viernes, 30 de noviembre de 2012

Vagabundeo de la raíz- Paulina Movsichoff





Tal vez la génesis de mi novela sobre Rosario sea aquella imagen que aún guardo nítida, en mi “Arca de la memoria”. La de aquella mujer anciana de tez cobriza, de pelo negro y larga tranza atravesando su cabeza, como una corona, Gloria Yanquetruz que, de tarde en tarde, tocaba a la puerta de mi casa provinciana, allá en San Luis. Mamá la convidaba a pasar y se sentaban a conversar bajo la sombra acogedora de la higuera.  “Saluden a Gloria”, decía mamá. Y cuando se iba, nos contaba que ella era una princesa. Ante mi  empecinada incredulidad de que una princesa pidiera limosna (mamá le daba prendas nuestras que ya no usaríamos) ella me contestaba: “Es la hija del Cacique Yanquetruz. Ellos eran dueños de esta tierra y los blancos se la quitamos.”
  Correrían algunos años hasta llegar a la Facultad de Letras, la carrera que elegí. En la cátedra de Literatura Latinoamericana, debí leer El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría. Causó en mí una impresión también imborrable. América y sus habitantes originarios me golpearon en toda la crudeza de de su crucifixión. Luego vendrían Arguedas y Los ríos Profundos, Miguel Ángel Asturias y tantos otros que me dieron a comprender que allí, con esos seres despojados y exterminados sin piedad, estaban también mis raíces. Mis corazón no lograría apartarse de esta nueva certeza.
  Los caminos del exilio me llevaron luego a Ecuador y México.  De pronto me vi inmersa en esa América Profunda. Contemplaba con azoro a los indios sigilosos, descalzos, encorvados bajo imposibles cargas adheridas a la espalda por una correa que les atravesaba la frente y continuaba hasta sostener aquellos enigmáticos bultos, En México sucedió lo mismo. Esos hombres y mueres pululaban por todas partes, en las aceras (banquetas, como les dicen allá), en los mercados, sentadas las mujeres con sus críos en cualquier esquina. En cualquier calle de esa ciudad atestada de autos en las cuales los peatones brillaban por su ausencia, porque todos tenían “carro”, ese mágico invento de los nuevos tiempos. Ellos, los dueños, eran extranjeros y desposeídos en su propia tierra. Y desde mi extrañamiento, desde mi propio destierro, sentí que una gran injusticia dominaba el mundo en que vivía, desarraigada, no sabía hasta cuándo, de la tierra que me viera nacer. Comencé entonces mi primera novela, Fuegos encontrados. Transcurre en el siglo XIX cuando comienza la Campaña al “Desierto”, como se la llamó. Casiana, la joven ranquel arrancada de los suyos para servir en casa de los blancos, es uno de los personajes más vivos, creo, en toda mi narrativa. La novela obtuvo el Premio “Juan Rulfo” para Primera Novela, otorgado por el Instituto Nacional de Bellas Artes. Y fue para mí más importante que sacarme el premio Nóbel. En adelante mi nombre estaría unido para siempre al de aquel otro grande entre los humildes, a aquel Juan Rulfo que conocí en el Instituto Nacional Indigenista, donde trabajaba mi entonces marido, el antropólogo Adolfo Colombres. En ese Instituto, algunos años antes, trabajó Rosario llevando el teatro Petul a sus hermanos lacandones. Un día, a través de aquél, llegó a mis manos una novela. Se llamaba Oficio de tinieblas y su autora, Rosario Castellanos era desconocida hasta entonces para mí. “Ella es precursora del boom y pionera del feminismo en México” me informó. Desde entonces no me abandonaría. Me adentré en sus novelas, sus cuentos, sus poemas, sus ensayos unida a ella por esa vibración emotiva que nos despiertan las obras que hablan la lengua de nuestra alma. A nuestro regreso, imantada aún por aquella experiencia y por aquella lectura, escribí, en el Instituto de Literatura Ibeoramericana donde investigaba, mi trabajo: “Rosario Castellanos o las osadías de la lucidez. Un análisis de la mujer en su novela Oficio de tinieblas”.  
  En casi toda su obra ella denuncia la opresión de su pueblo, los lacandones de Chiapas. Vivió con lucidez implacable su doble condición de mujer y mexicana e hizo de esta conciencia, como dice José Emilio Pacheco, la materia misma de su obra, la línea central de su trabajo. Naturalmente no supimos leerla, termina Pacheco. Sin embargo, Rosario no se detiene en los aborígenes. sino que se identifica con las otras mujeres, sean iletradas, indígenas y blancas, solteras, casadas, mostrando en todo momento esas vidas  ceñidas por una serie de elementos que la colocan en un lugar de objeto. Nos deja una clara preocupación de la identidad femenina, del ser mujer en todos los ámbitos de su  creación. Tanto en su obra literaria como en su vida, Castellanos se esforzó por buscar otro modo de ser Lo expresó bellamente en su “Meditación en el umbral”: 

No, no es la solución
tirarse bajo un tren como la Ana de Tolstoi
ni apurar el arsénico de Madame Bovary
ni aguardar en los páramos de Ávila la visita
del ángel con venablo
antes de liarse el manto a la cabeza
y comenzar a actuar.

Ni concluir las leyes geométricas, contando
las vigas de la celda de castigo
como lo hizo Sor Juana. No es la solución
escribir, mientras llegan las visitas,
en la sala de estar de la familia Austen
ni encerrarse en el ático de la Nueva Inglaterra
y soñar, con la Biblia de los Dickinson
debajo de una almohada de soltera.
....
Otro modo de ser humano y libre.

Otro modo de ser.

           
 Por último quiero agregar que tal vez no sea casualidad que esta sala donde la presentamos lleve el nombre de Augusto Raúl Cortazar, uno de los folklorólogos más  reconocidos de nuestro país, de quien tuve el honor de ser su alumna. Con su esposa, la profesora Celina Sabor de Cortazar realicé un curso de postgrado: “La poesía de Quevedo”. Y a la sombra de este poeta quiero nombrar otro de los tópicos que me impresionaron de esta escritora. La de su corazón perennemente enamorado e insatisfecho, amor que la predispuso tal vez a la muerte. Porque en aquellos poemas de ese genio de nuestro idioma, siempre resuena en mí uno de sus sonetos más emblemáticos. El que se titula: “Amor más poderoso que la muerte”, aquel que termina diciendo: “Polvo seré, mas polvo enamorado”. 


Palabras pronunciadas por mí ayer en la presentación de mi novela "El arca de la memoria", que tuvo lugar en la sala Cortazar de la Biblioteca Nacional.



No hay comentarios:

Publicar un comentario