. Desde esos que se han conservado, desde la prehistoria, en los hielos de Siberia y que los campesinos descongelan y sazonan para la comida. En el aburridísimo documental que exhibieron en la Embajada, tan lleno de detalles superfluos, no se hacía la menor alusión al tiempo que dedicaban a volverlos comestibles. Años, meses. Y yo tengo a mi disposición un plazo de...
¿Es la alondra? ¿Es el ruiseñor? No, nuestro horario no va a regirse por tan aladas criaturas como las que avisaban el advenimiento de la aurora a Romeo y Julieta sino por un estentóreo e inequívoco despertador. Y tú no bajarás al día por la escala de mis trenzas sino por los pasos de una querella minuciosa: se te ha desprendido un botón del saco, el pan está quemado, el café frío.
Yo rumiaré, en silencio, mi rencor. Se me atribuyen las responsabilidades y las tareas de una criada para todo. He de mantener la casa impecable, la ropa lista, el ritmo de la alimentación infalible. Pero no se me paga ningún sueldo, no se me concede un día libre a la semana, no puedo cambiar de amo. Debo, por otra parte, contribuir al sostenimiento del hogar y he de desempeñar con eficacia un trabajo en el que el jefe exige y los compañeros conspiran y los subordinados odian. En mis ratos de ocio me transformo en una dama de sociedad que ofrece comidas y cenas a los amigos de su marido, que asiste a reuniones, que se abona a la ópera, que controla su peso, que renueva su guardarropa, que cuida la lozanía de su cutis, que se conserva atractiva, que está al tanto de los chismes, que se desvela y que madruga, que corre el riesgo mensual de la maternidad, que cree en las juntas nocturnas de ejecutivos, en los viajes de negocios y en la llegada de clientes imprevistos; que padece alucinaciones olfativas cuando percibe la emanación de perfumes franceses (diferentes de los que ella usa) de las camisas, de los pañuelos de su marido; que en sus noches solitarias se niega a pensar por qué o para qué tantos afanes y se prepara una bebida bien cargada y lee una novela policíaca con ese ánimo frágil de los convalecientes.
¿No sería oportuno prender la estufa? Una lumbre muy baja para que se vaya calentando, poco a poco, el asador "que previamente ha de untarse con un poco de grasa para que la carne no se pegue". Eso se me ocurre hasta a mí, no había necesidad de gastar en esas recomendaciones las páginas de un libro.
Y yo, soy muy torpe. Ahora se llama torpeza; antes se llamaba inocencia y te encantaba. Pero a mí no me ha encantado nunca. De soltera leía cosas a escondidas. Sudando de emoción y de vergüenza. Nunca me enteré de nada. Me latían las sienes, se me nublaban los ojos, se me contraían los músculos en un espasmo de náusea.
El aceite está empezando a hervir. Se me pasó la mano, manirrota, y ahora chisporrotea, salta y me quema. Así voy a quemarme yo en los apretados infiernos por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa. Pero, niñita, tú no eres la única. Todas tus compañeras de colegio hacen lo mismo, o cosas peores, se acusan en el confesionario, cumplen la penitencia, las perdonan y reinciden. Todas. Si yo hubiera seguido frecuentándolas me sujetarían a un interrogatorio. Las casadas para cerciorarse, las solteras para averiguar hasta dónde pueden aventurarse. imposible defraudarlas. Yo inventaría acrobacias, desfallecimientos sublimes, transportes como se les llama en Las mil y una noches, récords. ¡Si me oyeras entonces no te reconocerías, Casanova!
Dejo caer la carne sobre la plancha e instintivamente retrocedo hasta la pared. ¡Qué estrépito! Ahora ha cesado. La carne yace silenciosamente, fiel a su condición de cadáver. Sigo creyendo que es demasiado grande.
Y no es que me hayas defraudado. Yo no esperaba, es cierto, nada en particular. Poco a poco iremos revelándonos mutuamente, descubriendo nuestros secretos, nuestros pequeños trucos, aprendiendo a complacernos. Y un día tú y yo seremos una pareja de amantes perfectos y entonces, en la mitad de un abrazo, nos desvaneceremos y aparecerá en la pantalla la palabra "fin".
¿Qué pasa? La carne se está encogiendo. No, no me hago ilusiones, no me equivoco. Se puede ver la marca de su tamaño original por el contorno que dibujó en la plancha. Era un poco más grande. ¡Qué bueno! Ojalá quede a la medida de nuestro apetito.
Para la siguiente película me gustaría que me encargaran otro papel. ¿Bruja en una aldea salvaje? No, hoy no me siento inclinada ni la heroísmo ni al peligro. Más bien mujer famosa (diseñadora de modas o algo así), independiente y rica que vive sola en un apartamento de Nueva York, París o Londres. Sus "affaires" ocasionales la divierten pero no la alteran. No es sentimental. Después de una escena de ruptura enciende un cigarrillo y contempla el paisaje urbano a través de los grandes ventanales de su estudio.
Ah, el color de la carne es ahora mucho más decente. Sólo en algunos puntos se obstina en recordar su crudeza. Por lo demás es dorado y exhala un aroma delicioso. ¿Irá a ser delicioso para los dos? La estoy viendo muy pequeña.
Si ahora mismo me arreglara, estrenara uno de esos modelos que forman parte de mi trousseau y saliera a la calle ¿qué sucedería, eh? A la mejor me abordaba un hombre maduro, con automóvil y todo. Maduro. Retirado. El único que a estas horas se obstina en andar de cacería.
¿Qué rayos pasa? Esta maldita carne está empezando a soltar un humo negro y horrible. ¡Tenía yo que haberle dado vuelta! Quemado de un lado. Menos mal que tiene dos.
Señorita, si usted me permitiera... ¡Señora! Y le advierto que mi marido es muy celoso... Entonces no debería dejarla andar sola. Es usted una tentación para cualquier viandante. Nadie en el mundo dice viandante. ¿Transeúnte? Sólo los periódicos cuando hablan de los atropellados. Es usted una tentación para cualquier x. Silencio. Sig-ni-fi-ca-ti-vo. Miradas de esfinge. El hombre maduro me sigue a prudente distancia. Más le vale. Más me vale a mí porque en la esquina ¡zas! Mi marido, que me espía, que no me deja ni a sol ni a sombra, que sospecha de todo y de todos, señor juez. Que así no es posible vivir, que yo quiero divorciarme.
¿Y ahora qué? A esta carne su mamá no le enseñó que era carne y que debería comportarse con conducta. Se enrosca igual que una charamusca. Además yo no sé de dónde puede seguir sacando tanto humo si ya apagué la estufa hace siglos. Claro, claro, doctora Corazón. Lo que procede ahora es abrir la ventana, conectar el purificador de aire para que no huela a nada cuando venga mi marido. Y yo saldría muy mona a recibirlo a la puerta, con mi mejor vestido, mi mejor sonrisa y mi más cordial invitación para comer fuera.
Es una posibilidad. Nosotros examinaríamos la carta del restaurante mientras un miserable pedazo de carne carbonizada, yacería, oculta, en el fondo del bote de la basura. Yo me cuidaría mucho de mencionar el incidente y sería considerada como una esposa un poco irresponsable, y con proclividades a la frivolidad pero no como una tarada. Ésta es la primera imagen pública que proyecto y he de mantenerme después consecuente con ella, aunque sea inexacta.
Hay otra posibilidad. No abrir la ventana, no conectar el purificador de aire, no tirar la carne a la basura. Y cuando venga mi marido dejar que olfatee, como los ogros de los cuentos, y diga que aquí huele, no a carne humana, sino a mujer inútil. Yo exageraré mi compunción para incitarlo a la magnanimidad. Después de todo, lo ocurrido ¡es tan normal! ¿A qué recién casada no le pasa lo que a mí acaba de pasarme? Cuando vayamos a visitar a mi suegra, ella, que todavía está en etapa de no agredirme porque no conoce aún cuáles son mis puntos débiles, me relatará sus propias experiencias. Aquella vez, por ejemplo, que su marido le pidió un par de huevos estrellados y ella tomó la frase al pie de la letra y... ja, ja, ja. ¿Fue eso un obstáculo para que llegara a convertirse en una viuda fabulosa? Porque lo de la viudez sobrevino mucho más tarde y por otras causas. A partir de entonces ella dio rienda a suelta a sus instintos maternales y echó a perder con sus mimos...
No le va a hacer la menor gracia. Va a decir que me distraje, que es el colmo del descuido. Y, sí, por condescendencia yo voy a aceptar sus acusaciones.
Pero no es verdad, no es verdad. Yo estuve todo el tiempo pendiente de la carne, fijándome en que le sucedían una serie de cosas rarísimas. Con razón Santa Teresa decía que Dios anda en los pucheros. O la materia que es energía o como se llame ahora.
Recapitulemos. Aparece, primero el trozo de carne con un color, una forma, un tamaño. Luego cambia y se pone más bonita y se siente una muy contenta. Luego vuelve a cambiar y ya no está tan bonita. Y sigue cambiando y cambiando y cambiando y lo que uno no atina es cuándo pararle el alto. Porque si yo dejo este trozo de carne indefinidamente expuesto al fuego, se consume hasta que no quede ni rastros de él. Y el trozo de carne que daba la impresión de ser algo tan sólido, tan real, ya no existe.
¿Entonces? Mi marido también da la impresión de solidez y de realidad cuando estamos juntos, cuando lo toco, cuando lo veo. Seguramente cambia, y cambio yo también, aunque de manera tan lenta, tan morosa que ninguno de los dos lo advierte. Después se va y bruscamente se convierte en recuerdo y... Ah, no, no voy a caer en esa trampa: la del personaje inventado y el narrador inventado y la anécdota inventada. Además, no es la consecuencia que se deriva lícitamente del episodio de la carne.
La carne no ha dejado de existir. Ha sufrido una serie de metamorfosis. Y el hecho de que cese de ser perceptible para los sentidos no significa que se haya concluido el ciclo sino que se ha dado el salto cualitativo. Continuará operando en otros niveles. En el de mi conciencia, en el de mi memoria, en el de mi voluntad, modificándome, determinándome, estableciendo la dirección de mi futuro.
Yo seré, de hoy en adelante, lo que elija en este momento. Seductoramente aturdida, profundamente reservada, hipócrita. Yo impondré, desde el principio, y con un poco de impertinencia, las reglas del juego. Mi marido resentirá la impronta de mi dominio que irá dilatándose, como los círculos en la superficie del agua sobre la que se ha arrojado una piedra. Forcejeará por prevalecer y si cede yo le corresponderé con el desprecio y si no cede yo no seré capaz de perdonarlo.
Si asumo la otra actitud, y si soy el caso típico, la femineidad que necesita indulgencia para sus errores, la balanza se inclinará a favor de mi antagonista y yo participaré en la competencia con un handicap que, aparentemente, me destina a la derrota y que, en el fondo, me garantiza el triunfo por la sinuosa vía que recorrieron mis antepasadas, las humildes, las que no abrían los labios para asentir, y lograron la obediencia ajena hasta al más irracional de los caprichos. La receta, pues, es vieja y su eficacia está comprobada. Si todavía lo dudo me basta preguntar a la más próxima de mis vecinas. Ello confirmará mi certidumbre.
Sólo que me repugna actuar así. Esta definición no me es aplicable y tampoco la anterior, ninguna corresponde a mi verdad interna, ninguna salvaguarda mi autenticidad. ¿He de acogerme a cualquiera de ellas y ceñirme a sus términos sólo porque es un lugar común aceptado por la mayoría y comprensible para todos? Y no es que yo sea una "rara avis". De mí no se puede decir lo que Pfandl dijo de Sor Juana: que pertenezco a la clase de neuróticos cavilosos. El diagnóstico es muy fácil ¿pero qué consecuencias acarrearía asumirlo?
Si insisto en afirmar mi versión de los hechos mi marido va a mirarme con suspicacia, va a sentirse incómodo en mi compañía y va a vivir en la continua expectativa de que se me declare la locura.
Nuestra convivencia no podrá ser más problemática. Y él no quiere conflictos de ninguna índole. Menos aún conflictos tan abstractos, tan absurdos, tan metafísicos como los que yo plantearía. Su hogar es el remanso de paz en que se refugia de las tempestades de la vida. De acuerdo. Yo lo acepté al casarme y estaba dispuesta a llegar hasta el sacrificio en aras de la armonía conyugal. Pero yo contaba con que el sacrificio, el renunciamiento completo a lo que soy, no se me demandaría más que en la Ocasión Sublime, en la Hora de las Grandes Resoluciones, en el Momento de la decisión Definitva. No con lo que me he topado hoy que es algo muy insignificante, muy ridículo. Y sin embargo...


Cuentistas mexicanas siglo XX. Universidad Autónoma de México.




Biografía de Rosario Castellanos

Nació en la Ciudad de México el 25 de mayo de 1925, pero recién nacida fue llevada a Comitán, Chiapas, ubicado al extremo sur del territorio. Ahí realizó sus estudios primarios y dos de secundaria, luego regresó a la capital a los dieciséis años. Era prima hermana de María Luz Carreri Castellanos de la ciudad de Comitán.
Estudió la licenciatura y la maestría en filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México. Posteriormente y con una beca del Instituto de Cultura Hispánica, realizó cursos de postgrado sobre estética y estilística en Madrid, España.
Fue becaria Rockefeller en el Centro Mexicano de Escritores de 1954 a 1955.
En 1958 recibió el Premio Chiapas por Balún Canán y tres años después el Premio Xavier Villaurrutia por Ciudad real.
En 1962 su libro Oficio de tinieblas obtuvo el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, otros galardones recibidos fueron el Premio Carlos Trouyet de Letras (1967) y el Premio Elías Sourasky de Letras (1972).
Rosario tuvo imprtantes cargos, que le permitieron difundir la cultura y el arte:
* Fue promotora cultural en el Instituto de Ciencias y Artes en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas.
* Directora de Teatro Guiñol en el Centro Coordinador Tzeltal-Tzotzil, en el Instituto Nacional Indigenista en San Cristóbal, Chiapas.
* Directora general de Información y Prensa de la Universidad Nacional Autónoma de México (1960-1966).
* Profesora en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México(de 1961 a 1971) donde impartió las cátedras de literatura comparada, novela contemporánea y seminario de crítica.
* Secretaría del Pen Club (asociación de escritores a nivel mundial, con sede en París).
* Redactora de textos escolares.
* Ejerció con gran éxito el magisterio en México y en el extranjero; en los Estados Unidos fue maestra invitada por las Universidades de Wisconsin y Bloomington en los años de 1966 y 1967, y en Israel en la Universidad Hebrea de Jerusalem, desde su nombramiento como embajadora de México en ese país en 1971 hasta su muerte.
Falleció en Tel Aviv el 7 de agosto de 1974 , a consecuencia de una descarga eléctrica provocada por una lámpara. Sus restos, por órdenes del Presidente Luis Echeverría, serían sepultados en la Rotonda de los Hombres Ilustres, en la Ciudad de México.

La culpa es de los tlazcaltecas- Elena Garro








Nacha oyó que llamaban en la puerta de la cocina y se quedó quieta. Cuando volvieron a insistir abrió con sigilo y miró la noche. La señora Laura aparecióm con un dedo en los labios en señal de silencio. Todavía llevaba el traje blnaco quemado y sucio de tierra de sangre.
—¡Señora!... —suspiró Nacha.
La señora Laura entró de puntillas y miró con ojos interrogantes a la cocinera. Luego, confiada, se sentó junto a la estufa y miró su cocina como si no la hubiese visto nunca.
— Nachita, dame un cafecito...Tengo frío.
— Señora, el señor... el señor la va a matar. Nosotros ya la dábamos por muerta.
— ¿Por muerta?
Laura miró con asombro los mosaicos blancos de la cocina, subió las piernas sobre la silla, se abrazó las rodillas y se quedó pensativa. Nacha se puso a hervir el agua para hacer el café y miró de reojo a su patrona; no se le ocurrió ni una palabra más. La señora recargó la cabeza sobre las rodillas, parecía muy triste.
—¿Sabes, Nacha? La culpa es de los tlazxaltecas.
Nacha no contestó, prefirió mirar el agua que no hervía.
Afuera la noche desdibujaba las rosas del jardín y ensombrecía a las higueras. Muy atrás de las ramas brillaban las ventanas iluminadas de las casas vecinas. La cocina estaba separada del mundo por un muro invisible de tristeza, por un compás de espera.
— ¿No estás de acuerdo, Nacha?
— Sí, señora...
— Y soy como ellos, traidora... dijo Laura con melancolía.
La cocinera se cruzó de brazos en espera de que el agua soltara los hervores.
— ¿ Y tú, Nachita, eres traidora?
La miró con esperanzas. Si Nacha compartía su calidad de traidora, la entendería, y Laura necesitaba que alguien la entendiera esa noche.
Nacha reflexionó unos instantes, se volvió a mirar el agua que empezaba a hervir con estrépito, la sirvió sobre el café y e aroma caliente la hizo sentirse a gusto cerca de su patrona.
— Sí, yo también soy traicionera, señora Laurita.
Contenta, sirvió el café en una tacita blanca, le puso dos cuadritos de azúcar y lo colocó en la mesa, frente a la señora. Ésta, ensimismada, dio unos sorbitos.
— ¿Sabes, Nachita? Ahora sé por qué tuvimos tantos accidentes en el famoso viaje a Guanajuato. En Mil Cumbres se nos acabó la gasolina. Margarita se asustó porque ya estaba anocheciendo. Un camionero nos regaló una poquita para llegar a Morelia. En Cuitzeo, al cruzar el puente blanco, el coche se paró de repente. Margarita se disgustó conmigo, ya sabes que le dan miedo los camiones vacíos y los ojos de los indios. Cuando pasó un coche lleno de turistas, ella se fue al peublo a buscar un mecánico y yo me quedé en la mitad del puente blanco, que atraiesa el lago seco con fondo de lajas blancas. Luego la luz se partió en varios pedazos hasta convertirse en miles de puntitos y empezó a girar hasta que se quedó fija como un retrato. El tiempo había dado la vuelta completa, como cuando ves una postal y luego la vuelves para ver lo que hay escrito atrás. Así llegué en el Lago de Cuitzeo, hasta la otra niña que fui. La luz produce esas catástrofes, cuando el sol se vuelve blanco y uno enstá en el mismo centro de sus rayos. Los pensamientos también se vuelven mil puntitos, y uno sufre vértigo. Yo, en ese momento, miré el tejido de mi vestido blanco y en ese instante oí sus pasos. No me asombré. Levanté los ojos y lo vi venir. En ese instante también recordé la magnitud de mi traición, tuvr miedo y quise huir. Pero e tiempo se cerró alrededor de mí, se volvió único y perecedero y no pude moverme del asiento del automóvil. "Alguna vez te encontrarás frente a tus acciones, convertidas con piedras ireevocables, como ésa", me dijeron de niña al enseñarme la imagen de un dios, que ahora no recuerdo cuál era. Todo se olvida ¿verdad Nachita?, pero se olvida sólo por un tiempo. En aquel entonces también las palabras me parecieron de piedra, sólo que de una piedra fluida y cristalina. La piedra se solidificaba al terminar cada palabra, para quedar escrita para siempre en el tiempo. ¿No eran así las palabras de tus mayores?
Nacha reflexionó unos instantes, luego asintió, convencida.
— Así eran, señora Laurita.
— Lo terrible es, lo descubrí en ese instante, que todo lo increíble es verdadero. Allí venía él, avanzando por la orilla del puente, con la piel ardida por el sol y el peso de la derrota sobre los hombros desnudos. Sus pasos sonaban como hojas secas. Traía los ojos brillantes. Desde lejos me llegaron sus chispas negras y vi ondear sus cabellos negros en medio de la luz blanquísima del encuentro. Antes de que pudiera evitarlo lo tuve frente a mis ojos. Se detuvo, se cogió de la portezuela del coche y me miró. Tenía una cortada en la mano izquierda, los cabellos llenos de polvo, y por la herida del hombro le escurría una sangre tan roja, que parecía negra. No me dijo nada. Pero yo supe que iba huyendo, vencido. Quiso decirme que yo merecía la muerte, y al mismo tiempo me dijo que mi muerte ocasionaría la suya. Andaba malherido, en busca mía.
— La culpa es de los tlazcaltecas— le dije.
Él se volvió a mirar al cielo. Después recogió otra vez sus ojos sobre los míos.
"— ¿Qué te haces? — me preguntó con su voz profunda. No pude decirle que me había casado, porque estoy casada con él. Hay cosas que no se pueden decir, tú lo sabes, Nachita.
"— ¿Y los otros? — le pregunté.
"— Los que salieron vivos andan en las mismas trazas que yo—. Vi que cada palabra le lastimaba la lengua y me callé, pensando en la verguenza de mi traición.
"— Ya sabes que tengo miedo y que por eso traiciono...
— Ya lo sé— me contestó y agachó la cabeza. "Me conoce desde chica, Nacha. Su padre y el mío eran hermanos y nosotros primos. Siempre me quiso, al menos eso dijo y así lo creímos todos. En el puente yo tenía verguenza. La sangre le seguía corriendo por el pecho. Saqué un pañuelito de mi bolso y sin una palabra, empecé a limpiársela. También yo siempre lo quise, Nachita, porque él es lo contrario de mí: no tiene miedo y no es traidor. Me cogió la mano y me la miró.
"Está muy desteñida, parece una mano de ellos —me dijo.
— Hace ya tiempo que no me pega el sol —. Bajó los ojos y me dejó caer la mano. Estuvimos así, en silencio, oyendo correr la sangre sobre su pecho. No me reprochaba nada, bien sabe de lo que soy capaz. Pero los hilitos de su sangre escribían sobre su pecho que su corazón seguía guardando mis palabras y mi cuerpo. Allí supe, Nachita, que el tiempo y el amor son uno solo.
"—¿Y mi casa? — le pregunté.
"— Vamos a verla. Me agarró con su mano caliente, como agarraba a su escudo y me di cuenta de que no lo llevaba. "Lo perdió en la huida", me dije, y me dejé llevar. Sus pasos sonaron en la luz de Cuitzeo iguales que en la otra luz: sordos y apacibles. Caminamos por la ciudad que ardía en las orillas del agua. Cerré los ojos. Ya te dije, Nacha, que soy cobarde. O tal vez el humo y el polvo me sacaron lágrimas. Me senté en una piedra y me tapé la cara con las manos.
" — Ya no camino — le dije.
"— Ya llegamos — me contestó —. Se puso en cuclillas junto a mí y con la punta de los dedos me arrancó mi vestido blanco.
"— Si no quieres ver cómo quedó, no lo veas — me dijo quedito.
Su pelo negro me hacía sombra. No estaba enojado, nada más estaba triste. Antes unda me hubiera atrevido a besarlo, pero ahora he aprendido a no tenerle respeto al hombre. y me abracé a cu cuello y lo besé en la boca.
"— Sienpre has estado en la alcoba más preciosa de mi pecho — me dijo—. Agachó la cabeza y miró la tierra llena de piedras secas. Con una de ellas dibujó dos rayitas paralelas, que prolongó hasta que se juntaron y se hicieron una sola.
" — Somos tú y yo — me dijo sin levantar la vista —. Yo, Nachita, me quedé sin palabras.
"— Ya falta poco para que se acabe el tiempo y seamos uno solo...por eso te andaba buscando. — Se me había olvidado, Nacha. que cuando se gaste el tiempo, los dos hemos de qiedarnos el uno en el otro, para entrar en el tiempo verdadero convertidos en uno solo. Cuando me dijo eso lo miré a los ojos. Antes sólo me atrevía a mirárselos cuando me tomaba, pero ahora, como ya te dije, he aprendido a no respetar los ojos del hombre. También es cierto que no quería ver lo que sucedía a mi alrededor. .. soy muy cobarde. Recordé los alaridos y volví a oírlos: estridentes, llameantes en mitad de la mañana. También oí los golpes de las piedras y las vi pasar zumbando sobre mi cabeza. Él se puso de rodillas frente a mí y cruzó los brazos sobre mi cabeza para hacerme un tejadito.
" — Éste es el final del hombre — dije.
"— Así es — contestó con su voz arriba de la mía. Y me vi en sus ojos y en su cuerpo. ¿Sería un venado el que me llevaba hasta su ladera? ¿O una estrella que me llevaba a escribir señales en el cielo? Su voz escribió signos de sangre en mi pecho y mi vestido blanco quedó rayado como un tigre rojo y blanco.
"— A la noche vuelvo, espérame... — suspiró. Agarró su escudo y me miró desde muy arriba.
"— Nos falta poco para ser uno — agregó con su misma cortesía.
Cuando se fue, volví a oír los gritos del combate y salí corriendo en medio de la lluvia de piedras y me perdí hasta el cocheparado en el puente del Lago de Cuitzeo.
"—¿Qué pasa? ¿Estás herida? — me gritó Margarita cuando llegó. Asustada, tocaba la sangre de mi vestido blanco y señalaba la sangre que tenía en los labios y la tierra se había metido en mis cabellos. Desde el otro coche, el mecánico de Cuitzeo me miraba con sus ojos muertos,
"—!Estos indio salvajes!... ¡No se puede dejar sola a una señora! —dijo al saltar de su automóvil, dizque para venir a auxiliarme.
"Al anochecer llegamos a la ciudad de México. ¡Cómo había cambiado, Nachita, casi no pude creerlo! A las doce del día todavía estaban los guerreros y ahora ya ni huella de su paso. Tampoco quedaban escombros. Pasamos por el Zócalo silencioso y triste; de la otra plaza, no quedaba ¡nada! Margarita me miraba de reojo. Al llegar a la casa nos abriste tú ¿Te acuerdas?
Nacha asintió con la cabeza. Era muy cierto que hacía apenas dos meses escasos que la señora Laurita y su suegra habían ido a pasear a Guanajuato. La noche en que volvieron, Josefina la recamarera y ella, Nacha, notaron la sangre en el vestido y los ojos ausentes de la señora, pero Margarita, la señora grande, les hizo señas de que se callaran, Parecía muy preocupada. Más tarde Josefina le contó que en la mesa el señor se le quedó mirando malhumorado a su mujer y le dijo:
—¿Por qué no te cambiaste? ¿Te gusta recordar lo malo?
La señora Margarita, su mamá, ya le había contado lo sucedido y le hizo una seña como diciéndole: "¡Cállate, tenle lástima!" La señora laurita no contestó; se acarició los labios y sonrió ladina. Entonces el señor, volvió a hablar del Presidente López Mateos.
"— Ya sabes lo que ese nombre no se le cae de la boca — había comentado Josefina, desdeñosamente.
En sus adentros ellas pensaban que la señora Laurita se aburría oyendo hablar siempre del señor Presidente y de sus visitas oficiales.
— ¡Lo que son las cosas, Nachita, yo nunca había notado lo que me aburría con Pablo hasta esta noche! — comentó la señora abrazándose con cariño las rodillas y dándoles súbitamente la razón a Josefina y a Nachita.
La cocinera se cruzó de brazos y asintió con la cabeza.
— Desde que entré a la casa, los muebles, los jarrones y los espejos se me vinieron encima y me dejaron más triste de lo que venía. ¿Cuántos días, cuántos años tendré que esperar todavía para que mi primo venga a buscarme? Así me dije y me arrepentí de mi traición. Cuando estábamos cenando me fijé en que Pablo no hablaba con palabras sino con letras. Y me puse a contarlas mientras le miraba la boca gruesa y el ojo muerto. De pronto se calló. Ya sabes que se le olvida todo. Se quedó con los brazos caídos. "Este marido nuevo, no tiene memoria y no sabe más que las cosas de cada día."
"— Tienes un marido turbio y confuso — me dijo él volviendo a mirar las manchas de mi vestido. La pobre de mi suegra se turbó y como estábamos tmando un café se levantó a poner un twist.
"— Para que se animen — nos dijo, dizque sonriendo, porque veía venir el pleito.
"Nosotros nos quedamos callados. La casa se llenó de ruidos. Yo miré a Pablo. "Se parece a..." y no me atreví a decir su nombre, por miedo a que me leyeran el pensamiento. Es verdad que se le parece, Nacha. A los dos les gusta el agua y las casas frescas. Los dos miran el cielo por las tardes y tienen el pelo negro y los dientes blancos. Pero Pablo habla a saltitos, se enfurece por nada y pregunta a cada instante: "¿En qué piensas? Mi primo marido no hace ni dice nada de eso.
—¡Muy cierto! ¡Muy cierto que el señor es fregón! — dijo Nacha con disgusto.
Laura suspiró y miró a su cocinera con alivio. Menos mal que la tenía de confidente.
Laura suspiró y miró a su cocinera con alivio. Menos mal que la tenía de confidente.
— Por la noche, mientras Pablo me besaba, yo me repetía: "¿A qué horas vendrá a buscarme? " Y casi lloraba al recordar la sangre de la herida que tenía en el hombro. Tampoco podía olvidar sus brazos cruzados sobre mi cabeza para hacerme un tejadito. Al mismo tiempo tenía miedo de que Pablo notara que mi primo me había besado en la mañana. Pero no notó nada y si no hubiera sido ´por Josefina que me asustó en la mañana, Pablo nunca lo hubiera sabido.
Nachita estuvo de acuerdo. Esa Josefina por su gusto por el escándalo tenía la culpa de todo. Ella, Nacha, bien se lo dijo. "¡Cállate por el amor de Dios, si no oyeran nuestros gritos por algo sería!" Pero, qué esperanzas. Josefina apenas entró a la pieza de los patrones con la bandeja del desayuno, soltó lo que debería haber callado.
"— Señora, anoche un hombre estuvo espiando por la ventana de su cuarto! ¡Nacha y yo gritamos y gritamos!
"—No oímos nada... — dijo el señor asombrado.
"—¡Es él...! gritó la tonta de la señora.
"— ¿Quién es él...? — preguntó el señor mirando a la señora como si la fuera a matar. Al menos eso dijo Josefina después.
La señora asustadísima se tapó la boca con la mano y cuando el señor le volvió a hacer la pregunta, cada vez con más enojo, ella contestó:
"— El indio... el indio que siguió desde Cuitzeo hasta la ciudad de México...
Así supo Josefina lo del indio y se lo contó a Nachita.
"—¡Hay que avisarle inmediatamente a la policía! gritó el señor. Josefina le enseñó la ventana por la que el desconocido había estado fisgando y Pablo la examinó con atención: en el alféizar había huellas de sangre casi frescas.
"— Está herido... — dijo el señor Pablo preocupado. Dio unos pasos por la recámara y se detuvo frente a su mujer.
"— Era un indio, señor — dijo Josefina corroborando las palabras de Laura.
Pablo vio el traje blanco tirado sobre una silla y lo cogió con violencia.
"— ¿Puedes explicarme el origen de estas manchas?
La señora se quedó sin habla, mirando las manchas de sangre sobre el pecho de su traje y el señor golpeó la cómoda con el puño cerrado. Luego se acercó a la señora y le dio una santa bofetada. Eso lo vio y oyó Josefina.
— Sus gestos son feroces y su conducta es tan incoherente como sus palabras. Yo no tengo la culpa de que aceptara la derrota — dijo Laura con desdén.
— Muy cierto — afirmó Nachita.
Se produjo un largo silencio en la cocina. Laura metió la punta del dedo hasta el fondo de la taza, para sacar el poso negro del café que se había quedado asentado, y Nacha al ver esto volvió a servirle un café caliente.
— Bébase su café, señora — dijo compadecida de la tristeza de su patrona. ¿Después de todo de qué se quejaba el señor? A leguas se veía que la señora Laurita no era para él.
— Yo me enamoré de Pablo en una carretera, durante un minuto en el cual me recordó a alguien conocido, a quien yo no recordaba. Después, a veces, recuperaba aquel instante en el que parecía que iba a convertirse en ese otro al cual se parecía. Pero no era verdad. Inmediatamente volvía a ser absurdo, sin memoria, y sólo repetía los gestos de todos los hombres de la ciudad de México. ¿Cómo querías que no me diera cuenta del engaño? Cuando se enoja me prohíbe salir. ¡A ti te consta! ¿Cuántas veces arama pleitos en los cines y en los restaut¿rantes? Tú lo sabes, nachita. En cambio mi primo marido, nunca, pero nunca se enoja con la mujer.
Nacha sabía que era cierto lo que ahora decía la señora, por eso aquella mañana en que Josefina entró a la cocina espantada y gritando: "¡Despierta a la señora Margarita, que el señor está golpeando a la señora!" ella, nacha, corrió al cuarto de la señora grande.
La presencia de su madre calmó al señor Pablo. Margarita se quedó muy asombrada al oír lo del indio, porque ella no lo había visto en el Lago de Cuitzeo, sólo había visto la sangre como la que podíamos ver todos.
"— Tal vez en el Lago tuviste una insolación, Laura, y te salió sangre por las narices. Fíjate, hijo, que llevábamos el coche descibierto. Dijo casi sin saber qué decir.
La señora Laura se tendió boca abajo en la cama y se encerro en sus pensamientos, mientras su marido y su suegra discutían.
— Sabes, Nachita, lo que yo estaba pensando esa mañana? ¿Y si me vio anoche cuando Pablo tenía ganas de llorar. En ese momento me acordé cuando un hombre y una mujer se aman y no tiene hijos y están condenados a convertirse en uno solo. Así me lo decía mi otro padre, cuando yo le llevaba el agua y él miraba la puerta detrás de la que dormíamos mi primer marido y yo. Todo lo que mi otro padre me había dicho ahora se estaba haciendo verdad. Desde la almohada oí las palabras de Pablo y de Margarita y no eran sino tonterías. "Lo voy a ir a buscar", me dije. "Pero ¿adónde?". Más tarde, cuando tú volviste a mi cuarto a preguntarme qué hacíamos de comida, me vino un pensamiento a la cabeza: "¡Al café de Tacuba!" Y ni siquiera conocía ese café, Nachita, sólo lo había oído mentar.
Nacha recordó a la señora como si la viera ahora, poniéndose su vestido blanco manchado de sangre, el mismo que traía en ese momento en la cocina.
" — ¡Por Dios, Laura, no te pongas ese vestido! — le dijo su suegra. Pero ella no hizo caso. Para esconder las manchas, se puso un sweter blanco encima, se lo abotonó hasta el cuello y se fue a la calle sin decir adiós. Después vino lo peor. No, lo peor no. Lo peor iba a venir ahora en la cocina, si la señora Margarita se llegaba a despertar.
— En el café de Tacuba no había nadie. Es muy triste ese lugar, Nachita. Se me acercó un camarero. "¿Qué le sirvo?". Yo no quería nada, pero tuve que pedir algo. "Una cocada", mi primo y yo comíamos cocos desde chiquitos... En e café un reloja marcaba el tiempo. "En todas las ciudades hay relojes que marcan el tiempo, se debe estar gastando a pasitos. Cuando ya no quede sino una capa transparente, llegará él y las dos rayas dibujadas se volverán una sola y no habitaré la alcoba más preciosa de su pecho." Así me decía mientras comí la cocada.
"— ¿Qué horas son? — le pregunté al camarero.
" — Las doce, señorita.
" A la una llega Pablo", me dije, "ssi le digo a un taxi que me lleve por el periférico, puede esperar todavía un rato." Pero no esperé y me salí a la calle. El sol estaba plateado, el pensamiento se me hizo un poco brillante y no hubo presente, pasado ni futuro. En la acera estaba mi primo, se mepuso delante, tenía los ojos tristes, me miró largo rato.
" —¿Qué haces? — me preguntó con su voz profunda.
" — Te estaba esperando.
Se quedó quieto como las panteras. Le vi el pelo negro y la herida roja en el hombro.
" — No tenías miedo de estar aquí solita?
"Las piedras y los gritos volvieron a zumbar alrededor nuestro y yo sentí que algo ardía a mis espaldas.
" — No mires — me dijo.
"Puso una rodilla en tierra y con los dedos apagó mi vestid que empezaba a arder. Le vi los ojos muy afligidos.
"— ¡Sácame de aquí! — le grité con todas mis fuerzas, porque me acordé de que estaba frente a la casa de mi papá, que la casa estaba ardiendo y que atrás de mí estaban mis padres y mis hermanitos muertos. Todo lo veía retratado en sus ojos, mientras él estaba con la rodilla hincada en tierra apagando mi vestido. Me dehé caer sobre él, que me recibió en sus brazos. Con su mano caliente me tapó los ojos.
" — Este es el final del hombre — le dije con los ojos bajo su mano.
" — ¡No lo veas!
"Me guardó contra su corazón. Yo lo ioí sonar como rueda el trueno sobre las montañas. ¿Cuánto faltaría para que el tiempo se acabara y yo pudiera oírlo siempre? Mis lágrimas refrescaron su mano que ardía en el incendio de la ciudad. Los alaridos y las piedras nos cercaban, pero yo estaba a salvo bajo su pecho.
"— Duerme conmigo... — me dijo en voz muy baja.
"— ¿Me viste anoche? — le pegunté.
"— Te vi...
"Nos dormimos en la luz de la mañana, en el calor del incendio. Cuando recordamos se levantó y agarró su escudo.
"Se fue corriendo ligero sobre sus piernas desnudas... Y yo me escapé otra vez, Nachita, porque sola tuve miedo.
"Señorita ¿se siente mal?
Una voz igual a la de Pablo se me acercó a media calle.
"—¡Insolente! ¡Déjame tranquila!
"Tomé un taxi que me trajo a la casa por el periférico y llegué..
Nacha recordó su llegada: ella misma le había abierto la puerta. Y ella fue la que dio la noticia. Josefina bajó después, desbarrancándose por las escaleras.
"— ¡Señora, e señor y la señora Margarita están en la policía!
Laura se le quedó mirando asombrada, muda.
"¿Dónde anduvo, señora?
"— Fui al café de Tacuba.
— Pero eso fue hace dos días.
Josefina traía "Últimas Noticias". Leyó en voz alta: "La señora Aldama continúa desaparecida. Se cree que el siniestro individuo de aspecto indígena que le sigui+o desde Cuitzeo, sea un sádico. La policía investiga en los Estados Unidos de Michoacán y Guanajuato."
La señora Laurita arrebató el periódico de las manos de Josefina y lo desgarró con ira. Luego se fue a su cuarto. Nacha y Josefina la siguieron, era mejor no dejarla sola. La vieron echarse en su cama y soñar con los ojos muy abiertos. Las dos tuvieron el mismo pensamiento y así se lo dijeron después en la cocina: "Para mí, la señora Laurita anda enamorada." Cuando el señor llegó ellas estaban todavía en el cuarto de su patrona.
"— ¡Laura! — gritó. Se precipitó a la cama y tomó a su mujer en sus brazos.
"— ¡Alma de mi alma! — sollozó el señor.
La señora Laurita pereció enternecida unos segundos.
"— ¡Señor! — gritó Josefina —. El vestido de la señora estábien chamuscado.
Nacha la miró desaprobándola. El señor revisó el vestido y las piernas de la señora.
"— Es verdad...también las suelas de sus zapatos están ardidas. — Mi amor, ¿qué pasó? ¿dónde estuviste?
"— En el café de Tacuba — contestó la señora muy tranquila.
La señora Margarita se torció las manos y se acercó a su nuera.
"— Ya sabemos que anteayer estuviste allí y comiste una cocada. ¿Y luego?
"— Luego tomé un taxi y me vine para acá por el periférico.
Nacha bajó los ojos, Josefina abrió la boca como para decir algo y la señora Margarita se mordió los labios. Pablo, en cambio, agarró a su mujer por los hombros y la sacudió con fuerza.
"—¡Déjate de hacer la idiota! ¿En dónde estuviste dos días?...¿Por qué traes el vestido quemado?
"— ¿Quemado? Si él lo apagó... — dejó escapar la señora Laura.
"— ¿Él...¿el indio asqueroso? — Pablo la volvió a zarandear con ira.
"Me lo encontré a la salida del café de Tacuba... — sollozó la señora muerta de miedo.
"— ¡Nunca pensé que fueras tan baja! — dijo el señor y la aventó sobre la cama.
" — Dinos quién es — preguntó la suegra suavizando la voz. —¿Verdad, Nachita que no podía decirles que era mi marido? — preguntó Laura pidiendo la aprobación de la cocinera.
Nacha aplaudió la discreción de su patrona y recordó que aquel mediodía, ella, apenada por la situación de su ama había opinado:
"— ¿Un brujo? ¡Dirás un asesino!
Después, en muchos días no dejaron salir a la señora Laurita. El señor ordenó que se vigilaran las puertas y ventanas de la casa. Ellas, las sirvientas, entraban continuamente al cuarto de la señora para echarle un vistazo. Nacha se negó siempre a exteriorizar su opinión sobre el caso o a decir las anomalías que sorprendía. Pero, ¿quién podía callar a Josefina?
— Señor, al amanecer, el indio estaba otra vez junto a la ventana — anunció al llevar la bandeja con el desayuno.
El señor se precipitó a la ventana y encontró otra vez huella de sangre fresca. La señora se puso a llorar.
"— ¡Pobrecito!...¡pobrecito!... — dijo entre sollozos.
Fue esa tarde cuando el señor llegó con un édico. Después el doctor volvió todos los atardeceres.
— Me preguntaba por mi infancia, por mi padre y por mi madre. Pero, yo, Nachita, no sabía de cuál infancia, ni de cuál padre, ni de cuál madre quería saber. Por eso le platicaba de la Conquista de México. ¿Tú no entiendes, verdad? — preguntó Laura con los ojos puestos sobre las cacerolas amarillas.
— Sí, señora... — Y Nachita, nerviosa escrutó el jardín a través de los vidrios de la ventana. La noche apenas si dejaba ver entre sus sombras. Recordó la cara acongojada de su madre.
— Mamá, Laura le pidió al doctor la Historia de Bernal Díaz del castillo. Dice que eso es lo único que le interesa.
La señora Margarita había dejado caer el tenedor.
"—¡Pobre hijo mío, tu mujer está loca!
No habla sino de la caída de la Gran Tenochtitlan — agragó el seor Pablo con aire sombrío.
Dos días después, el médico, la señora Margarita y el señor Pablo decidieron que la depresión de Laura aumentaba con el encierro. Debía tomar contacto con el mundo y enfrentarse con sus responsabilidades. Desde ese día, e señor mandaba el automóvil para que su mujer saliera a dar paeítos por el Bosque de Chapultepec. La señora salía acompañada de su suegra y el chofer tenía órdenes de vigilarlas estrechamente. Sólo que el aire de los eucaliptos no la mejoraba, pues apenas volvía a su casa, la señora Laura se encerraba en su cuarto para leer la Conquista de México de Bernal Díaz.
Una mañana la señora Margarita regresó del Bosque de Chapultepec sola y desamparada.
"— ¡Se escapó la loca! — gritó con voz estentórea al entrar a la casa. — Fíjate nacha, me senté en la misma banquita de siempre y me dije: "No me lo perdona, Un hombre puede perdonar una, dos, tres, cuatro traiciones, pero la traición permanente, no." Este pensamiento me dejó muy triste. Hacía calor y Margarita se compró un helado de vainilla; yo no quise, entonces ella se metió en el automóvil a comerlo. Me fijé que estaba tan aburrida de mí, como yo de ella. A mí no me gusta que me vigilen y traté de ver otras cosas para no verla comiendo su barquillo y mirándome. Vi el heno gris que colgaba de los ahuehuetes y no sé por qué, la mañana se volvió tan triste como esos árboles. "Ellos y yo hemos visto catástrofes", me dije. Por la calzada vacía se paseaban las horas solas. Como las horas estaba yo: sola en una calzada vacía. Mi marido había contemplado por la ventana mi traición permanente y me había abandonado en esa calzada hecha de cosas que no existían. Recordé el olor de las hojas de maíz y el rumor sosegado de sus pasos. "Así caminaba, con el ritmo de las hojas secas cuando el viento de febrero las lleva sobre las piedras. Antes no necesitaba volver la cabeza para saber que él estaba ahí mirándome las espaldas"... Andaba en esos tristes pensamientos, cuando oí correr el sol y las hojas secas empezaron a cambiar de sitio. Su respiración se acercó a mis espaldas, luego se puso frente a mí, vi sus pies desnudos delante de los míos. Tenía un arañazo en la rodilla. Levanté los ojos y me hallé bajo los suyos. Nos quedamos mucho rato sin hablar. Por respeto yo esperaba sus palabras.
"—¿Qué te haces? — me dijo.
Vi que no se movía y que parecía más triste que antes.
"— Te estaba esperando — contesté.
"— Ya va a llegar el último día...
Me pareció que su voz salía del fondo de los tiempos. Del hombro le seguía brotando sangre. Me llené de verguenza, bajé los ojos, abrí mi bolso y saqué un pañuelito para limpiarle el pecho. Luego lo volví a guardar. Él siguió quieto, observándome.
"— Vamos a la salida de Tacuba...Hay muchas traiciones... gritaba y se quejaba. Había muchos muretos que flotaban en el agua de los canales. Había mujeres sentadas en la hierba mirándolos flotar. De todas partes surgía la pestilencia y los niños lloraban corriendo de un lado para otro, perdidos de sus padres. Yo miraba todo sin quere verlo. Las canoas desplazadas no llevaban a nadie, sólo daban tristeza. El marido me sentó debajo de un árbol roto. Puso una rodilla en tierra y miró alerta lo que sucedía a nuestro alrededor. Él no tenía miedo. Después me miró a mí.
— Ya sé que eres traidora y que me tienes buena voluntad. Lo bueno crece junto con lo malo.
Los gritos de los niños apenas me dejaban oírlo. Venían de lejos, pero eran tan fuertes que rompían la luz del día. Parecía que era la última vez que iban a llorar.
" — Son las criaturas... — me dijo.
" — Éste es el final del hombre — repetí, porque no se me ocurría otro pensamiento.
"Él me puso las manos sobre los oídos y luego me guardó contra su pecho.
"— Traidora te conocí y así te quise.
" — Naciste sin suerte — le dije. Me abracé a él —. Mi primo marido cerró los ojos para no dejar correr las lágrimas. Nos acostamos sobre las ramas rotas del pirú. Hasta allí nos llegaron los gritos de los guerreros, las piedras y los llantos de los niños.
" — El tiempo se está acabando... — suspiró mi marido.
"Por una grieta se escapaban las mujeres que no querían morir junto con la fecha. Las filas de hombres caían una después de la otra, en cadena como si estuvieran cogidos de la mano y el mismo golpe los derribara a todos. Algunos daban un alarido tan fuerte, que quedaba resonando mucho rato después de su muerte.
"Falta poco para que nos fuéramos juntos para siempre en uno solo cuando mi primo se levantó, me juntó las ramas y me hizo una cuevita.
" — Aquí me esperas.
"Me miró y se fue a combatir con la esperanza de evitar la derrota. Yo me quedé acurrucada. No quise ver a la gente que huían, para no tener la tentación, ni tampoco quise ver a los muertos que flotaban en el agua para no llorar. Me puse a cortar los frutitos que colgaban de las ramas cortadas: estaban secos cuando los tocaba con los dedos, la cáscara roja se les caía. No sé por qué me parecieron de mal aguero y preferí mirara el cielo, que empezó a oscurecerse. Primero se puso pardo, luego empezó a coger el color de los ahogados de los canales. Me quedé recordando los colores de otras tardes. Pero la tarde siguió amoratándose, hinchándose, como si de pronto fuera a revtar y supe que se acababa el tiempo. Si mi primo no volvía ¿qué sería de mí? Tal vez ya estaba muerto en el combate. No em importó su suerte y me salí de allí a toda carrera prseguida por el miedo. "Cuando llegue y me busque..." No tuve tiempo de acabar mi pensamiento porque me hallé en el anochecer de la ciudad de México. "Margarita ya se debe de haber acabado su helado de vainilla y Pablo debe de estar muy enojado"... Un taxi me trajo por el periférico. ¿Y sabes, Nachita? , los periféricos eran los canales infestados de cadáveres... Por eso llegué tan triste... Ahora, Nachita, no le cuentes al señor que me pasé la tarde con mi marido."
Nachita se acomodó en los brazos sobre la falda lila.
— El señor Pablo hace ya diez días que se fue a Acapulco. Se quedó muy flaco con las semanas que duró la investigación — explicó Nachita satisfecha.
Laura la miró sin sorpresa y suspiró con alivio.
— La que está arriba es la señora Margarita — agregó Nacha volviendo los ojos hacia el techo de la cocina.
Laura se abrazó las rodillas y miró los cristales de la ventana a las rosas borrada por las sombras nocturnas y a las ventanas vecinas que empezaban a apagarse.
Nachita se sirvió sal sobre el dorso de la mano y la comió golosa.
— ¡Cuánto coyote! ¡Anda muy alborotada la coyotada! — dijo con la voz llena de sal.
Laura se quedó escuchando unos instantes.
— Malditos animales, los hubieras visto hoy en la tarde — dijo.
— Co tal de que no estorben el paso del señor, o que le equivoquen e camino — comentó Nacha con miedo.
— Si nunca los temió ¿por qué había de temerlos esta noche? — preguntó Laura molesta.
Nacha se aproximó a su patrona para estrechar la intimidad súbita que se había establecido entre ellas.
— Son más canijos que los tlaxcaltecas — le dijo en voz muy baja. Las dos mujeres se quedaron quietas. Nacha devorando poco a poco otro poquito de sal. Laura escuchando preocupada los aullidos de los coyotes que llenaban la noche. Fue Nacha la que lo vio llegar y le abrió la ventana.
— ¡Señora!... ¡Ya llegó por usted... — le susurró en una voz tan baja que sólo Laura pudo oírla.
Después, cuando ya Laura se había ido para siempre con él, Nachita limpió la sangre de la ventana y espantó a los coyotes, que entraron en un siglo que acababa de gastarse en ese instante. Nacha miró con ojos viejísimos, para ver si estaba todo en orden: lavó la taza de café, tiró al bote de la basura las colillas manchadas de rojo de labios, guardó la cafetera en la alacena y apagó la luz.
— Yo digo que la señora Laurita, no era de este tiempo, ni era para el señor — dijo en la mañana cuando le llevó el desayuno a la señora Margarita.
— Ya no me hallo en la casa de los Aldama. Voy a buscarme otro destino, le confió a Josefina. — Y en un descuido de la recamarera, Nacha se fue hasta sin cobrar su sueldo.

(La semana de colores)




ELENA GARRO

Hizo estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional dePuebla, 11 de diciembre de 1920
México. Fue coreógrafa en el Teatro de la Universidad que dirigió Julio Bracho. En 1954 empezó a trabajar en el cine como escritora de asuntos cinematográficos. Ha vivido muchos años en el extranjero, especialmente en Francia y los Estados Unidos y en varios países de Iberoamérica. Su novela Los recuerdos del porvenir (Premio Villaurrutia, 1963), ha tenido amplia difusión y buena crítica. Ha colaborado en revistas y suplementos literarios como revista Universidad de México, "México en la Cultura" del diario Novedades, La Palabra y el Hombre de la Universidad Veracruzana, principalmente.
Elena garro se dio a conocer como dramaturga en 1957. Su hondo sentido de originalidad dramática y sensibilidad poética se inclina hacia la parábola y el surrealismo, características que enontramos en su volumen de cuentos, La semana de colores (1964), donde hace gala de un lenguaje poético y eficaz. La reaidad vuelve a ser mágica; en su mundo todo es posible ahora por obra y magia de la imaginación y todo verosímil por ser el resultado de una profunda comprensión de la realidad. Sus relatos viven y palpitan envueltos enuna suave ternura.