Han visto ustedes en el zoológico a las leonas? ¿Ésas que se mantienen atrás
lamiendo de su pata una invisible espina? ¿Ésas que parecen gatos callejeros, flacos,
escaldados y pelones? Bueno, pues eso son las escritoras latinoamericanas, las leonas del zoológico, feas, opacas, con una que otra brizna de paja en el lomo vencido, las leonas, las que están siempre en segundo plano, las que quedaron como costales gastados después de la última cría, mientras que el león, pegado a los barrotes, haga lo que haga, con su
espléndida cabellera de rey de la selva, es el que ruge, se impone y de un solo bocado se
traga al mundo. El león en donde quiera que esté impone sus condiciones, la leona jamás.
Carlos Fuentes alza su cabeza magnífica de león de la Metro Goldwin Mayer, sacude sus
crines de oro, y saluda a otro león también coronado, a Mario Vargas Llosa que a su
imagen y semejanza enseña unos dientes tan atractivos como el del gato de Cheshire cuya
sonrisa veía Alicia en el país de las maravillas cada vez que se apagaba la luz.
Las escritoras son las comparsas de la literatura latinoamericana. Recuerdo haber leído
en la revista francesa L'Express una lista de los Premios Nobel latinoamericanos, y la única
que no aparecía era Gabriela Mistral. Salvo el caso de Isabel Allende, las mujeres que escriben
muy pronto dejan de creer en sí mismas por falta de aliento. Nellie Campobello, única autora de
la Revolución, escogió dedicarse a la danza, tarea que seguramente le resultó más gratificante
que la de las letras y sin embargo fue ella quien hizo entrega de todo el archivo de Pancho
Villa a Martín Luis Guzmán. Para Rosario Castellanos, la más completa de nuestras escritoras,
las condiciones de vida no fueron muy distintas a las de Sor Juana Inés de la Cruz que
trescientos años antes había escogido la clausura para poder ejercer su vocación.
A Rosario Castellanos también el mundo la defraudó. Al igual que Sor Juana Inés de la
Cruz, tuvo que enfrentarse a una realidad para ella aterradora. La mujer no es igual al hombre,
es inferior, por lo tanto no tiene la misma capacidad para pensar, mucho menos para crear. Así
lo escribió en su tesis Sobre cultura femenina en la que prácticamente pide perdón por atreverse
a ingresar a un mundo que le está vedado: el de la cultura. Trescientos años antes Sor Juana lo
había escrito:
¿En perseguirme, Mundo, qué interesas?
¿En que te ofendo, cuando sólo intento
poner bellezas en mi entendimiento
y no mi entendimiento en las bellezas?
Yo no estimo tesoros ni riquezas
y así, siempre me causa más contento
poner riquezas en mi pensamiento
que no mi pensamiento en las riquezas.
Y no estimo hermosura que, vencida,
es despojo civil de las edades
ni riqueza me agrada fementida,
teniendo por mejor, en mis verdades,
consumir vanidades de la vida
que consumir la vida en vanidades.
La pequeña Juana de Asbaje leyó todos los libros de la biblioteca de su abuelo y
sorprendió a los doctos y a los sagaces: "Empecé a aprender gramática, en que creo no llegaron
a veinte las lecciones que tomé; y era tan intenso mi cuidado, que siendo así que en las mujeres
-y más en tan florida juventud- es tan apreciable el adorno natural del cabello, yo me cortaba de
él cuatro o seis dedos, midiendo hasta donde llegaba antes, imponiéndome ley de que si cuando
volviese a crecer hasta allí no sabía tal o cual cosa que me había propuesto aprender en tanto
que crecía, me lo había de volver a cortar en pena de la rudeza. Sucedía así que él crecía y yo
no sabía lo propuesto, porque el pelo crecía aprisa y yo aprendía despacio, y con efecto, lo
cortaba en pena de la rudeza; que no me parecía razón que estuviese vestida de cabellos cabeza
que estaba tan desnuda de noticias, que era más apetecible adorno."
Sor Juana es un fenómeno que apareció en el Siglo XVII y sigue siéndolo en el Siglo
XX; cubre tres siglos y es aún el mayor poeta mexicano según Octavio Paz. Después de Sor
Juana, nuestro continente se cubre de poetas, de mujeres que lloran su desamor y se comparan
al sauce que ve huir el agua del río, todas hablan de su ser mujer, la propia Gabriela Mistral
grita “un hijo, yo quise tener un hijo tuyo y mío,” y antes, en 1910, la uruguaya Delmira
Agustini, declaró en El libro blanco que el único que importa es el hombre y que ella se
considera un perro a los pies de su amo que por cierto la mató. La mexicana Josefina Murillo, la
Alondra del (río) Papaloapan, murió de asma a los treinta y ocho años y escribió:
"Amor, dijo la rosa es un perfume,
amor es un suspiro dijo el céfiro,
amor, dijo la luz es una llama,
oh cuánto habéis mentido,
amor es una lágrima"
Las escritoras de hoy abandonaron la literatura de confesión y Rosario Castellanos
produce dos novelas, Balún Canán y Oficio de tinieblas llamadas por la crítica "indigenistas"
como se llamó también a la obra de José María Arguedas y a la de Miguel Ángel Asturias. En
México, también Elena Garro nos brinda su magnífica Los recuerdos del porvenir en que una
piedra al sol se constituye en la memoria del pueblo de Ixtepec, Luisa Josefina Hernández una
pléyade de novelas entre las que destaca Nostalgia de Troya, Josefina Vicens El libro vacío,
Inés Arredondo cuyo mundo interior es obsesivo, uno de los mejores cuentos de la literatura
mexicana La sunamita, Julieta Campos, varias novelas y un gran ensayo: “¿Qué hacemos con
los pobres?” Silvia Molina nos regala a Campeche y así hasta llegar a las más recientes: María
Luisa Erreguerena con su sugerente El día en que Dios se metió a mi cama, Aline Pettersen,
Maria Luisa Mendoza, Julieta Campos, Angelina Muñiz Huberman, Cristina Pacheco, Esther
Seligson, hasta las más jóvenes Bárbara Jacobs, Beatriz Novaro y su novedosa Cecilia todavía,
Sara Sefchovich y su Demasiado amor, Margo Glantz y sus Geneaologías, Rosa Nissan que –
al seguir el camino abierto por Margo Glantz- desafía a la colonia Israelita con su frescura y su
ingenuidad. Rosa Beltrán incursiona con fortuna en la novela histórica, Paloma Villegas retrata
fiel y lúcidamente a una generación, Sabina Berman es la extraordinaria autora de “La Bobe” y
“Un grano de arroz,” Ángeles Mastretta que conoce con su Arráncame la vida el éxito y la
traducción a muchos idiomas y Laura Esquivel, la autora de Como agua para chocolate, única
novela latinoamericana que permaneció 18 meses en la lista de los libros más vendidos del New
York Times Book Review. Carlos Fuentes declaró que la mejor escritora mexicana es la joven
Cristina Rivera Garza autora de “Nadie me verá llorar” y de otros textos deslumbrantes.
Muchas escritoras se me quedan en el tintero (sobre todo las más nuevas), entre ellas
mi admirada contemporánea Carmen Rosenzweig que alguna vez escribió que sentía que iba
llegar a rosa por el lento crecimiento de sus espinas.
De que el continente latinoamericano está produciendo a mujeres que rompen las
amarras y tienen mucho que contar, de que se ha dejado atrás el nouveau- roman, de que las
escritoras chicanas Sandra Cisneros, Ana Castillo, Cherríe Moraga se han liberado antes que las
del cono sur puede verse en la pléyade de mujeres que ahora escriben y no hacen precisamente
literatura de confesión, escritoras notables: Rosario Ferré, Ana Lydia Vega de Puerto Rico que
se han beneficiado como las chicanas de vivir en una situación límite, debatirse entre dos
culturas, afirmarse a partir de la negación, vencer prejuicios raciales y sociales, aceptarse y
darse a respetar cuando todos se empeñaban en destruirlas, llegar al fondo del país-paisaje de su
cuerpo y escribir en forma desenfadada, escritoras que juegan con el idioma, lo hacen suyo, lo
engarzan en un collar original y suntuoso y lo devuelven como una prenda de su invención.
Han logrado mucho antes que el resto de las mujeres de América Latina, aun en medio de las
peores restricciones, lo que todas buscamos, ser dueñas de nuestra vida y de nuestro cuerpo.
Para la escritora mexicana escribir es un sub producto de su situación social. Para la chicana
escribir significa vencer su situación social. Para la latina, escribir es crearse un mundo propio.
Bien puede decirse que en América Latina se ha ido de la literatura de confesión, del
diario, de las descripciones intimistas, los estados de ánimo, la exaltación de los sucesos
cotidianos, el amor, el romanticismo y la nostalgia a la literatura de la pobreza porque son las
mujeres las que hablan de las minorías en América Latina, como lo hace Marta Traba en su
novela Conversación al sur, Luisa Valenzuela en sus cuentos sobre represión y tortura De
noche soy tu caballo o María Luisa Puga en su notable Las mariposas.
Las escritoras latinoamericanas venimos de países muy pobres, muy desamparados.
Nuestra pobreza no es la del indigente, el clochard bajo los puentes de París, el homeless de
Los Ángeles y ahora de Nueva York; no, la pobreza en América Latina es la de la indiferencia;
no hay nadie ante quién pararse y decir: "No he comido, hace días que no como" porque eso no
importa. El hambre se va haciendo terrosa, se esparce extenuada sobre las cosas de la tierra y
en cierta forma, esta hambre penetra en las páginas y las contagia. Somos nuestros propios
paisajes. Escribimos como lo hacemos por ser latinoamericanas. Gioconda Belli no puede
escribir sino del amor y de Nicaragua y de la libertad y de Nicaragua. No hay aun en nuestros
países escritoras proletarias pero si hay textos de tradición oral que han sido recogidos por
sociólogos como el “Juan Pérez Jolote” del doctor en antropología Ricardo Pozas.
Dentro de la cultura de la pobreza se atesoran bienes inesperados. Para Jesusa
Palancares, la protagonista de la novela Hasta no verte Jesus mío, asomarse por la ventana de
su cuarto y ver el cuadrángulo de cielo estrellado era ya una gracia sin precio y sin explicación
posible, un regalo suntuoso. Todo el cuarto adquiría una calidad gratuita, el cielo estaba de más
como una gracia sorpresiva. Jesusa vivía siempre a la orilla del precipicio, por lo tanto el cielo
estrellado por su ventana era un hecho milagroso, algo así como lo real maravilloso de que
habla Alejo Carpentier al referirse a América Latina.
María Sabina, quien murió hace años, atrajo a su humilde choza en Huautla de Jiménez,
Oaxaca a sabios como Gordon Wasson y Roger Heim quienes gracias a la ceremonia de los
hongos alucinantes, cultivaron varias especies haciendo un nuevo descubrimiento para la
ciencia al entregarle nuestra materia prima al doctor Alberto Hofmann en Basilea, Suiza.
Hofmann es nada menos que el descubridor del LSD. En la ceremonia de los hongos con María
Sabina, los hongos amargos se ingieren con chocolate. El hongo macho y el hongo hembra, la
parejita los niños santos, las personitas como ella los llama dan conocimiento y la hacen
entonar cantos chamánicos que mucho tienen que ver con aquello que las mujeres sentimos
cuando somos jóvenes y nadie, ni la familia, ni el marido, ni la sociedad nos ha mediatizado:
esa fuerza explosiva con la que amanecemos y salimos a pisar el día antes de que las formas
aprisionen nuestro ímpetu, no, no, no, no, no, tú no, no hagas, no digas, no, qué dirán, a ti no te
toco ni modo, no, confórmate, antes de poder mecernos con María Sabina y repetir tras de ella:
"Soy la mujer libre que está debajo del agua" y canturrear tomadas de su mano:
Porque soy el agua que mira,
Porque soy la mujer sabia en medicina,
Porque soy la mujer yerbera
Porque soy la mujer de la brisa
Porque soy la mujer del rocío.
Vengo con mis trece chuparrosas
Soy mujer que mira hacia adentro
soy mujer que mira hacia adentro
soy mujer que mira hacia adentro
soy mujer de luz,
soy mujer de luz
soy mujer día
soy mujer que truena
soy mujer Cristo
soy mujer Jesucristo
soy mujer estrella grande
soy mujer estrella cruz
soy mujer luna
La literatura latinoamericana oscila entre la supervivencia de sus habitantes siempre
expuestos al hambre, y el milagro que significa estar vivo en un mundo tan lleno de
calamidades y en una sociedad tan poco preparada para enfrentar los retos que los
norteamericanos han convertido en el slogan “time is money.”
En su libro Las posibilidades del odio, María Luisa Puga es un mendigo a quien le falta
una pierna, lo único que tiene para defenderse en la vida es su muleta de madera oscura con la
punta cubierta por una tira de hule negra y gastada, su muleta a la cual le dedica todos los días
un buen rato de caricias suaves e idénticas. ¿Cómo pudo María Luisa Puga meterse en la piel de
un mendigo, cómo pudo moverse entre sombras, torpes, malolientes y quejosas? ¿Cómo supo
lo que significa comer para un muerto de hambre? Simple y llanamente porque María Luisa es
una escritora latinoamericana y como tal pertenece al continente del hambre. Si su mendigo es
africano, María Luisa se ha entrenado a verlo en México y nos describe así su hambre: "El
hambre y él eran lo mismo. Nunca no había sentido hambre, y había acabado por
acostumbrarse. A tal punto que ya no pensaba en comer. Cuando por la noche en su callejón
mascaba lentamente su pedazo de pan, o a veces las papas cocidas y frías que le dejaba en la
bolsa, se le apelotonaban en la garganta (por más que masticaba largo rato). Muchas veces se
dormía con la comida en la boca. Con la fruta le iba mejor. El jugo se le escurría por todos
lados y le traía recuerdos viejos, inalcanzables. Pero todo lo comía muy lentamente, con un
callado pavor". En Las mariposas María Luisa Puga cuestiona la existencia de un guerrillero
que no sabe ya si está vivo, que ha llevado una vida caótica, accidental, que no ha tenido más
destino ni más pasado que el autobús del que acaba de bajar, que sólo se sabe vivo porque de
pronto le sube de adentro un llanto enorme, vasto que nace desde antes de él y lo abraza como
si estuviera esperándolo. Un poco a la manera de Camus. Marta Traba en su Conversación al
Sur, se alía a las Madres de la Plaza de Mayo llamadas Las Locas, y En cualquier lugar analiza
e intenta poner en su lugar la tragedia que han vivido en América Latina, los que lucharon en su
país contra la dictadura, los guerrilleros en la clandestinidad y los exiliados.
Al ser minoría ellas mismas, las escritoras de América Latina se han aliado a las
minorías. Son ellas quienes se involucran, denuncian, se indignan y, como decimos
vulgarmente, se la juegan. Marta Traba fue perseguida y expulsada; a Luisa Valenzuela le cayó
la policía tres días después de haber salido de su país, al igual que les cayó a los escritores
Rodolfo Walsh y Haroldo Conti, que fueron asesinados; Alicia Partnoy -demasiado joven para
tanto sufrimiento- publicó en Estados Unidos The little school, La escuelita, sobre esa nueva
forma de tortura que es la desaparición; Elvira Orphée en su libro La última conquista de El
Ángel declara que la tortura le parece una de las grandes abominaciones del hombre.
Pobrecita de América Latina que no está viviendo precisamente su siglo de las luces. La
realidad que describen muchas escritoras es la de los oprimidos, la de aquellos contra quienes
se ejerce la violencia, ya sea política, ya sea la del hambre en el que viven las grandes mayorías
de nuestros pueblos. La conciencia social la adquieren muy pronto escritoras de la talla de una
Rosario Castellanos que, al igual que Gabriela Mistral, fue maestra y al igual que ella se
preocupó por la situación de los oprimidos.
De México, la escritora más completa, la más destacada después de Sor Juana Inés de
la Cruz, es, desde luego, Rosario Castellanos que dice en uno de sus únicos poemas felices:
Aquí tienes mi mano,
la que se levantó de la tierra,
colmada como espiga en agosto.
Aquí están mis sentidos
de red afortunada,
mi corazón, lugar de las hogueras,
y mi cuerpo que siempre me acompaña.
He venido, feliz como los ríos,
cantando bajo un cielo de sauces y de álamos
hasta este mar de amor hermoso y grande.
Yo ya no espero, vivo.
A Rosario Castellanos, poeta, novelista, ensayista, periodista, también el mundo la
defraudó. Trescientos años después, las circunstancias de Rosario Castellanos no serán muy
distintas a las que hicieron que Sor Juana Inés de la Cruz escogiera el convento de las
Jerónimas para poder dedicarse a la pasión de su vida: escribir, estudiar, leer. Nacida en
Comitán, Chiapas, en 1925, Rosario Castellanos muy pronto habrá de indignarse en contra de
la explotación de los chamulas que caminan silenciosos y furtivos. Blanca, casi transparente,
con unos grandes ojos negros, Rosario Castellanos será siempre una flor de invernadero, sus
manos y sus pies pequeñísimos, frágiles, hacían exclamar a Miguel Ángel Asturias:
"¡Pero qué manitas de Maya!"
Cronista de un mundo de explotados, Rosario es a su vez explotada en una sociedad que
aún no protege ni respeta a las mujeres; en una sociedad en la que la mujer es sólo una
"esclava del señor,"
una
"hágase en mí según tu voluntad."
Rosario Castellanos no vive la vida, la padece. Mientras el hombre se lanza, ella conoce
la rutina, los oficios pequeños, la renuncia.
Si para el hombre, el amor no suele ser sino el momento en que se enamora, para la
mujer el amor es la inmanencia, la entrega, la selección de un modo de vida durable hasta la
muerte: concebir a los hijos y criarlos. Para el hombre, el matrimonio no es un fin en sí; la
mujer permanece en los patios interiores, apaga las antorchas, termina la tarea del día. Cuando
es joven, hace la reverencia, baila los bailes y se sienta a esperar el arribo del príncipe. Cuando
es vieja, aguarda a que le den la orden de que se retire.
Rosario le dice al hombre:
Inclinada a tu orilla siento cómo te alejas
trémula como un sauce contemplo tu corriente
formada de cristales transparentes y fríos.
Huyen contigo todas las nítidas imágenes,
el hondo y alto cielo,
los astros imantados, la vehemencia
ingrávida del canto.
Con un afán inútil mis ramas se despliegan
se tienden como brazos en el aire
y quieren prolongarse en bandadas de pájaros
para seguirte a donde va tu cauce.
Eres lo que se mueve, el ansia que camina
la luz desenvolviéndose, la voz que se desata.
Yo, soy sólo la asfixia quieta de las raíces
hundidas en la tierra tenebrosa y compacta.
En la infancia de Rosario está la clave de su vocación de escritora. Rosario tuvo un
hermano menor, Benjamín, y todos los mimos y las caricias de sus padres fueron para él, por
ser el hijo varón. Rosario deseó su muerte y cuando murió, la niña se sintió culpable. Benjamín
Castellanos -a quien ella llama Mario en su novela Balún Canán- aunque ausente, siguió siendo
el preferido, sus padres se encerraron sobre sí mismos con su dolor y la dejaron a solas con su
nana chamula. Rosario oyó a su padre decir, cuando murió Benjamín: "Ahora ya no tenemos
por quién luchar".
Tal vez cuando nací alguien puso en mi cuna
una rama de mirto y se secó.
Tal vez eso fue todo lo que tuve
en la vida, de amor.
De la mano de su nana Rufina, la niña se puso a descifrar las cosas de la tierra y a
apuntarlas para que se le quedaran grabadas. En la escuela fue siempre estudiosa y sus
compañeras la buscaban para que les explicara lo que no entendían. Dolores Castro, amiga de
infancia, cuenta que era una niña tan delgada y tan frágil que la directora la eximió de la
gimnasia y del deporte, y cuando en 1939, la familia Castellanos, ya sin tierras -expropiadas por
la Reforma Agraria-, se trasladó a México; también en la Secundaria le prohibieron correr,
jugar a la pelota, de suerte que durante el recreo Rosario se quedaba leyendo. Tampoco iba a
fiestas, se excusaba diciendo que iría con mucho gusto en cuanto en-gor-da-ra. En Tuxtla, en la
revista El estudiante se publicaron sus primeros poemas. Pero el hermano muerto, Benjamín, la
hizo regresar siempre a esos primeros años en Comitán, Chiapas. Sus dos novelas se sitúan en
Comitán, sus cuentos Ciudad Real también, y el tema de la soltería y de la vergüenza que
significa no pescar a un hombre es recurrente a lo largo de toda su obra, como lo es el de una
sociedad muy estratificada, muy jerarquizada en que los indios están siempre al servicio de los
blancos.
Una mañana, en Chiapas, unos visitantes se extrañaron al ver que un campesino iba
montado con su haz de leña a lomo de burro mientras su mujer caminaba tras él, con su leña en
los hombros. Cuando le preguntaron por qué la mujer iba a pie, respondió:
-- Es que ella no tiene burro.
Rosario llegó muy pronto a la certeza de que ninguna mujer en su patria tenía burro ni
por equivocación y aunque Rosario más tarde habría de casarse, de tener un hijo, ella misma le
contó a la escritora Beatriz Espejo que desde niña se refugió en la soledad y supo que escribir
disminuía esa sensación.
Dijo textualmente: "Mi experiencia más remota radicó en la soledad individual; muy
pronto descubrí que en la misma condición se encontraban todas las otras mujeres a las que
conocía: solas solteras, solas casadas, solas madres. Solas en un pueblo que no mantenía
contacto con los demás. Solas soportando unas costumbres muy rígidas que condenaban el
amor y la entrega como un pecado sin redención. Solas en el ocio, porque ése era el único lujo
que su dinero sabía comprar. (...) Me evadí de la soledad por el trabajo, esto me hizo sentirme
solidaria con los demás en algo abstracto que no me hería ni me trastornaba como más tarde
iban a herirme el amor y la convivencia".
Da vergüenza estar sola. El día entero
arde un rumor terrible en su mejilla
pero la otra mejilla está eclipsada.
La soltera se afana en quehacer de ceniza,
en labores sin mérito y sin fruto;
y a la horas en que los deudos se congregan
alrededor del fuego, del relato,
se escucha el alarido
de una mujer que grita en un páramo inmenso
en el que cada peña, cada tronco
carcomido de incendios, cada rama
retorcida, es un juez
o un testigo sin misericordia.
De noche la soltera
se tiende sobre el lecho de agonía.
Brota un sudor de angustia a humedecer las sábanas
y el vacío se puebla
de diálogos y de hombres inventados.
Y la soltera aguarda, aguarda, aguarda.
Y no puede nacer en su hijo, en sus entrañas,
y no puede morir
en su cuerpo remoto, inexplorado,
planeta que el astrónomo calcula
que existe aunque no lo ha visto.
Asomada a un cristal opaco, la soltera
astro extinguido, pinta con un lápiz
en sus labios la sangre que no tiene.
Y sonríe ante un amanecer sin nadie.
Sor Juana murió joven, a los cuarenta y cuatro años, Rosario a los cuarenta y nueve;
Sor Juana murió bella, su retrato lo dice, murió joven, antes de exponerse al ultraje de ser vieja
y cuando elogiaron el único retrato que conocemos de ella, que la muestra en su celda con su
hábito de jerónima y su pluma en la mano, escribió:
Éste que ves, engaño colorido
que del arte ostentando los primores
con falsos silogismos de colores
es cauteloso engaño del sentido;
éste, en quien la lisonja ha pretendido
excusar de los años los horrores
y venciendo del tiempo los rigores
triunfar de la vejez y del olvido,
es un vano artificio del cuidado,
es una flor al viento delicada,
es un resguardo inútil para el hado,
es una necia diligencia errada,
es un afán caduco y, bien mirado,
es cadáver, es polvo, es sombra, es nada".
Rosario se veía a sí misma con ese mismo desencanto, y de joven hizo siempre todo lo
posible por parecer una monja. Una noche -relata Alaíde Foppa-, se fue la luz en la facultad de
Filosofía y Letras y Rosario sintió que un muchacho la tomaba del brazo para ayudarla a bajar
la escalera. Su reacción inmediata fue: "Cuando vuelva la luz y vea que soy yo, me va a
soltar". Su inseguridad y su poca fe en su aspecto físico se trasluce en su poema Autorretrato
Yo soy una señora: tratamiento
arduo de conseguir, en mi caso, y más útil
para alternar con los demás que un título
extendido en mi nombre en cualquier academia.
Así pues, luzco mi trofeo y repito:
Yo soy una señora. Gorda o flaca
según las posiciones de los astros,
los ciclos glandulares
y otros fenómenos que no comprendo.
Rubia, si elijo una peluca rubia.
O morena, según la alternativa.
(En realidad, mi pelo encanece, encanece).
Soy más o menos fea. Eso depende mucho
de la mano que aplica el maquillaje.
(...)
... Soy mediocre
lo cual, por una parte, me exime de enemigos
y, por la otra, me da la devoción
de algún admirador y la amistad
de esos hombres que hablan por teléfono
y envían largas cartas de felicitación.
Que beben lentamente whisky sobre las rocas
y charlan de política y de literatura.
Amigas... hummmmm... a veces raras veces
y en muy pequeñas dosis.
En general, rehuyo los espejos.
Me dirían lo de siempre: que me visto muy mal
y que hago el ridículo
cuando pretendo coquetear con alguien.
Soy madre de Gabriel, ya usted sabe, ese niño
que un día se erigirá en juez inapelable
y que acaso, además, ejerza de verdugo.
Mientras tanto lo amo.
(...)
Sufro más bien por hábito, por herencia, por no
diferenciarme más de mis congéneres
que por causas concretas.
Sería feliz si yo supiera cómo.
Es decir, su me hubieran enseñado los gestos,
los parlamentos, las declaraciones.
En cambio, me enseñaron a llorar. Pero el llanto
es en mí un mecanismo descompuesto
y no lloro en la cámara mortuoria
ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe.
Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo
el último recibo predial.
También el corazón de Sor Juana fue violento, escapó al control de su inteligencia y sus
poemas no sólo son "humanos", como habría de reprochárselo Sor Filotea, sino amorosos:
En dos partes dividida
tengo el alma en confusión:
una esclava de la pasión,
y otra a la razón medida.
Siempre fue celosa, defendió y comprendió a los celosos, a los despechados; supo desde
el principio que los celos perfeccionan el amor:
¿Hay celos? Luego hay amor.
¿Hay amor? Luego hay celos.
Cuando uno ama, no la aman a uno, desde el siglo XVII hasta nuestros días.
Al que ingrato me deja, busco amante;
al que amante me sigue, dejo ingrata;
constante adoro a quien mi amor maltrata;
maltrato a quien mi amor busca constante.
Después de los años de vida en la corte, Sor Juana escoge la clausura; primero las
Carmelitas Descalzas cuya orden le resulta demasiado rigurosa y finalmente el Convento de
San Jerónimo en el que muere.
En el convento, sus hermanas la interrumpen, entran a su celda, le impiden trabajar,
tocan y cantan en la celda vecina. Dos criadas se pelean y escogen como árbitro a Sor Juana.
Una amiga la visita haciéndole muy mala obra con muy buena voluntad. Las horas que destina
a su estudio después del trabajo de la comunidad, son las mismas que sus hermanas escogen
para venirle a estorbar. Sor Juana vive el drama de una mujer que tiene que disculparse por
amar el estudio.
"Una prelada muy santa y muy cándida que creyó que el estudio era cosa de Inquisición
me mandó que no estudiase. Yo la obedecí unos tres meses que duró el poder ella mandar, en
cuanto a no tomar el libro, que en cuanto a no estudiar absolutamente, como no cae debajo de
mi potestad, no lo pude hacer, porque aunque no estudiaba en los libros, estudiaba en todas las
cosas que Dios creó, sirviéndome ellas de letras, y de libro toda esa máquina universal. Nada
veía sin reflejo; nada oía sin consideración, aun en las cosas más menudas y materiales".
Sor Juana también ayuda en la cocina, porque Dios está en los pucheros, como dijo
Santa Teresa, y se pone a filosofar al aderezar la cena y descubre, mientras guisa, secretos
naturales: cómo un huevo se fríe en la manteca o en el aceite y por lo contrario se despedaza en
el almíbar; y viendo todo esto, afirma que si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera
escrito.
Después de tres meses, se levantó el castigo y Sor Juana pudo volver a su biblioteca de
cuatro mil volúmenes. Pero el gusto no le duró mucho; Sor Juana se sintió enferma y su médico
le vedó toda lectura. Más tarde, al ver su quebranto, le permitió volver a sus amados libros. Sin
embargo, Sor Juana ya muy adolorida y mortificada porque era mucha la malevolencia, la
envidia, la persecución en su contra, cedió a la presión del convento y dos años antes de su
muerte donó al obispo su nutrida biblioteca y sus instrumentos de matemáticas y de música
para que los vendiera en beneficio de los pobres y, así, por la mezquindad de los religiosos, se
perdió la obra de una vida que nos hubiera servido de documento sobre el movimiento
intelectual del siglo XVII.
Ya sin su biblioteca, Sor Juana pretendió desviarse hacia el misticismo, pero era
demasiado cerebral, demasiado intelectual, razonaba demasiado para creer a pie juntillas y su
espíritu y su sabiduría predominaron siempre sobre la fe ingenua. Sor Juana castigó su pasión
por las letras con silicios, con tal dureza que su confesor dijo:
Es menester mortificarla para que no se mortifique mucho, yéndole la mano en
sus penitencias para que no pierda salud y no se inhabilite, porque Sor Juana no
corre en la virtud sino vuela.
Sor Juana en realidad volaba hacia la muerte y cuando hubo una epidemia de tifo en el
convento se dedicó a cuidar a sus hermanas -estas mismas hermanas que tanto la habían
molestado- quienes la contagiaron, haciéndola morir el 17 de abril de 1695. Sor Juana vivió
cuarenta y cuatro años, cinco meses, cinco días y cinco horas.
Rosario Castellanos murió en la forma más absurda, al tratar de conectar una lámpara
en su casa de Tel Aviv. La descarga eléctrica la mató y falleció solita a bordo de la ambulancia
que la llevaba al hospital. Nadie la vio, nadie la acompañó. Al irse, se llevó su memoria, su risa,
todo lo que ella era, su modo de ser río, ser adiós y nunca. En Israel, le rindieron grandes
honores. En México, la enterramos bajo la lluvia, la convertimos en parque público, en escuela,
en lectura para todos, la devolvimos a la tierra. En el fondo, Rosario siempre supo que iba a
morir; entretejió el hilo de la muerte en casi todos los actos de su vida, los cotidianos y los
literarios. Había en ella algo inasible, un andar presuroso, un tránsito que iba de la risa al llanto,
del corredor a la mesa de escribir, un ir y venir de sus clases en la facultad de Filosofía y Letras
al Instituto Kairós, una premura, un ansia que punzaba sin mañana y sin noche. Muchas veces
avisó que se iba a morir:
Yo no voy a morir de enfermedad
ni de vejez, de angustia o de cansancio.
Voy a morir de amor, voy a entregarme
al más hondo regazo.
Yo no tendré vergüenza de estas manos vacías
ni de esta celda hermética que se llama Rosario.
En los labios del viento he de llamarme
árbol de muchos pájaros.
La literatura latinoamericana es vasta y nueva, tan vasta y nueva como el gran
continente que aún no acaba de descubrirse. Todavía hoy seguimos adorando al sol y, aunque
nos juegue malas pasadas, es un Dios fuerte el que le rendimos tributo. Muchas veces debieron
los antiguos mexicanos llenarse de pavor al ver que sus dioses del fuego, del aire, de la
fertilidad, de la lluvia, del agua, de la guerra, eran reemplazados por un solo dios, que no sólo
no ejercía sus poderes sino moría en la cruz como una pobre cosa. A las escritoras -toda
proporción guardada- nadie les ha cambiado su calendario, y el centro de su sistema solar sigue
siendo el hombre, y las reglas de su vida las que dicta la sociedad patriarcal. La literatura de las
mujeres latinoamericanas aún no se descubre a sí misma; una variedad infinita de géneros nos
esperan en el futuro. Tan vasto como es el continente, tan vastas son nuestras posibilidades. A
la tierra venimos a conocer nuestros rostros, nos dice la filosofía náhuatl. Tal parece que
conocer nuestro rostro ha sido el paulatino descubrimiento de la literatura de las mujeres; pero
aún nos falta convertir la propia literatura en un vehículo subversivo. Cuando las mujeres en el
arte son subversivas, lo son por índole propia, por naturaleza, como en el caso de Frida Kahlo,
de Pita Amor, pero libres o rebeldes, la comunidad humana no les ayuda a realizarse.
A Pita Amor siempre le costó trabajo adaptarse al mundo, siempre fue la voz que se
aísla en la unidad del coro, en el seno familiar y en el internado en Monterrey que no aguantó y
en donde no la aguantaron. Fue la más chica de siete Amores que todo lo perdieron en la
Revolución. Nunca pudo salirse de sí misma para amar realmente a otro: la única entrega que
supo consumar fue la entrega a sí misma. Demasiado enamorada de su persona, los demás le
interesaron sólo en la medida en que la reflejaban; no fueron sino una gratificación narcisista.
Desde muy joven, Pita Amor pudo participar en la vida artística de México gracias a su
hermana mayor, fundadora de la primera Galería de Arte Mexicano en nuestro país. En esta
galería acondicionada en el sótano de la casa de los Amor, expusieron José Clemente Orozco,
David Alfaro Siqueiros, Diego Rivera, Julio Castellanos, el Dr. Atl, Juan O’Gorman, Rufino
Tamayo, María Izquierdo y la joven Pita pudo tratarlos. Se hizo amiga de Juan Soriano,
Cordelia Urueta, Roberto Montenegro, Raúl Anguiano, Frida Kahlo, Antonio Peláez y todos la
pintaron. Los años 20, los 30 fueron extraordinariamente fecundos para México: surgieron
novelistas y poetas, el muralismo atrajo a muchos artistas extranjeros y hubo una enorme
efervescencia en torno a lo mexicano y a nuestro llamado Renacimiento. Vinieron a México
André Breton y Antonin Artaud, Henri Cartier Bresson y Paul Strand, Edward Weston y Tina
Modotti, Eisenstein y Trotsky, Frances Toor, Anita Brenner, Hart Crane, Carleton Beals,
William Spratling, Pablo O’Higgins, Jean Charlot y mucho más. Miguel y Rosa Covarrubias se
pusieron a recorrer la república desenterrando piezas precortesianas y Lupe Marín, un día en
que Diego Rivera no le dio para el gasto, le sirvió a la hora de la comida una riquísima sopa de
tepalcates.
En medio de sus idas al cabaret de la época, el Leda, Pita Amor produjo de pronto y
ante el azoro general, su primer libro de poesía: Yo soy mi casa. Don Alfonso Reyes
inmediatamente apadrinó a Pita al declarar: "...Y nada de comparaciones odiosas, aquí se trata
de un caso mitológico".
"Grandes letreros luminosos con mi nombre -dice Pita- anunciaban mis libros y mi
bella cara se difundió en tarjetas postales. (...)Frente al éxito a mí me preocuparon siempre más
mi belleza y mis turbulentos conflictos amorosos.
Porque yo -que he sido joven - y soy joven- porque tengo la edad que quiero tener, soy
bonita cuando quiero y fea cuando debo.
Y soy joven cuando quiero y vieja cuando debo.
Yo que he sido la mujer más mundana y más frívola del mundo, no creo en el tiempo
que marca el reloj ni el calendario.
Creo en el tiempo de mis glándulas y de mis arterias. La angustia hace mucho que la
abolí. La abolí por haberla consumido.”
Resulta contradictorio pensar que esta mujer que no cejaba en su afán de escándalo y
salía desnuda bajo su abrigo de pieles al Paseo de la Reforma y se abría el abrigo al gritar entre
los automóviles: Yo soy la reina de la noche regresara en la madrugada a su departamento y
escribiera sobre la bolsa del pan y con el lápiz de las cejas:
Dios invención admirable
hecha de ansiedad humana
y de esencia tan arcana
que se vuelve impenetrable.
¿Por qué me dices que no
cuando te pido que vengas?
Dios mío, no te detengas
¿o quieres que vaya yo?
Pita Amor fue de escándalo en escándalo sin la menor compasión por sí misma. En un
programa de televisión, cuajada de joyas y sobre todo con un escote que hizo protestar a la Liga
de la Decencia que la censuró diciendo que no se podía recitar a San Juan de Dios, enseñando
los pechos, Pita Amor se puso a decir sus Décimas a Dios que fueron el delirio.
Casa redonda tenía
de redonda soledad:
el aire que la invadía
era redonda armonía
de irrespirable ansiedad.
Las mañanas eran noches,
las noches desvanecidas
las penas muy bien logradas
las dichas muy mal vividas.
Y de ese ambiente redondo,
redondo por negativo,
mi corazón salió herido
y mi conciencia turbada,
un recuerdo he mantenido:
redonda, redonda nada.
A tres siglos de distancia, Rosario Castellanos pudo escribir lo mismo que Sor Juana:
pide perdón a la sociedad hostil y masculina por atreverse a ingresar al mundo de la cultura y
son tantos los obstáculos que le ponen que cae exhausta antes de llegar a la meta. Antes de
cumplir los cincuenta años, Sor Juana renuncia al estudio y regala su biblioteca, Rosario es
víctima de la soledad, Guadalupe Amor se desquicia, Inés Arredondo, extraordinaria narradora
enferma y muere, los libros de Elena Garro no son los de antes ni están a la altura de su primera
aparición, la de Los recuerdos del porvenir novela, y El hogar sólido, teatro.
Y no son las únicas. A lo largo de la literatura femenina y me refiero a autoras de la
generación de Rosario Castellanos , las mujeres son solteras o suicidas. Baste nombrar a la
poetisa argentina Alejandra Pizarnik, a Alfonsina Storni la uruguaya que entró caminando al
mar y cuyo cuerpo devolvieron las olas a la playa, a Antonieta Rivas Mercado quien se pega un
tiro en la sien frente al altar mayor de Notre Dame con la pistola de su amante José
Vasconcelos, a Violeta Parra la que le cantó Gracias a la vida, a Julia de Burgos, la feminista
puertorriqueña autora de un poema premonitorio acerca de aquellos que mueren con un número
amarrado al tobillo y cuyos cuerpos jamás son reclamados. Muere Julia de Burgos en una calle
de Nueva York, yace desnuda sobre una plancha de mármol, cuerpo desconocido en el
depósito de cadáveres, como desnuda murió la poetisa costarricense Eunice Odio encontrada
en su tina en México tres días después. El suicidio femenino no se limita a las escritoras
latinoamericanas. Más al norte, Sylvia Plath, la poetisa norteamericana muere al introducir su
cabeza en el horno de la cocina al igual que Virginia Woolf metió piedras en las bolsas de su
suéter para llegar más pronto al fondo del agua, en Inglaterra. La brasileña Clarice Lispector se
quemó la mano y parte de la cara fumando en la cama. Fue un accidente pero era también una
forma de paliar la angustia en la cual vivía. Nélida Piñón testigo de esa angustia la acompañó
muchas veces en sus caminatas solitarias a cualquier hora del día y de la noche.
Marta Traba alguna vez declaró: "Quisiera ser un hombre, pero un negro y un obrero.
Eso equivaldría a ser mujer."
Las escritoras son también contestatarias sino del régimen al menos de su régimen
interior. Viven en función de su escritura y sin embargo, todavía hoy, nunca dejan de sentirse
culpables -la culpabilidad es la mejor arma de tortura- culpables de no reunir ese atadijo de
cualidades llamadas femeninas, la dependencia del hombre, la dulzura, la inocencia, el azoro
ante la maldad humana, las artes culinarias.
Las mujeres escritoras dieron su vida en una proporción mucho mayor que la de los
escritores. Y no es que fueran desequilibradas, vivían en una sociedad desequilibrada,
hostigadora, hostil a la mujer. Temían incluso declarar que escribir era su oficio como si este
aniquilara su capacidad de ser mujer y las convirtiera automáticamente en alguna clase de
esperpento. Natalia Ginzburg, la escritora italiana alguna vez declaró: "No estoy analizando si
soy buena o mala escritora, lo único que afirmo es que ése es mi oficio."
Cuando las mujeres se den cuenta de que una mujer es un ser extraordinario, lleno de
gracia y de armonía, como un árbol, una ola de mar, entonces escribirán. Cuando sepan que una
mujer lleva a todo el universo en su seno, el sol, el cielo, los campos y las ciudades, cuando
acepten que tienen dentro de sí algo maravilloso y estén dispuestas a decirlo, a gritarlo,
entonces abrirán las compuertas, nos darán su intimidad con la tierra, consigo mismas, sin
tapujos, sin hipocresía; no temerán perder el hombre, puesto que se habrán ganado a sí mismas
y si la sociedad las rechaza es que ellas se habrán rechazado primero; entonces fluirá el agua
que aún no fluye, no sólo el líquido amniótico que hace vivir al feto sino toda esa agua que
proviene de fuentes desconocidas, insospechadas, la catarata se nos vendrá encima con toda su
violencia, todo lo que las mujeres han guardado dentro de sí durante siglos de represión y
también, por qué no decirlo, de indolencia.
Tomado del libro CONFLUENCIAS EN
MÉXICO, PALABRA Y GÉNERO, Patricia González Gómez-Cásseres, Alicia V. Ramírez
Olivares, Editoras, BUAP, Puebla, Mexico, 2007.