Tal vez la génesis de mi novela sobre Rosario sea
aquella imagen que aún guardo nítida, en mi “Arca de la memoria”. La de aquella
mujer anciana de tez cobriza, de pelo negro y larga tranza atravesando su
cabeza, como una corona, Gloria Yanquetruz que, de tarde en tarde, tocaba a la
puerta de mi casa provinciana, allá en San Luis. Mamá la convidaba a pasar y se
sentaban a conversar bajo la sombra acogedora de la higuera. “Saluden a Gloria”, decía mamá. Y cuando se
iba, nos contaba que ella era una princesa. Ante mi empecinada incredulidad de que una princesa
pidiera limosna (mamá le daba prendas nuestras que ya no usaríamos) ella me
contestaba: “Es la hija del Cacique Yanquetruz. Ellos eran dueños de esta
tierra y los blancos se la quitamos.”
Correrían
algunos años hasta llegar a la Facultad de Letras, la carrera que elegí. En la
cátedra de Literatura Latinoamericana, debí leer El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría. Causó en mí una
impresión también imborrable. América y sus habitantes originarios me golpearon
en toda la crudeza de de su crucifixión. Luego vendrían Arguedas y Los ríos Profundos, Miguel Ángel
Asturias y tantos otros que me dieron a comprender que allí, con esos seres
despojados y exterminados sin piedad, estaban también mis raíces. Mis corazón
no lograría apartarse de esta nueva certeza.
Los caminos
del exilio me llevaron luego a Ecuador y México. De pronto me vi inmersa en esa América
Profunda. Contemplaba con azoro a los indios sigilosos, descalzos, encorvados
bajo imposibles cargas adheridas a la espalda por una correa que les atravesaba
la frente y continuaba hasta sostener aquellos enigmáticos bultos, En México
sucedió lo mismo. Esos hombres y mueres pululaban por todas partes, en las
aceras (banquetas, como les dicen allá), en los mercados, sentadas las mujeres
con sus críos en cualquier esquina. En cualquier calle de esa ciudad atestada
de autos en las cuales los peatones brillaban por su ausencia, porque todos
tenían “carro”, ese mágico invento de los nuevos tiempos. Ellos, los dueños,
eran extranjeros y desposeídos en su propia tierra. Y desde mi extrañamiento,
desde mi propio destierro, sentí que una gran injusticia dominaba el mundo en
que vivía, desarraigada, no sabía hasta cuándo, de la tierra que me viera
nacer. Comencé entonces mi primera novela, Fuegos
encontrados. Transcurre en el siglo XIX cuando comienza la Campaña al
“Desierto”, como se la llamó. Casiana, la joven ranquel arrancada de los suyos
para servir en casa de los blancos, es uno de los personajes más vivos, creo,
en toda mi narrativa. La novela obtuvo el Premio “Juan Rulfo” para Primera
Novela, otorgado por el Instituto Nacional de Bellas Artes. Y fue para mí más
importante que sacarme el premio Nóbel. En adelante mi nombre estaría unido para
siempre al de aquel otro grande entre los humildes, a aquel Juan Rulfo que
conocí en el Instituto Nacional Indigenista, donde trabajaba mi entonces
marido, el antropólogo Adolfo Colombres. En ese Instituto, algunos años antes,
trabajó Rosario llevando el teatro Petul a sus hermanos lacandones. Un día, a
través de aquél, llegó a mis manos una novela. Se llamaba Oficio de tinieblas y su autora, Rosario Castellanos era desconocida
hasta entonces para mí. “Ella es precursora del boom y pionera del feminismo en
México” me informó. Desde entonces no me abandonaría. Me adentré en sus
novelas, sus cuentos, sus poemas, sus ensayos unida a ella por esa vibración
emotiva que nos despiertan las obras que hablan la lengua de nuestra alma. A
nuestro regreso, imantada aún por aquella experiencia y por aquella lectura,
escribí, en el Instituto de Literatura Ibeoramericana donde investigaba, mi
trabajo: “Rosario Castellanos o las osadías de la lucidez. Un análisis de la
mujer en su novela Oficio de tinieblas”.
En casi toda su obra ella denuncia la opresión
de su pueblo, los lacandones de Chiapas. Vivió con lucidez implacable su doble
condición de mujer y mexicana e hizo de esta conciencia, como dice José Emilio
Pacheco, la materia misma de su obra, la línea central de su trabajo.
Naturalmente no supimos leerla, termina Pacheco. Sin embargo, Rosario no se
detiene en los aborígenes. sino que se identifica con las otras mujeres, sean
iletradas, indígenas y blancas, solteras, casadas, mostrando en todo momento
esas vidas ceñidas por una serie de elementos
que la colocan en un lugar de objeto. Nos deja una clara preocupación de la
identidad femenina, del ser mujer en todos los ámbitos de su creación. Tanto en su obra literaria como en
su vida, Castellanos se esforzó por buscar otro modo de ser Lo expresó
bellamente en su “Meditación en el umbral”:
No, no es la solución
tirarse bajo un tren como la Ana de Tolstoi
ni apurar el arsénico de Madame Bovary
ni aguardar en los páramos de Ávila la visita
del ángel con venablo
antes de liarse el manto a la cabeza
y comenzar a actuar.
Ni concluir las leyes geométricas, contando
las vigas de la celda de castigo
como lo hizo Sor Juana. No es la solución
escribir, mientras llegan las visitas,
en la sala de estar de la familia Austen
ni encerrarse en el ático de la Nueva Inglaterra
y soñar, con la Biblia de los Dickinson
debajo de una almohada de soltera.
....
Otro modo de ser humano y libre.
Otro modo de ser.
No, no es la solución
tirarse bajo un tren como la Ana de Tolstoi
ni apurar el arsénico de Madame Bovary
ni aguardar en los páramos de Ávila la visita
del ángel con venablo
antes de liarse el manto a la cabeza
y comenzar a actuar.
Ni concluir las leyes geométricas, contando
las vigas de la celda de castigo
como lo hizo Sor Juana. No es la solución
escribir, mientras llegan las visitas,
en la sala de estar de la familia Austen
ni encerrarse en el ático de la Nueva Inglaterra
y soñar, con la Biblia de los Dickinson
debajo de una almohada de soltera.
....
Otro modo de ser humano y libre.
Otro modo de ser.
Por
último quiero agregar que tal vez no sea casualidad que esta sala donde la presentamos
lleve el nombre de Augusto Raúl Cortazar, uno de los folklorólogos más reconocidos de nuestro país, de quien tuve el
honor de ser su alumna. Con su esposa, la profesora Celina Sabor de Cortazar realicé
un curso de postgrado: “La poesía de Quevedo”. Y a la sombra de este poeta
quiero nombrar otro de los tópicos que me impresionaron de esta escritora. La
de su corazón perennemente enamorado e insatisfecho, amor que la predispuso tal
vez a la muerte. Porque en aquellos poemas de ese genio de nuestro idioma,
siempre resuena en mí uno de sus sonetos más emblemáticos. El que se titula:
“Amor más poderoso que la muerte”, aquel que termina diciendo: “Polvo seré, mas
polvo enamorado”.
Palabras pronunciadas por mí ayer en la presentación de mi novela "El arca de la memoria", que tuvo lugar en la sala Cortazar de la Biblioteca Nacional.
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