martes, 18 de enero de 2011

Tardes con Billie Holliday- Paulina Movsichoff





La pintura, pensaba, le había literalmente salvado la vida. Quién lo hubiera dicho, ella que insistió siempre en la imposibilidad de vivir sin Arturo. En realidad el artista había sido él. Desde que se conocieron fue como un acuerdo tácito. Julia sonreía al rememorar aquellos primeros meses de enamoramiento, cuando él le juraba que era la única, la verdadera. Sin embargo, a veces ella llegaba de sorpresa al taller y tenía que enfrentarse con la actitud rencorosa y desafiante de aquellas "minuzas" — como había dado en llamarlas — que lo perseguían con asiduidad y que no se resignaban a retirarse ante su presencia, a pesar de las indirectas cada vez más directas de Arturo. Aún se estremecía de rabia por lo sucedido dos meses atrás cuando entró como una tromba, se dirigió a la mesa trajinada de cervezas y vodkas y tiró los restos en la pileta de la cocina. Luego arrojó una mirada fulminante a la mujer de pelo rojizo y abundante maquillaje para después abrirle la puerta en un evidente e implacable gesto de despedida. Arturo no tuvo más remedio que aceptar que "conmigo te casas o no hay tu tía", como lo amenazaba ella un poco en broma y otro poco en serio y terminó por entrar en los convencionales carriles de la vida conyugal. Los pocos amigos que los frecuentaban se admiraron de ver a un Arturo cambiado, buen marido, dechado de fidelidad. Ni siquiera el aspecto económico resultó un problema (te morirás de hambre, Arturo es un bohemio) pues por esa época él comenzó a ser reconocido en el ambiente. No era raro entonces que vivieran con holgura de los tres o cuatro cuadros que vendía por año. Julia, por su parte, continuó con sus cátedras de literatura, lo cual le permitió mantener cierta independencia. Pero el centro de su vida nunca dejó de ser Arturo. Sólo esperaba el momento de la tarde en que él abría la puerta y, luego de besarla y de servirse un vodka-tonic, se tumbaba en el sillón a escuchar a Billiy Holliday y a mirarla con aquellos ojos cafés de reflejos amarillentos que a Julia le recordaban los de los gatos. También a ella había llegado a gustarle Billy Holliday y alguna vez, tirados en la alfombra, hicieron el amor bajo el influjo de aquella voz sinuosa y afelpada.
La enfermedad de Arturo entró en sus vidas como un viento huracanado en mitad de un día de campo. A los ruegos de Arturo, Marcelo Hardy, médico y amigo de muchos años, le confesó la verdad. Tenía cáncer de páncreas y ya nada quedaban por hacer, salvo esperar el desenlace. Sólo alguna droga para aliviar los posibles dolores. En vano Julia trató de insuflarle fuerzas para que luchara, se resistiera. "No quiero que te vayas", lloraba con desesperación. Arturo se limitaba a acariciarle la cabeza y a mirar pensativo el chisporroteo de las llamas en la chimenea.
Luego de su muerte, Julia decidió que no vendería la casa. Se trataba de una antigua y señorial casa que Arturo consiguió a precio irrisorio en el corazón de Belgrano. Con paciencia y esmero tiraron algunas paredes y techaron parte de la enorme terraza para adaptarla a sus gustos. Ambos estaban orgullosos de los vitraux que presidían la entrada, de la imponente escalera de caoba que Arturo compró como una bicoca en un remate. "No podría enjaularme en un departamento", pensaba Julia. No la hicieron cambiar de parecer la presión de sus padres ni la opinión de sus amigos. Por las tardes se servía un whisky y luego se hundía en el sillón a escuchar interminablemente a Billie Holliday, mientras recordaba el fulgor ansioso de los ojos de Arturo recorriendo su piel.
No supo qué la llevó a pintar. Lo cierto es que una tarde se encontró pincel en mano decorando un lienzo. Días después trasladó el taller de Arturo al "cuarto de las ventanas", como le llamaban a la pequeña habitación contigua al dormitorio y allí pasaba las horas olvidada de todo, del universo allá afuera, sin hacer caso del teléfono que sonaba de manera perentoria. Tampoco de los consejos de su madre. "Deberías salir", sos joven todavía". Ella no escuchaba razones. Una pasión desconocida la consumía, como si quisiera sacar de su interior algo largamente amordazado.
Cuando llegaba a verla alguna amiga, Julia la llevaba al taller. Le costaba disimular su satisfacción al ver el asombro de su visitante,"Tenés talento", le dijo Elvira una tarde, desviando la cara para largar el humo del cigarrillo. Elvira fue una de las más fanáticas admiradoras de Arturo. Era más que evidente que la pintura de Julia nada tenía que ver con la de él. Si los cuadros de su marido eran una abstracción, una evocación poética de la realidad, los de Julia parecían querer comunicar su exaltación, una dormida impulsividad.
Fue a comienzos de la primavera que empezó con los jardines. Toda la vida se había soñado a sí misma en un jardín salvaje, de plantas indómitas y hojas intensas y aterciopeladas. Y se dispuso a pintarlo. Pintó jardines con mujeres desnudas y ángeles volando como en un primigenio paraíso, jardines atravesados por arroyos cristalinos y verdeantes en los que el sol poniente era una bola de fuego, jardines con pimientos y acequias y lianas en que los monos se deslizaban despreocupados y felices, como si estas dos cualidades pudiesen encontrarse en otros vivientes que los humanos. Toda una serie de lienzos que abarrotaban ya el cuarto de las ventanas y en donde un eventual curioso se habría encontrado como en una selva. A veces a Julia le parecía escuchar el canto de los pájaros o el rumor de las alas de algún ángel. Sólo en el último cuadro se decidió. En medio de las zarzas y malezas, por entre grandes y rugosos árboles aparecía el tigre, con su calma desdeñosa y su silueta felina e inquietante. La tarde en que lo hubo terminado, Julia permaneció en una morosa contemplación. Le parecía tan vivo que hasta sentía que, de no haberla inhibido el miedo, podría pasar la mano por su lomo en una lenta caricia. Lo que más le impresionaba eran los ojos. Porque en aquellas pupilas luciferinas que la escrutaban desde la tela, le parecía reconocer los ojos de Arturo.
Esa noche llovió. En la cama daba una y otra vuelta, esperando que el sueño llegara cuanto antes a traer un alivio a su inquietud. Trataba de apartar de sus pensamientos de la cara de Arturo, de los ojos de Arturo mirándola como antes, enfebrecidos de deseo. Y esos ojos se asemejaban notablemente a los otros, a lo de su tigre. "Debería ver a un psiquiatra", pensó. "Tanto encierro me está volviendo una rayada". Fue entonces cuando escuchó abajo un sonido apagado, como si la lluvia se hubiera metido adentro de la casa. Pensó en bajar a la cocina a tomar agua. Pero antes que nada debía entrar al taller a cerrar una de las ventanas, golpeada insistentemente por el viento. Encendió la luz y se quedó perpleja ante la tela borroneada. Parecía que la lluvia hubiera invadido también aquel ámbito con el solo objeto de ensañarse con su pintura. Atontada, caminó hacia el rellano de la escalera. El fulgor de las pupilas fue suficiente para ver, para saber que allí estaba él al acecho, esperándola.


De Marrakesh y otros relatos

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