La mujer que al amor no se asoma
no merece llamarse mujer. ………….
Una mujer debe ser
soñadora, coqueta y ardiente.
Debe darse al amor
con frenético ardor para ser
una mujer.
Así reza una conocida canción popular. Y, desde el nacimiento hasta su muerte, a través de lecturas, publicidad y, sobre todas las cosas, educación, la mujer se encontrará inmersa en una cultura en donde, para ella, el amor hacia el hombre será el supremo valor, la suprema realización. Veamos qué opina Schopenhauer, en su conocida obra: El amor, las mujeres y la muerte: “Como las mujeres únicamente han sido creadas para la propagación de la especie, y toda su vocación se encuentra en ese punto, viven más para la especie que para los individuos y toman más a pecho los intereses de la especie que los intereses de los individuos. Eso es lo que da a todo su ser y su conducta cierta ligereza y miras opuestas a las del hombre”. Escuchemos también a Nietzche, filósofo que dedicó su vida a construir una teoría que convirtiera al hombre en super-hombre. En la sección titulada “De las mujeres viejas y las mujeres jóvenes” afirma: “La felicidad del hombre dice: yo quiero. La felicidad de la mujer dice: él quiere (… ) Enredarse en la cuestión de fondo “hombre-mujer”, negar con este fin el antagonismo abismal y la necesidad de una tensión eternamente hostil, soñar quizás con iguales derechos, una educación igual, exigencias y deberes iguales: todo esto es indicio de una mente superficial…El hombre debe ser creado para la guerra y la mujer para el reposo del guerrrero: todo lo demás es una tontería”. Esta imagen de la mujer alimentó los más antiguos mitos, se dibujó en textos sagrados como La Biblia y El Corán, permaneció idéntica en la ciencia y en la filosofía. Coro de voces que la cargó de culpas, afirmó la superioridad natural del hombre y justificó es “antagonismo abismal”, esa “tensión eternamente hostil” de que nos hablaba Nietzche. Tensión y antagonismo que impidieron una verdadera unión de los sexos y justificaron el confinamiento de la mujer entre las sacrosantas paredes del hogar:
Me enseñaron las cosas equivocadamente los que enseñan las cosas:
los padres, el maestro, el sacerdote, pues me dijeron: tienes que ser buena.
Basta ser bueno. Al bueno se le da un dulce,
una medalla, todo el amor, el cielo.
Así dice la escritora Castellanos en ese libro que se llama precisamente Poesía no eres tú. Bondad, belleza, paciencia, castidad, prudencia, fueron las virtudes femeninas “por excelencia” que, a lo largo de los siglos se establecieron para apartar a las mujeres de la historia y ponerlas al servicio de la especie. “Si hubo un tiempo en que la mujer era igual – afirma Franca Basaglia – ésta es una igualdad que la historia borró. Son los mitos que hablan de una mujer firme, amazona, guerrera o diosa de los meses. Pero – continúa –no se puede mirar la historia y proyectar los problemas que nos incumben hoy”. Lo cierto es que la historia, la realidad, fueron el gran río a cuyas orillas permaneció la mujer, con su raíz nutrida por los jugos de esa tierra a la cual se la asimiló ancestralmente para sumirla en la pasividad. El hombre, entonces, era el gran viento que movía y desordenaba sus ramas o la dejaba en la calma y el sopor de esas tierras baldías, cinturón de castidad mediante, de ese lugar no lugar que en Nahuatl se denomina Nepantla, término que utilizaron los indígenas para caracterizar su marginación . Desconocida para el hombre, sin voz y sin palabra, la mujer permaneció principalmente una desconocida para sí misma. Y aquellas que quisieron indagar acerca de su existencia corporal o conferirle un sentido a sus vidas fueron llamadas brujas y quemadas en las hogueras o castigadas con las armas más sutiles, pero no menos sutiles, de la censura implícita y la culpa. Sin otro espacio que la seducción, el amor, la dedicación a quien la hacía existir, la mujer fue algo lejano, distinto, extraño. Y esto creó esa patología, esa erosión en la cultura, para usar los términos de Franca Basaglia, producto de una mujer amputada, incapaz, inadaptada. Es oportuno preguntarse entonces desde dónde, desde qué recóndito lugar de su persona puede ella relacionarse con el hombre y construir ese intercambio vital de pares, de iguales, como el que soñara Rilke y prefigurara Fourier en su Nuevo mundo amoroso. ¿Cómo llegar a ese amor hacia el otro sexo, ese amor fundante del ser en el que dos libertades se complementan? ¿Cómo construir una relación en donde Ulises y Penélope se ayuden y se alternen en cuidar de Itaca y también en alejarse de ella para explorar las maravillas del mundo? Esto es algo para la cual las mujeres no tenemos aún una respuesta cierta. “El no gritado que la mujer, seguido, contradice con los hechos por amor o por vileza es la utopía de una relación que por ahora sólo se da en el conflicto”, afirma también Basaglia. La mujer, fatigada por la denuncia, por el desenmascaramiento, no ha podido aún llegar, salvo en ocasiones excepcionales, a construir una unión recíproca, un vínculo complejo y esclarecedor con el sexo opuesto. En su artículo “El amor es una trampa, una crítica feminista del amor heterosexual”, Marta lamas reflexiona sobre la pobreza de material feminista con respecto a este tema. “La cantidad de publicaciones, tanto de artículos como de libros, que han abordado la experiencia lesbiana (desde los testimonios y la creación literaria hasta lo sociológico) dice, es impresionante. Tal avalancha no ha tenido su contraparte heterosexual”. Desde que las mujeres comenzamos a indagar sobre nosotras mismas, a preguntarnos por el sentido de nuestro quehacer en la vida se nos presentó, con una claridad estremecedora, el estrecho vínculo entre amor y sumisión, entre dependencia y opresión. Hoy, sin embargo, la situación de la mujer no es exactamente aquella que nuestras antepasadas feministas luchaban por cambiar. Para la mayoría de nosotras ser las sacerdotisas que mantienen perennemente encendido el fuego sagrado del amor familiar resulta pobre en comparación con lo que hemos alcanzado a entrever del mundo. Y nuestras energías se han concentrado, como nunca antes, en examinarnos, en llegar a ese núcleo inicial de nuestro ser desde donde irradian nuestros ímpetus y a partir del cual la aventura de la vida puede ser reconstruida. En ese lugar en donde late, poderoso y desoído, el puro aliento del deseo. “Los hombres no tienen instintos fijos como los animales”, decía Fourier. Y nosotras diremos: tampoco las mujeres. Debemos inventarnos fines, metas, objetivos. Hasta hace muy poco ha sido el ser humano masculino el único detentador del privilegio de hacerlo. Únicamente él pudo soñar, ejecutar, crear. A la mujer se la dejó vacía de necesidades y anhelos, por lo que volcó todo su yo, todo su angustioso afán de ser en la relación amorosa. “La vocación del macho es la acción – observaba Simone de Beauvoir -; necesita combatir, crear, progresar, trascender hacia la totalidad del universo y la infinitud del porvenir, pero el matrimonio tradicional no invita a la mujer a trascender con él, sino que la confina en la inmanencia”. Esta negación de sí, de sus valores como persona autónoma fue lo que hizo de ella una esclava. Y lo que dio al hombre la posibilidad de definir él y sólo él los términos de la relación. El único objetivo que se brindó a la mujer, hasta no hace mucho tiempo, fue el ingreso al matrimonio. “La mayor parte de las mujeres, aun hoy en día, está casada, lo estuvo, se prepara para ello o sufre por no serlo”, apunta también la autora de El segundo sexo. Pero esta dependencia se volvió contra el mismo que la creó. El amor se transforma, a menudo, en una pesada amarra del cual el hombre no sabe, no puede evadirse. Pues esa abnegación que la mujer le ofrece lo fatiga, lo esclaviza a su vez. Ya sabemos que no existirá verdadera libertad mientra uno de los dos polos de la relación no se haya liberado. Hoy la mujer, sin embargo, ha roto los viejos patrones. Está ya en el mundo y su voz, su palabra, ha comenzado a escucharse. Palabra torpe a veces, con estridencia e inseguridades, pero palabra al fin. Tal vez ella se equivoque y acepte equivocarse. En ese largo camino irá adquiriendo libertades y derechos que hasta ahora le fueron negados. “¿Acaso la mujer no tiene también derecho – repregunta Rosario Ferré – al amor profano, al amor pasajero, incluso al amor endemoniado, a la pasión por la pasión misma?” Y, al igual que Fourier, elaborará un Nuevo mundo amoroso que ya no será una utopía, lugar fuera del tiempo y del espacio, sino que, junto al hombre, podrá plantar la semilla de un porvenir en que la imaginación y la realidad se den la mano. Porque, retomando las palabras de Bacon: “Es necesario rehacer al ser humano, olvidar lo que se ha aprendido”. La tarea ya ha comenzado.
Leído en las Jornada de la Mujer en CEHASS (Centro de Estudios históricos, antropólogicos y sociales sudamericanos), en noviembre de 1989.
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