sábado, 9 de enero de 2010

Un paseo con Cortázar- Paulina Movsichoff




Nuestra vida no es un sueño; pero debe serlo.

NOVALIS


Él estaba allí, sentado enfrente de mí, apenas separados por la blanca superficie de la mesa. Nos habíamos instalado en la vereda, justo enfrente del parque y el otoño parecía demorarse en acariciar los árboles, envolverlos con una bruma soñadora. La idea del encuentro había partido de él, de Julio. Yo contemplaba esa mirada atenta y a la vez reconcentrada, esos ojos que parecían darse cuenta de todo, incluso de lo que sucedía en mi interior, las manos finas de pianista, la sonrisa casi permanente que le conferían un dejo de picardía adolescente, acentuada por los dos dientes separados.
Llegó puntual y, luego de charlar un rato en el living de mi casa, le propuse caminar. Accedió encantado. “Hace tanto que no recorro Boedo”, me dijo. “Las calles de París no tienen ese qué sé yo de las de acá”, sonrió mientras aplastaba el cigarrillo en el cenicero.

Tomamos por Quito. Los árboles aún formaban una gruta de frescura en donde el aire parecía conversar con cada una de las hojas, con los viejos troncos que nuestros pasos iban dejando atrás. Las calles estaban solitarias y una luz color miel nos contenía como un agua silenciosa y frágil.
En el trayecto él se explayó en mis cartas, en ese proyecto de tesis que le comenté en una de ellas, sobre la influencia del surrealismo en su obra.
Fue mi amiga Luisa Valenzuela, amiga a su vez de él, quien me proporcionó el teléfono del hotel donde Julio se alojaba. Lo llamé, no sin nerviosismo. En cuanto le dije mi nombre, me propuso que nos viéramos. “La charla es a las ocho. Tenemos todavía unas cuántas horas”. Y ahora yo allí a su lado, escrutando su larga figura, su andar pausado. Quién lo hubiera dicho.
Llegamos al parque y lo atravesamos en silencio. Sin darnos cuenta, pronto estuvimos en el sector de los libros. Se sumergió en ellos con un entusiasmo adolescente. De pronto sus largos dedos extrajeron uno, que no tardó en mostrarme. Eran Los Himnos a la noche, de Novalis. Lo compró de inmediato. “Hace tiempo que lo andaba buscando. La versión alemana se me ha extraviado. Pero igual me gustará releerlo en español.” Ya en el café se explayó en hablarme del poeta alemán, del cual yo conocía sólo el nombre. Me habló de su concepción de la poesía como la realidad mágica del sueño, en la que éste se convierte en realidad y la realidad en sueño. Me habló de su novela inconclusa, ese gran proyecto novelístico que la muerte le impidió terminar – murió de tuberculosis, como buen romántico- me aclaró, la historia del poeta medieval que se lanza en busca del la flor azul, símbolo de la belleza, de la felicidad y las ilusiones inalcanzables. Abrió una página al azar y leyó: "Amada, llegas- La Noche ha venido ya- Se ha consumado el día”. Nos quedamos un rato silenciosos. Le propuse, no sin vencer mi timidez, una entrevista más larga, hacer un libro con nuestras conversaciones. Accedió, con esa sencillez que me demostró en todo momento, como si él no fuera, Julio Cortázar, uno de los más grandes escritores argentinos sino un autor incipiente feliz de ser estudiado, reconocido. “Te vienes en el verano, cuando mis tareas en la UNESCO me dan un respiro.” Y terminó, apretándome levemente el brazo: “Te gustará Saignon”. La sensación de irrealidad volvió a asaltarme. A eso de las siete nos despedimos. Él se inclinó y, luego de decirme: “Un verdadero gusto”, me besó en la boca.
El timbre del teléfono me sobresaltó. Salté de la cama contrariada. Hubiera deseado quedarme allí, detenerme en un remoloneo gozoso con aquel inusitado encuentro con mi amado Cortázar, cuya imagen me miraba constantemente desde el afiche en la puerta del placard, como queriendo decirme algo inaprensible para mí.
La voz de Juana: “¿Dormías?”. “Sí, Juana. te llamo luego. Disculpame”. y luego correr nuevamente a la cama a cerrar los ojos y tratar de revivir, de rescatar aunque sea algo de aquella imagen, lo poco que aún quedaba en aquel doloroso naufragio del despertar. Mi corazón se aceleró cuando, al acercarme, distinguí el bulto oscuro sobre la sábana. Nada había dejado en ella. Pensé con susto en un insecto, alguna de esas mariposas nocturnas aplastada sin duda por el peso de mi cuerpo dormido.
Y ahora, sentada junto al ventanal por donde la luz de la mañana se cuela como un río dichoso, acaricio con lenta delectación la aterciopelada tersura de los pétalos de mi flor azul.


Marraquech y otros cuentos

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