jueves, 10 de diciembre de 2009
William Blake y la imaginación- William Butler Yeats
Han existido hombres que amaron el futuro como a una amante, y el futuro mezcló el aliento de ella con el de ellos y agitó sus cabellos alrededor apartándolos de la comprensión de su tiempo. William Blake fue uno de estos hombres y si habló confusamente y de manea oscura fue porque hablaba de cosas para las que el lenguaje no podría encontrar modelos en el mundo que él conocía. Anunciaba la religión del arte, con la que nadie soñaba en el mundo que él conoció; y la comprendió de modo más perfecta que los miles de espíritus sutiles que han recibido su bautismo en el mundo que conocemos, porque al comienzo de las cosas importantes – en el comienzo del amor, y del día, en el comienzo de cualquier trabajo – existe un momento en el que comprendemos más perfectamente que más tarde, hasta que todo ha terminado. En su tiempo la gente culta creía divertirse con libros de imaginación, y “formar sus almas” escuchando sermones y haciendo ciertas cosas. Cuando debían explicar por qué la gente sería como ellos, honraba a los grandes poetas, se les hacía muy difícil dar esa explicación por falta de buenas razones. En nuestro tiempo estamos de acuerdo en que “formamos nuestras almas” siguiendo a algunos de los grandes poetas del pasado, Shelley, Wodsworth, Goethe, Balzac, Flaubert o el Conde Tolstoi, en los libros que escribió antes de convertirse en profeta y caer en una clase inferior, o los cuadros de Whistler, mientras nos divertimos, o en el mejor de los casos, formamos un espíritu más pobre, escuchando sermones o haciendo o no haciendo ciertas cosas. Escribimos sobre grandes escritores, incluso de aquello cuya belleza antaño nos había parecido impía, con frases de éxtasis, como aquellas que nuestros antepasados reservaban para las beatitudes y misterios de la Iglesia; y digan lo que digan nuestros labios, en el fondo creemos que la cosas bellas, como dijo Browning en el único ensayo escrito en prosa y no en verso, han “ardido en la mano divina”, y que cuando el tiempo haya comenzado a marchitarse, la mano divina caerá pesadamente sobre el mal gusto y la vulgaridad. William Blake creía en estas cosas cuando nadie lo hacía, y comenzó sus prédicas contra los filisteos que son como las prédicas de la Edad Media contra los sarracenos.
Había aprendido de Jacob Boehme y de antiguos escritores alquimistas que la imaginación era la primera encarnación de la divinidad, “el cuerpo de Dios”, “los miembros divinos”, y dedujo, lo que no hicieron los demás, que las artes imaginativas eran, por lo tanto, las máximas revelaciones divinas, y que la simpatía hacia todas las cosas vivientes, pecaminosas o virtuosas, que despiertan las artes imaginativas, es ese perdón de los pecados que Dios ordenó. La razón, y por la razón él entendía las deducciones que partían de las observaciones de los sentidos, nos ata a la mortalidad porque nos ata a los sentidos, y nos separa a unos de los otros al mostrarnos nuestros intereses en conflicto; pero la imaginación nos separa de la mortalidad mediante la inmortalidad de la belleza, y nos une a todos al abrir las puertas secretas de todos los corazones. Decía una y otra vez que todo lo que vive es sagrado, y que nada es impío excepto las cosas que no viven: los letargos y las crueldades, la timidez y la negación de la imaginación, que es la raíz de la que nacieron en tiempos antiguos. Las pasiones, por ser más vivas, son más sagradas; y esto fue una paradoja escandalosa en su época; y los hombres entrarán en la eternidad en alas de éstas.
Todo esto lo comprendía el de forma tan literal que algunos de sus dibujos para Vala, si los hubiera continuado después de los primeros trazos a lápiz y las primeras pinceladas de acuarela, habrían ocasionado un buen escándalo entonces como ahora. Las sensaciones de este cuerpo “necio” de este “fantasma de tierra y agua”, eran en sí mismas cosas semivivas, “vegetativas”, pero la pasión, esa “eterna gloria”, las hacía formar parte del cuerpo de Dios.
Esta filosofía lo convirtió en un poeta más fácilmente que a cualquier hombre de su tiempo, porque hizo que se contentara con expresar todo sentimiento hermoso que le venía a la cabeza sin preocuparse por su utilidad o sin vincularlo con ningún in útil. A veces uno siente, incluso cuando se leen obras de poetas de tiempos mejores – digamos Tennyson o Wordsworth – que turbaron la energía y simplicidad de sus pasiones imaginativas preguntándose si ellas ayudarían u obstaculizarían al mundo, en vez que creer que todas las cosas bellas habían “ardido” en la mano divina. Pero cuando uno lee a Blake, es como si el chorro de una inagotable fuente de belleza hiciera explosión en nuestros rostros, y no sólo cuando leemos “Song of Innocennce”, olas obras líricas que él deseaba llamar “Ideas del Bien y del Mal”, sino también cuando uno lee esos “libros proféticos” en los que habla de manera confusa y oscura, porque se refiere a cosas para cuya expresión no encontraba modelos en el mundo que lo rodeaba. Era un simbolista que debía inventar sus símbolos; y sus condados de Inglaterra, y su correspondencia con las tribus de Israel y sus montañas y ríos, y su correspondencia con las partes del cuerpo humano, son tan arbitrarios como algunos símbolo de Axël, del simbolista Villiers de l’Isle-Adama, mezclando además cosas incongruentes que no tiene la obra de Axël. Era un hombre que buscaba desesperadamente una mitología y que trataba de crearla porque no hallaba ninguna que pudiera emplear. Si hubiese sido un católico de la época de Dante, se habría contentado con María y los ángeles; o si hubiese sido un erudito de nuestros tiempos habría sacado sus símbolos de donde los tomó Wagner, de la mitología de Norse*, o se habría internado con la ayuda del proesor Rhys por la mitología del país de Gales que encontró en “Jerusalén”; o se hubiese ido a Irlanda y escogido para sus símbolos la montañas sagradas, en cuyas laderas el campesino aún ve los fuegos encantados y las divinidades que no se han desvanecido de las creencias, aunque sí de las oraciones de los corazones sencillos; entonces se habría expresado sin mezclar cosas incongruentes porque habría hablado de cosas que han estado durante mucho tiempo impregnadas de emoción; hubiera sido menos oscuro en sus expresiones porque la mitología tradicional habría estado en el umbral de su explicación y en el margen de su sagrada oscuridad. Si Enitharmon se hubiese llamado Freia, o Gwydeon, o Dana y hubiesen vivido en la antigua Noruega, o el antiguo Gales, o la antigua Irlanda, nos habríamos olvidado que su creador era un místico; y el himno de su arpa, que figura en Vala, nos habría hecho recordar muchos himnos antiguos.
La felicidad de la mujer es la muerte del que más ama,
Que muere de amor por ella,
Atormentado por celos feroces y angustias de adoración.
La noche del amante está presente en mi canción,
Y las nueve esferas se regocijan bajo mi poderoso control.
Cantar sin cesar siguiendo las notas de mi mano inmortal.
La solemne, silenciosa luna.
Reverbera la armonía viva sobre mis miembros.
Los pájaros y los animales se regocijan y juegan,
Y cada uno busca su pareja para mostrar su más profunda alegría.
Furiosos y terribles juguetean y torno rojo el piélago del infierno.
El abismo levanta su cabeza desgreñada,
Y perdido, en las infinitas alas susurrantes, se desvanece con un grito.
El grito apagado siempre está muriendo,
Y la voz viva, siempre está viviendo en su recóndita alegría.
1897
*Norse, nórsico: relativo a una de las lenguas populares de noruega que deriva de la gótica primitiva. Nombre empleado para designar el dialecto de las islas Fercé, Orcadas y Shetland.
Ideas sobre el bien y sobre el mal. Traducción: Esther Elena Sananés.
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