lunes, 17 de mayo de 2010

Una mujer silenciosa- Paulina Movsichoff




A veces el recuerdo aturde. Es lo que le sucedía a Juan Carlos en los últimos meses, cuando pensaba que la pena por la muerte de Elvira, su mujer, estaba ya superada y había creído poder continuar solo, sin otra compañía que la de los libros y la música. Ahora caía en la cuenta de su ingenuidad, ya que después de casi un año en que la imagen de ella fuera apenas una mordedura en los ratos perdidos, una difusa tristeza en alguno que otro atardecer, la memoria volvía a torturarlo. Sus amigos más cercanos, que lo advirtieron, se confabularon para invitarlo a sus casas, para presentarle amigas solteras o separadas. Juan Carlos rehusaba sistemáticamente estas invitaciones y, en cuanto a trabar relación con otra mujer, aseguraba que nadie podría nunca reemplazar a Elvira. De modo que, casi insensiblemente, se fue encontrando cada vez más solo. Él siguió su vida rutinaria de abogado, trabajando en el estudio algunas horas del día para luego correr a refugiarse en su casona de Palermo Viejo. Luego de servirse un whisky, cerraba las persianas del escritorio y se arrellanaba en el mullido sillón de cuero para escuchar interminablemente el Requiem de Mozart o la Pasión según San Mateo de Bach. En ciertos momentos el recuerdo de Elvira adquiría tal intensidad que no podía evitar que los sollozos lo anegaran. Volvía a ver entonces su pelo rubio, cortado casi al rape, los ojos castaños que tanto besara en sus noches de amor. Esas noches no fueron tantas, sin embargo. Elvira murió de cáncer tres meses después de que se casaran. Juan Carlos trataba de no pensar en el hijo que quisieron tener y que nunca llegó, en la risa de Elvira sacudiéndose el pelo mojado sobre el torso desnudo luego de salir del baño. Él acostumbraba a esperarla en la cama, tendiendo ya sus brazos para recibirla entre risas y diciéndole las mil tonterías propias de los enamorados a las que ella respondía con una eterna sonrisa en su rostro infantil.

El paquete llegó aquella tarde, antes de que regresara del estudio. Apenas entró en la casa tropezó con él. Lo habían dejado en el sillón del hall de entrada, al lado de la consola. Manuela, la mujer que lo servía desde algunos años atrás, no supo informarle su procedencia. “Lo trajo un muchacho”, respondió a sus preguntas. “Aseguró que era regalo de un amigo”. Cuando terminó de arrancar el papel y levantó la tapa de la enorme caja, se quedó paralizado de asombro. Enfundada en su vestido de seda negra, la muñeca lo miraba con aquella sonrisa infantil que últimamente lo persiguiera en sus recuerdos.
Seguramente alguien se propuso gastarle una broma pesada, ya que esa muñeca de material sintético era una réplica exacta de Elvira. Se sirvió apresuradamente una medida de whisky y la sentó frente a él, contemplándola con una mezcla de aprensión y curiosidad. Esa noche le fue imposible dormir. Una fuerza irresistible lo impulsaba a levantarse y caminar hasta el sillón del escritorio, en donde Elvira seguía sonriendo con sus labios de un rosa pálido mientras sus manos reposaban plácidamente sobre los pliegues del vestido.

Poco a poco fue atreviéndose a mirarla, a descubrir sus perfecciones. La boca, las fosas nasales, los pómulos reproducían con exactitud los rasgos humanos. El pelo, de un rubio quizá más cobrizo que el de Elvira, le caía sobre los hombros desnudos, de una blancura casi mórbida. A la mañana siguiente su secretaria se alarmó de sus ojeras, de esa mirada ausente que delataba una profunda turbación. “Tendré que llevarlo a bailar por la fuerza”, le dijo dejando de lado ya las insinuaciones. Juan Carlos no respondió. Alguna vez había pensado que no estaría mal estrechar aquella cintura, acariciar las piernas que la minifalda dejaba al descubierto. Pero todo no pasó de un vago anhelo. Ahora los coqueteos de Estela caían en saco roto, pues él no veía las horas de volver a su casa a reunirse con Elvira. Cada tarde encontraba en ella nuevas maravillas: las venas apenas visibles a través de la piel, la temperatura de su cuerpo, en nada diferente a la del cuerpo humano. Sólo después de varias noches de muda contemplación se atrevió a tocarla. Primero su mano se detuvo en la mejilla. Luego la fue bajando lentamente por la garganta, se demoró apenas en los pechos, redondos y plenos, en el pezón que, vaya a saber por cuál secreto mecanismo, se endureció al contacto. Entonces ya no pudo contenerse y llegó hasta las piernas, enfundadas en medias de nylon color carne, corrió hasta los muslos en busca de los broches del portaligas. Cuando los soltó, su mirada se detuvo largamente en el espacio que descubrían. Una necesidad imperiosa lo llevó a ascender hasta el pubis. El vello fino y rojizo lo tapaba apenas. Sintió entonces que su sangre ardía, que deseaba locamente a aquella mujer que era y no era Elvira y que parecía esperarlo con una pasividad lánguida y oscura. Sus dedos abrieron la vulva. Al principio tuvo la impresión de tocar una flor exótica. Pero luego fue distinguiendo el borde de los labios, la hendidura del centro. Se agachó sobre aquéllos y los besó. Un líquido tenue le inundó la boca y comprobó que tenía gusto a ambrosía, como el sexo de Elvira. Se apartó de ella horrorizado. “Qué es esto”, pensó; “me estoy enloqueciendo por una muñeca”. Sin embargo, el ardor de su sangre no cesaba. Entre las sábanas daba una y otra vuelta, tratando en vano de apaciguar ese hormigueo que le impregnaba la sangre y nublaba su mente. Fue hasta el escritorio y, rodeándola con ambos brazos, la transportó a la cama. Allí, mientras la mantenía estrechamente abrazada, sintió un imperioso deseo de penetrarla. Se estremeció, inclinándose para acariciar su vientre. Era suave y flexible, como el de una mujer viva. La muñeca yacía extendida, las piernas ligeramente separadas y los brazos caídos a los costados. Él los tomó suavemente y los colocó alrededor de su espalda mientras su miembro erecto se hundía.

Juan Carlos no cejaba en su delirio. Se volvió cada vez más hosco, sus costumbres se hicieron más y más estrafalarias. Dionisio pasó una de aquellas mañanas por el estudio. Había sido su mejor amigo en otras épocas, también su confidente y se propuso averiguar la causa de tan prolongado ostracismo. Le costó reconocer a Juan Carlos en ese rostro espectral que lo miraba como desde una región lejana, inaccesible a los demás mortales. Pero no pudo sacarle una palabra.
Todas las tardes el rito continuaba. El vaso de whisky, Mozart llenando el ámbito y Elvira, echada como siempre en aquel chaise longue de terciopelo azul que perteneciera a su madre y que él colocó enfrente de su sillón para contemplarla más a gusto. Después de la frugal cena que Manuela le servía, alzaba a la muñeca entre sus brazos y la llevaba hasta la cama. Con un rápido gesto abría el cierre y el vestido caía, dejando al descubierto la plenitud de su desnudez. A veces llenaba la bañadera y se sumergía con ella en el agua tibia perfumada de sales. Entonces le acariciaba los senos, observaba cómo sus pies sobresalían cubiertos por pequeñas burbujas cristalinas, palpaba la tenue curva del vientre, que parecía elevarse y deprimirse, como si respirara. Luego la secaba y, cuando la ponía encima de su cuerpo desnudo, se estremecía de gozo con los hilos de agua que caían de su pelo mojado, iguales a los que Elvira traía de su baño.

Aquel jueves regresó más temprano que de costumbre y entró directamente al escritorio. No se acordaba exactamente en qué posición había dejado a Elvira la noche anterior, pero le pareció que no era como la veía ahora, las piernas cruzadas y las manos descansando sobre los brazos de la silla. “Manuela debe haberla movido la limpiar”, pensó. Esa noche, mientras la desvestía, experimentó la súbita impresión de que su cintura se había ensanchado. Se tocó la frente y trató de reírse. “Estoy obsesionado”, se dijo. Sin embargo no podía dejar de sentir que esa muñeca era una mujer viva, una silenciosa y amada mujer viva. Al día siguiente, cuando llegó a su casa, encontró a Elvira de costado en el chaise longue, el cuerpo y la cara mirando hacia la pared. Al darla vuelta, le pareció que en sus ojos había un brillo extraño, como si hubiera llorado. Pasó la mano por su vientre y lo sintió más pleno que nunca. Comprobó, no sin espanto, que algo se movía en su interior.

Dionisio llegó temprano, alertado por Manuela. La voz de ella había sonado en el teléfono ansiosa y desesperada. Le dijo algo relacionado con la señora Elvira, que él no alcanzó a entender. Manuela lo invitó a pasar, luego de recomendarle que no hiciera ruido. El señor le había prohibido últimamente entrar al escritorio. A ella o a cualquier otra persona. Estaba encerrado allí, le contó, rehusando todo tipo de alimentos y sordo a las súplicas de Manuela a través de la puerta herméticamente cerrada. Mientras hablaba, Manuela se llevó el delantal a los ojos.
Al principio, la penumbra le impidió distinguir con claridad. Poco a poco se fue acostumbrando y pudo ver entonces los ojos desorbitados de Juan Carlos fijos en la muñeca, cuyas manos descansaban sobre un vientre definitivamente abultado por el embarazo.

Una mujer silenciosa- Torres Agüero Editor

2 comentarios:

  1. ¡Paulina! Y ahora ¿cómo me duermo, después de este cuento hermoso e inquietante?

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  2. Gracias, Caterina. Ojalá duermas y que tus sueños te dicten hermosas historias. Gracias. Paulina

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