viernes, 12 de febrero de 2010
Saint-John Perse: Historiador de las lluvias- José Lezama Lima
La lluvia, en el poema de Saint-John Perse, para contemplarlo pronto en sus dominios, estrella de mar, medusa en el oído, acordeón líquido, poema, la lluvia es como la prueba acompañante de los reinos. Parece como si cada suerte de imantación tuviese, no sólo la comprobación de las lluvias, sino como si fuesen a engendrar una descendencia titánica. La lluvia es como una piel, una sustancia para provocar una evaporación, un ámbar de embriagadora rotación. Muy pronto, la lluvia se vuelve incesante, aunque se vuelque apenas en un instante del martillo; destruye hasta las fundamentaciones más placenteras, siendo lo opuesto de la sierpe engullidora del fuego. Hace pareja con la tierra, y parece que la sopla. Taladra las resistencias mejor organizadas de la lámina, comienza como una caricia como si se trocase en pequeños espejos reproductores, hasta el final de una galería, donde la gota cuenta el tiempo, en la agazapada eternidad de las grutas.
Como una gema se enrosca el leopardo, par oír gotear. Percibimos que el árbol Banyan es el centro del salón encerado de la naturaleza, una varilla de equilibrista japonés, con la que se toca el cielo, se asciende en el sueño y se desciende al oír el crecimiento de las raíces en el mundo sumergido. Para un fruto que se prepara, recibir la oportunidad de la lluvia aspirada es como ir a la ópera, recibir el bautizo, las primeras consagraciones del amor, las despedidas. Y entonces, sin oírse, aprovechándose el silencio de la medianoche, se desprende. La tierra húmeda favorece que no sangre la corteza de ese guante. Se pasa del rocío de la medianoche, que ablanda una carne que se brinda, a las lluvias más feroces, que traen el olvido y los nacimientos, la iniciación o la muerte.
Entre las arañas acorraladas la lluvia salta: el reverso del sueño sobre la tierra. No parte de lo inmediato de la realidad apresable, visible, enjaulado, sino del sueño a la realidad, con igual pasión enloquecedora de precisión. Si se parte de la realidad, se llega a lo anárquico pintarrajeado, el halo que sale del sueño vuelve a ovillarse con algodonosos diseños, en los que cae la falsedad del cuerpo, que deja huellas, que ya no se confunde, que avanza hacia la identidad de un cuco de balada escocesa. El reverso del sueño no es la realidad, pues lo reminiscente puede hundirse, recibir en pleno rostro un golpe de remo, saltar en peces fragmentarios, pero si termina su aventura imbricada, adquiere proporciones que vuelan, ritmo de gorgona en el aire que se contrae. El espejo de una sopa de cazón es una médula que devuelve al mundo, pues contar y recordar el número de los peldaños cuando descendemos forma la misma gelatina que resguarda y que precisa, que separa el objeto de nuestros rigores malintencionados, pero que al mismo tiempo recoge avaramente las huellas de nuestra llegada a las hojas, cuando el resto del árbol cabecea en la oscuridad.
Jenofonte, en el desarrollo temático más fascinante para Sain John Perse, recuerda cómo en la batalla donde muere Ciro y donde los griegos son derrotados, se creyó que Ciro vivía y que los griegos habían ganado la batalla. Al anunciar los persas la victoria, les dice a los griegos, “aunque se dejen matar, la inmensa muchedumbre de las tropas vencedoras, ya ustedes no lo pueden hacer”. Dentro del sueño, perder la facultad de matar. Después, los persas les piden tregua a los vencidos. En el ejército griego, todo era ensoñación al avanzar, precisiones desesperadas al retroceder. Parece como si los griegos para creer su derrota, obligaran a los persas a decapitar a Ciro y a cortarle la mano derecha, es decir a darle muerte sobre muerte, a borrar los retrocesos del hilo hacia sus carretes de oro. Y al final de las batallas, las memorables desnudeces germinativas, con los cabellos corriendo desde las colinas hasta el mar, luego del mar hasta el ara. Hacia el mar en flechero golpe. Hacia el ara, con pasos ceremoniosos, en el humeo de los sacrificios.
Detalles innumerables, fibrillas que movilizan sus pedúnculos para alcanzar esa elaboración de la poesía, que los cuerpos orgánicos expanden o rezuman con una invisible reabsorción de lo visible, también los metales y las piedras forman sus compuertas para enredar o aturdir. Desaparecidas esas movilizaciones, esos pedúnculos, esas reabsorciones, la poesía ocupa esos lugares con vigorosas precisiones, con reinos afianzados en nuevos contornos de resistencia metálica. Es la presencia que desaparece y la ausencia que acude a los primeros planos del poliedro. Pero esta ausencia tiene más dureza que aquella presencia, y el recuerdo de los caballos de Jenofonte se enorgullece hasta quererle dictar pautas a la soberanía, a la conducta moral, de la colina al mar, del mar hasta sacrificar en alabanza del prodigio en la costumbre.
Ausencia en acecho, pues muy pronto la poesía prefiere una batalla en la medianoche debajo del río, interviene en un remolino, saluda al flautista en el mercado, conserva el metal por donde transcurrió un rostro, y que ahora quiere volver a penetrar en esas aguas, pero que un hilo elaborado por el azar concurrente de la poesía decapita en leyes burladas y silenciosas.
La poesía prefiere ser la configuración del azar concurrente. Tiene ojos para precisar esas fuerzas movilizadas para acudir a esos instantes en que se desmonta la caballería, y después percibe por un oído secreto su interminable desfile. Desde el punto de vista de la imaginación, Dios gana siempre la partida. En las teofanías, en las conversaciones con Dios, en el mundo del primer testamento, a las preguntas de Job contesta con otras preguntas. ¿Por qué llueve en el desierto? Si le preguntamos a Dios, nos preguntará a su vez y ya estaremos perdidos. Si preguntamos por ese azar concurrente, Dios nos preguntará a nosotros por ese remolino en que participamos, pues sólo nos corresponde la aproximación a sus leyes dictadas por su imaginación. Todo azar es en realidad concurrente, está regido por la voracidad del sentido. Las etapas de sus metamorfosis se muestran deshilachadas en su propia identidad. ¿Por qué al mismo tiempo que decapitan a Ciro según el relato de Jenofonte, le cortan la mano derecha? Porque hay que oponer a la imagen del ejército vencido, que se cree victorioso, la imagen de la muerte sobre la muerte. Había tal vez el temor a la imagen de que el decapitado pelease. No había que verlo tan sólo muerto, sino también sin la mano derecha, es decir, sin la espada. Un bulto cualquiera a caballo, en el maullido de la noche de bronce, puede enarcar un ejército que oye los relinchos debajo del río, el color del camello en su piel agujereada. Colgados del árbol de la metáfora, los frutos golpean la frente de la caballería, la magulladura de los pífanos doblados en la punta como los zapatos.
En sus arremetidas contra la ciudad la lluvia se une con la ceniza, con la piedra, con e fuego exudado. Se une con la voluptuosidad y la furia. Saint-John Perse elabora un himno donde detalla las alianzas de la lluvia, donde al ponerse en busca de una ensoñación tan precisa como dueña de dueña de su propia energía primera, consigue, ya en una dimensión horizontal, de tierra conocida al fuego, trocar la lluvia en un aceite hirviendo, donde se conmemora de nuevo el sacramento del árbol. La penetración, primero. Después, la retirada, pues el hombre necesita conocer y reconocer, poner la mano en la lejanía. Penetrar y retirarse. Saber que en las comprobaciones de una retirada hacen falta diez mil hombres, para reconocer y para alejar.
Enero y 1961
Las eras imaginarias- José Lezama Lima
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