lunes, 30 de noviembre de 2009
Prehistoria del amor- Octavio Paz
Al comenzar estas reflexiones señalé las afinidades entre erotismo y poesía: el primero es una metáfora de la sexualidad, la segunda una erotización del lenguaje. La relación entre amor y poesía no es menos sino más íntima. Primero la poesía lírica y después la novela - que es poesía a su manera - han sido constantes vehículos del sentimiento amoroso. Lo que nos han dicho los poetas, los dramaturgos y los novelistas sobre el amor no es menos precioso y profundo que las meditaciones de los filósofos. Y con frecuencia es más cierto, más conforme a la realidad humana y psicológica. Los amantes platónicos, tal como los describe El Banquete, son escasos: no lo son las emociones que, en unas cuantas líneas, traza Safo al contemplar una persona amada:
Igual parece a los eternos dioses
Quien logra verse frente a ti sentado:
¡Feliz si goza tu palabra suave,
Suave tu risa!
A mí en el pecho el corazón se oprime
Sólo en mirarte: ni la voz acierta
De mi garganta a prorrumpir; y rota
Calla la lengua.
Fuego sutil dentro mi cuerpo todo
Presto discurre: los inciertos ojos
Vagan sin rumbo, los oídos hacen
Ronco zumbido.
Cúbrome toda de sudor helado:
Pálida quedo cual marchita hierba
Y ya sin fuerzas, sin aliento, inerte
Parezco muerta (1)
No es fácil encontrar en la poesía griega poemas que posean esta concentrada intensidad, pero abundan composiciones con asuntos semejantes, salvo que no son lésbicos. (En esto Safo también fue excepcional: el homosexualismo femenino, al contrario del masculino, apenas si aparece en la literatura griega.) Las fronteras entre erotismo y amor son movedizas: sin embargo no me parece arriesgado afirmar que la gran mayoría de los poemas griegos son más eróticos que amorosos. Esto también es aplicable a la Antología Palatina. Algunos de esos breves poemas son inolvidables: los de Meleagro, varios atribuidos a Platón, algunos de Filodemo y, ya en el período bizantino, los de Paulo el Silenciario. En todos ellos vemos - y sobre todo oímos - al amante en sus diversos estados de ánimo - el deseo, el goce, la decepción, los celos, la dicha efímera - pero nunca al otro o a la otra ni a sus sentimientos ni emociones. Tampoco hay diálogos de amor - en el sentido de Shakespeare o de Lope de Vega - en el teatro griego. Egisto y Clitemnestra están unidos por el crimen, no por el amor; son cómplices, no amantes; la pasión solitaria devora a Fedra y los celos a Medea. Para encontrar prefiguraciones y premoniciones de lo que sería el amor entre nosotros hay que ir a Alejandría y a Roma. El amor nace en la gran ciudad.
El primer gran poema de amor es obra de Teócrito: La hechicera (2). Fue escrito en el primer cuarto del siglo III a. C. y hoy, más de dos mil años después, leído en traducciones que por buenas que sean no dejan de ser traducciones, conserva intacta su carga pasional. El poema es un largo monólogo de Simetha, amante abandonada de Delfis. Comienza con una invocación a la luna en sus tres manifestaciones: Artemisa, Selene y Hécate, la Terrible. Sigue la entrecortada relación de Simetha, que da órdenes a su sirvienta para que ejecute ésta o aquella parte del rito negro a que ambas se entregan. Cada uno de esos sortilegios está marcado por un punzante estribillo: pájaro mágico, devuélveme a mi amante, tráelo a mi casa. (3) Mientras la criada esparce en el suelo un poco de harina quemada, Simetha dice: "Son los huesos de Delfis". Al quemar una rama de laurel, que chiporrotea y se disipa sin dejar apenas ceniza, condena al infiel: "que así se incendie su carne..." Después de ofrecer tres libaciones a Hécate, arroja al fuego una franja del manto que ha olvidado Delfis en su casa y prorrumpe: "¿por qué, Eros cruel, te has pegado a mi carne como una sanguijuela? ¿por qué chupas mi sangre negra?" Al terminar su conjuro, Simetha le pide a su acólita que esparza unas yerbas en el umbral de Delfis y escupe sobre ellas diciendo: "machaco sus huesos". Mientras Simetha recita unos sortilegios, se le escapan confesiones y quejas: está poseída por el deseo y el fuego que enciende para quemar a su amante es el fuego en que ella misma se quema. Rencor y amor, todo junto: Delfis la desfloró y la abandonó pero ella no puede vivir sin ese hombre deseado y aborrecido. Es la primera vez que en la literatura aparece - y descrito con tal violencia y energía- uno de los grandes misterios humanos: la mezcla inextricable de odio y amor, despecho y deseo.
El furor amoroso de Simetha parece inspirado por Pan, el dios sexual de pezuñas de macho cabrío, cuya carrera hace temblar al bosque y cuyo hálito sacude los follajes y provoca el delirio de las hembras. Sexualidad pura. Pero una vez cumplido el rito, Simetha se calma como, bajo la influencia de la luna, se calma el oleaje y se aquieta el viento en la arboleda. Entonces se confía a Selene como a una madre. Su historia es simple. Por su relato adivinamos que es una muchacha libre y de condición modesta (aunque no tanto: tiene una sirvienta); vive sola (habla de sus amigas y vecinas, no de su familia); tal vez para mantenerse, desempeña algún oficio. Es una persona del común, una mujer joven como hay miles y miles en todas las ciudades del mundo desde que en el mundo hay ciudades: Simetha hoy podría vivir en Nueva York, Buenos Aires o Praga. Un día unas vecinas la invitan a una procesión de Artemisa. Coqueta, se viste con su traje mejor y cubre sus espaldas con un chal de lino que le presta una amiga. Encuentra entre la multitud a dos jóvenes que vienen de la palestra, barbirrubios y de torsos soleados y relucientes. Coup de foudre: "Yo vi...", dice Simetha, pero no dice a quién. ¿Para qué? Vio a la realidad misma en un cuerpo y un nombre: Delfis. Turbada, regresa a su casa presa de una idea fija. Pasan días y días de fiebre e insomnio. Simetha consulta con magos y brujas, como ahora consultamos a los psiquiatras y, como nosotros, sin resultado alguno. Sufre
...la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura.
No sin dudas - es púdica y orgullosa - le envía a Delfis un mensaje. El joven atleta se presenta al punto en su casa y Simetha, al verlo, describe su emoción casi con las mismas expresiones de Safo: "Me cubrió un sudor todo de hielo... no podía decir una palabra, ni siquiera esos balbuceos con que los niños llaman a su madre en el sueño; y mi cuerpo, inerte, era el de una muñeca de cera". (4) Delfis se deshace en promesas y ese mismo día duerme en la cama de ella. A este encuentro se suceden otros y otros. De pronto, una ausencia de dos semanas y el inevitable chisme de una amiga: Delfis se ha enamorado de otra persona aunque, dice la indiscreta, no sé si es de un muchacho o de una muchacha. Simetha termina con un voto y una amenaza: ama a Delfis y lo buscará pero, si él la rechaza, tiene unos venenos que le darán la muerte. Y se despide de Selene (y de nosotros): "Adiós, diosa serena; yo soportaré como hasta ahora mi desdicha; adiós, diosa de rostro resplandeciente, adiós, estrellas que acompañan tu carro en su pausada carrera a través de la noche en calma". El amor de Simetha está hecho de deseo obstinado, desesperación, cólera, desamparo. Estamos muy lejos de Platón. Entre lo que deseamos y lo que estimamos hay una hendedura: amamos aquello que no estimamos y deseamos estar para siempre con una persona que nos hace infelices. En el amor aparece el mal: es una seducción malsana que nos atrae y nos vence. Pero ¿quién se atreve a condenar a Simetha?
El poema de Teócrito no habría podido escribirse en la Atenas de Platón. No sólo por la misoginia ateniense sino por la situación de la mujer en la Grecia clásica. En la época alejandrina que tiene más de un parecido con la nuestra, ocurre una revolución invisible: las mujeres, encerradas en el gineceo, salen al aire libre y aparecen en la superficie de la sociedad. Algunas fueron notables, no en la literatura y las artes, sino en la política como Olimpia, la madre de Alejandro y Arsinoe, la mujer de Ptolomeo, Filadelfo. El cambio no se limitó a la aristocracia sino que se extendió a esa inmensa y bulliciosa población de comerciantes, artesanos, pequeños propietarios, empleados menores y toda esa gente que, en las grandes ciudades, ha vivido y vive aún del cuento. Aparte de su valor poético, el poema de Teócrito arroja indirectamente cierta luz sobre la sociedad helenística. En cierto modo es un poema de costumbres: es significativo que nos muestre no la vida de los príncipes sino la de la clase media de la ciudad, con sus pequeñas y grandes pasiones, sus apuros, su sentido común y su locura. Por este poema y por otros suyos, así como por los "mimos" de Heronda, podemos hacernos una idea de la condición femenina y de la relativa libertad de movimientos de las mujeres.
Convertir una mujer joven y pobre como Simetha en el centro de un poema pasional que alternativamente nos conmueve, nos enternece y nos hace sonreír, fue una inmensa novedad literaria e histórica. Lo primero pertenece a Teócrito y a su genio; lo segundo a la sociedad en que vivió. La novedad histórica del poema fue el resultado de un cambio social que, a su vez, era el resultado de la gran creación del período helenísitico: la transformación de la ciudad antigua. La polis, encerrada en sí misma y celosa de su autonomía, se abrió al exterior. Las grandes ciudades se convirtieron en verdaderas cosmópolis por el intercambio de personas, ideas, costumbres y creencias. Entre los poetas del período helenístico que figuran en la Antología Palatina, varios eran extranjeros, como el sirio Meleagro. Esta gran creación civilizadora fue realizada en medio de las guerras y de las monarquías despóticas que caracterizan a esa época. Y el mayor logro fue, sin duda, la aparición en las nuevas ciudades de un tipo de mujer más libre. El "objeto erótico" comenzó a transformarse en sujeto. La prehistoria del amor en Occidente está, como ya dije, en dos grandes ciudades: Alejandría y Roma.
Las mujeres - más exactamente las patricias - ocupan un lugar destacado en la historia de Roma, lo mismo bajo la República que durante el Imperio. Madres, esposas, hermanas, hijas, amantes: no hay un episodio de la historia romana en que no participe alguna mujer al lado del orador, el guerrero, el político o el emperador. Unas fueron heroicas, otras infames. En los años finales de la República aparece otra categoría social: la cortesana. No tardó en convertirse en uno de los ejes de la vida mundana y en el objeto de la crónica escandalosa. Unas y otras, las patricias y las cortesanas, son mujeres libres en el diverso sentido de la palabra: por su nacimiento, por sus medios y por sus costumbres. Libres, sobre todo, porque en una medida desconocida hasta entonces tienen albedrío para aceptar o rechazar a sus amantes. Son dueñas de su cuerpo y de su alma. Las heroínas de los poemas eróticos y amorosos provienen de dos clases. A su vez, como en Alejandría, los poetas jóvenes forman grupos que conquistan la notoriedad tanto por sus obras como por sus opiniones, sus costumbres y sus amores. Catulo fue uno de ellos. Sus querellas literarias y sus sátiras no fueron menos sonadas que sus poemas de amor. Murió joven y sus mejores poemas son la confesión de su amor por Lesbia, nombre poético que ocultaba a una patricia célebre por su hermosura, su posición y su vida disoluta (Clodia). Una historia de amor alternativamente feliz y desdichada, ingenia y cínica. La unión de los opuestos - el deseo y el despecho, la sensualidad y el odio, el paraíso entrevisto y el infierno vivido - se resuelven en breves poemas de concentrada intensidad. Los modelos de Catulo fueron los poetas alejandrinos sobre todo Calímaco - famoso en la Antigüedad pero del que no sobreviven sino fragmentos - y Safo. La poesía de Catulo tiene un lugar único en la historia del amor por la concisa y punzante economía con que expresa lo más complejo: la presencia simultánea en la misma conciencia del odio y el amor, el deseo y el desprecio. Nuestros sentidos no pueden vivir sin aquello que nuestra razón y nuestra moral reprueban.
El conflicto de Catulo es semejante al de Simetha, aunque con variantes decisivas. La primera es del sexo: en los poemas de Catulo habla un hombre. Diferencia significativa: el hombre, no la mujer, es quien está en relación de dependencia. La segunda: el héroe no es una ficción y habla en nombre propio. Con esto no quiero decir que los poemas de Catulo sean simples confesiones o confidencias: en ellos, como en todas las obras poéticas, hay un elemento ficticio. El poeta que habla es y no es Catulo: es una persona, una máscara que deja ver el rostro real y que, al mismo tiempo, lo oculta. Sus penas son reales y también son figuras del lenguaje. Son imágenes y representaciones, El poeta convierte a su amor en una especie de novela en verso, aunque no por esto menos vivido y sufrido. Otra diferencia: ella y él, sobre todo ella, pertenecen a dos clases superiores. Como son dos seres libres y en cierto modo asociales - ella por su posición, él por ser poeta - se atreven a romper las convenciones y reglas que los atan. Su amor es un ejercicio de libertad, una transgresión y un desafío a la sociedad. Éste es un rasgo que figurará más y más en los anales de la pasión amorosa, de Tristán e Isolda a las novelas de nuestros días. Por último, Catulo es un poeta y su reino es el de la imaginación. A la inversa de Simetha, más simple y más rústica, no busca vengarse con filtros y venenos, su veneno asume una forma imaginaria: sus poemas.
En Catulo aparecen tres elementos del amor moderno: la elección, la libertad de los amantes; el desafío, el amor es una transgresión; finalmente, los celos. Catulo expresa en breves poemas, lúcidos y dolorosos, el poder de una pasión que se filtra poco a poco en nuestra conciencia hasta paralizar nuestra voluntad. Fue el primero que advirtió la naturaleza imaginaria de los celos y su poderosa realidad psicológica. Es imposible confundir estos celos con el sentimiento de la honra mancillada. En Otelo se mezclan los celos auténticos - ama a Desdémona - con la cólera del hombre ofendido. Pero es el amor, en la forma pervertida de los celos, la pasión que lo mueve: And I will kill thee, / And love you after. En cambio los personajes de los dramas españoles, especialmente los de Calderón, no son celosos: al vengarse limpian una mancha, casi siempre imaginaria, que empaña su honra. No están enamorados: son los guardianes de su reputación, los esclavos de la opinión pública. Como dice uno de ellos
El legislador tirano
ha puesto en ajena mano
mi opinión y no en la mía.
En todos estos ejemplos, sin excluir el más conmovedor: Otelo, el código social es determinante. No en Proust, el gran poeta moderno, no del amor sino de su secreción venenosa, su perla fatal: los celos. Swan se sabe víctima de un delirio. No lo liga a Odette ni la tiranía de la atracción sexual ni la del espíritu- Años después, al recordar su pasión, se confiesa: "y pensar que he perdido los mejores años de mi vida por una mujer que no era mi tipo". Su atracción hacia Odette es un sentimiento inexplicable, salvo en términos negativos: Odette lo fascina porque es inaccesible. No su cuerpo, su conciencia. Como la amada ideal de los poetas provenzales, es inalcanzable. Lo es, a pesar de la facilidad con que se entrega, por el mero hecho de existir. Odette es infiel y miente sin cesar pero, si fuese sincera y fiel, también sería inaccesible. Swan la puede tocar y poseer, la puede aislar y encerrar, puede convertirla en su esclava: una parte de ella se le escapará. Odette siempre será otra. ¿Odette existe realmente o es una ficción de su amante? El sufrimiento de Swan es real: ¿también es real la mujer que lo causa? Sí, es una presencia, un rostro, un cuerpo, un olor y un pasado que no serán nunca suyos. La presencia es real y es impenetrable: ¿qué hay detrás de esos ojos, esa boca, esos senos? Swan nunca lo sabrá. Tal vez ni la misma Odette lo sabe; no sólo miente a su amante: se miente a ella misma.
El misterio de Odette es el de Albertina y el de Gilberta: el otro siempre se nos escapa. Proust analiza interminablemente su desdicha, desmenuza las mentiras de Odette y los subterfugios de Albertina pero se niega a reconocer la libertad del otro. El amor es deseo de posesión y es desprendimiento; en Proust sólo es lo primero y por esto su visión del amor es negativa. Swan sufre, se sacrifica por Odette, termina por casarse con ella y le da su nombre: ¿la amó alguna vez? Lo dudo y él mismo lo dudó también. Catulo y Lesbia son asociales; Swan y Odette son amorales. Ella no lo ama: lo desprecia. No obstante, no puede separase de ella: sus celos lo atan. Está enamorado de su sufrimiento y su sufrimiento es vano. Vivimos con fantasmas y nosotros mismos somos fantasmas. Para salir de esta cárcel imaginaria no hay sino dos caminos. El primero es el del erotismo y ya vimos que termina en un muro. La pregunta del amante celoso, ¿en qué piensas, qué sientes?, no tiene la respuesta del sadomasoquismo; atormentar al otro o atormentarnos a nosotros mismos. En uno y en otro caso el otro es inaccesible e invulnerable. No somos transparentes ni para los demás ni para nosotros mismos. En esto consiste la falta original del hombre, la señal que nos condena desde el nacimiento. La otra salida es el amor: la entrega, aceptar la libertad de la persona amada. ¿Una locura, una quimera? Tal vez, pero es la única puerta de la cárcel de los celos. Hace muchos años escribí: el amor es un sacrifico sin virtud; hoy diría: el amor es una apuesta insensata, por la libertad. No la mía, la ajena.
Notas:
(1). Cito la admirable traducción de Marcelino Menéndez y Pelayo, hecha en la misma estrofa de Esteban Manuel de Villegas: cuatro versos blancos, los tres pirmeros sáficos y el cuarto adónico. Pablo Neruda empleó la misma forma en Angela Adónica, uno de los mejore poemas de Residencia en la tierra. Aunque menos perfecto en la versificación, el poema de Neruda merece ser comparado con la traducción de Menédez y Pelayo. Los dos poemas expresan dos momentos opuestos del erotismo: el del Safo, la concentrada ansiedad del deseo; el de Neruda, el reposo después del abrazo. El fuego y el agua.
(2) Las hechiceras. Según Marguerite Yourcenar la traducción literal es los filtros mágicos. (Pharmaceutria). Con buen sentido, otro traductor, Kack Lindsay, prefier usar como título el nombre de la heroína, Simetha.
(3) Pájaro mágico: un instrumento de hechicería compuesto por un disco de metal con dos perforaciones y que se hacía girar con una cuerda. Representaba el torcecuello, el pájaro en que fue transformada por Hera una ninfa, celestina de los amores adúltero de Xeus con Ío.
(4) Catulo también imitó, casi textualmente, el pasaje de Safo. Un ejemplo más de cómo la poesía más propia y personal está hecha de imitación y de invención.
La llama doble- Seix Barral
A la luz de una manzana- Hélène Cixous
Era una mujer casi increíble. O, mejor dicho: una escritura. Einstein decía que, algún día, a la gente le costaría creer que hubiera existido jamás un hombre como Gandhi, de carne y hueso, sobre la tierra.
Nos cuesta, pero también nos reconforta, creer que Clarice Lispector haya podido existir, muy cerca, ayer, tan lejos, antes que nosotros. Kafka también es irrecuperable, excepto... a través de Clarice Lipsector.
Si Kafka fuera una mujer. Si Rilke fuera una brasileña judía nacida en Ucrania. Si Rimbaud hubiera sido madre y hubiera llegado a cincuentona. Si Heidegger hubiera podido dejar de ser alemán, si hubiera escrito la Novela de la Tierra. ¿Por qué cito todos estos nombres? Para intentar perfilar el terreno. Por ahí escribe Clarice Lispector. Ahí donde respiran las obras más exigentes, ella avanza. Pero luego, donde el filósofo pierde aliento, ella continúa, va aún más lejos, más lejos que cualquier clase de saber. Después de la comprensión, paso a paso, se adentra estremeciéndose en el incomprensible espesor tembloroso del mundo, con el oído finísimo, alerta para captar incluso el ruido de las estrellas, incluso el mínimo roce de los átomos, incluso el silencio entre dos latidos del corazón. Vigía del mundo. No sabe nada. No ha leído a los filósofos. Y, sin embargo, a veces juraríamos oírles susurrar entre sus bosques. Lo descubre todo.
Todos los momentos paradójicos de las pasiones humanas, los dolorosos maridajes de los contrarios, que constituyen la mismísima vida, miedo y valentía (el miedo es también valentía), locura y sabiduría (la una es la otra como la bella es la bestia), carencia y satisfacción, la sed y el agua... Nos descubre todos los secretos, y, una a una, nos brinda las mil claves del mundo.
Y también esa experiencia suprema, sobre todo hoy en día, consistente en ser-pobre a fuerza de pobreza, o a fuerza de riqueza.
Allí donde el pensamiento deja de pensar para convertirse en un arranque de alegría, ahí escribe Clarice Lispector. Ahí donde la alegría se hace tan aguda que duele, ahí nos hace daño esta mujer.
Y también en la calle: pasa un hombre apuesto, una anciana, una niña pelirroja, un perro asqueroso, un cochazo, un ciego.
Y, bajo la mirada de Clarice Lispector, cada acontecimiento despunta, lo común se barre y muestra su tesoro que es, precisamente, común. Y, de repente, ahí está como un vendaval, como un incendio, como un mordisco: la vida.
Mirada furibunda, voz que se esfuerza, escritura que se afana en hurgar, en desenterrar, en des-olvidar: ¿qué? Lo vivo, los inagotables misterios de nuestra "habitación" en la tierra. ¡Los hay, y muchos! Reinos y especies y seres. Hay que salvar todo cuanto existe, rescatarlo del olvido que se apodera de nuestra existencia cotidiana. Y henos aquí que gracias a la obra de Clarice Lispector todo resucita, los recuperamos tal cual; todo cuanto tiene derecho a ser nombrado, ya que es. Silla, estrella, rosa, tortuga, huevo, niño...ella se preocupa maternalmente y por toda clase de "hijos".
Como todas las más grandes obras, la de Clarice Lipsector es iniciación, humilde e incesante asombro y, a la vez, lección para el lector. Reeducación del alma. La obra nos reintegra a la escuela del mundo. La obra, en sí misma, es la escuela y la escolar. Pues quien escribe no sabe. Lo cual no impide que, a veces, creamos la luz, a tientas en la oscuridad y encontrando el cuerpo inesperado.
Escribir: rozar el misterio, delicadamente, con la punta de las palabras, procurando no aplastarlo a fin de des-mentir.
Tranquilos: también escribe cuentos. Una mujer joven y rica se encuentra con un mendigo. Y, en seis página, ahí está el Evangelio, o el Génesis. No, no exagero mucho.
Una mujer y una cucaracha: son las protagonistas del drama de Re-conocimeinto titulado La Pasión según G:H. ¿Lo cuento? Ella, (una mujer designada con las inicales G.H., o la escritura) es decir, la pasión, parte de una habitación de servicio. De una pared blanca en la que aparece, dibujada, una silueta de mujer. Y avanza. A paso de pápagina, con ritmo regular, sostenido, hasta la revelación final. Cada página posee la plenitud de un libro. Cada capítulo es una tierra. Por explorar, por superar: cada peldaño aleja al "yo" de su ego. A cada paso, un muro. Se abre. Un error. Develado. G.H. encuentra una cucaracha. Pero no habrá "Metamorfosis" monstruosa alguna. Al contrario, para G.H., el bicho es el representante real de una especie que ha perdurado en su ser - cucaracha desde la prehistoria-. El trozo de ser vivo, horrible, repugnante, admirable en su resistencia a la muerte. A ese cuerpo, el cuerpo del otro, al que se atreve, debe, no quiere, infringir la muerte. G.H. pregunta con violencia el secreto de lo vivo, la materia prehumana que no muere. ¿Qué es la vida la muerte sino una construcción mental, humana, una proyección del yo? La vida prehumana no conoce la muerte. La pasión según G.H. es esta travesía por el caparazón, por todos los caparazones, hasta la materia ilimitada, neutra, impersonal...
No, no he contado nada. Hay que seguirla, palabra por palabra, en su ascensión hacia abajo. Sí, con ella, descender también es ascender.
¡Acaso somos ahora sus hijos?
Ahora voy a descender hasta las estrellas terrestres que parpadean, débilmente, en el libro La Hora de la Estrella.
Prólogo y traducción de Ana María Moix
La risa de la medusa. Editorial Anthropos
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Pensamiento crítico- Pensamiento utópico
La aurora de la palabra- María Zambrano (Tres fragmentos)
I. LA PALABRA PERDIDA
La completa aurora de la palabra sería la aparición de esa palabra única llamada "palabra perdida" en las tradiciones derivadas de la tradición. Sin claramente saberlo, por encontrarla algunos poetas han quedado sellados y algunos nombrados filósofos, y aun algunos novelistas. Lo que parece más alejado, ya que el novelar es hacer historia y la palabra perdida no solamente está más allá de la historia, sino que la anularía si algún día de veras y para todos apareciera. Y así se podrían señalar los pasos, estaciones de esta Quête de la palabra perdida como la Quête de la historia abolida, y de la aparición de la vida viviente sin esa dimensión histórica "ineludible", como se dice en los paliados historicismos. La vida, es cierto, se hace en seguida histórica cuando lo que el que simplemente vive, el asimilado a la vida, que lo es al par a la palabra, lo que necesita es la vida vivificante, la aurora no interrumpida por ese Sol que enuncia todos los Imperios, comprendido el de la poderosa Razón. La aurora y antes el alba anuncian algo que débilmente se insinúa, ideleblemente también: lo intacto. Anuncio no de lo qu sigue, el imperio del Sol, sino de la claridad, si la claridad es, que se ha quedado remota: una especie de belbuceo, una apenas sombra de luz. Y un fuego sutil que da frío, la gota de rocío de la virtud única que de tan concentrado fuego da señal. Y de ahí la belleza y el error que en la mirada prendida de ella sucita; por ese no creer que inhibe el respirar en el momento privilegiado. Y así se pierde el aliento que sólo da el respiro, aunque sea cosa de un instante, en el fuego frío del alba todavía indecisa antes de que aparezca la raya de la aurora. Una raya que traza el abismo entre luz y tinieblas, que arroja las tinieblas hacia el abismo de donde, por fuerza, habr{an de resurgir. Mas antes, antes de la separación, está el alba, sombra primera de la luz, y con ella, andando en ella, envuelta por ella, la palabra que se perdió y que volverá en cada alba.
¿Y no podría abrirse por la palabra más inmediatamente que "perdida", echada de menos la difrencia entre el oír y el decir: entre la situación del que dice la palabra y la de este que la escucha? La que marca la distancia, abismo puede ser, entre el lugar de donde llega la palabra y este lugar su punto de destino. Pues que un punto se suele sentir aquél que recibe la palabra dentro del espacio que él ocupa. Y si este espacio "aquí" se hace ámbito de la palabra remota, le parece entonces que sea el de ella, y él, el que la escucha, sea tan sólo un ocupante o testigo indiscreto. Y corre llevado de espanto como si hubiera asistido a un sueño de otro o a un suceso de otro planeta. De ello sólo salva el que la palabra que de aquel remoto lugar penetre antes de sernos dada, dentro del sentir ahondándolo, ensanchándolo hasta que el ámbito del sentir traspase sus propios límites y que el cerco quede derribado. Y si así fuera y cuando así ha sido, la palabra se despliega, se hace sentir en el sentir originario del sujeto sin lucha. La palabra que así llega puede decir poca cosa, casi nada, puede ser simplemente el nombre de ese sujeto visitado; su nombre que le es dado al par que se libra de su yo.
La palabra perdida, echada de menos, parece que se ofrezca siempre que una palabra se hace en oscuro sentir que por ella se depierta; cuando la palabra toca y enciende el germen mismo de la palabra. Y luego cuando se ve deja un balbuceo, el no poder hablar y el ansia de decir sin palabra alguna. El arrobo que puede llevar a enajenación si el germinar prosigue. Ineludiblemente se parece el alrgo, duradero balbucear de Hölderlin. Y el cántico apenas audible de alguna mujer elegida y abandonada que nunca llora. Y apenas el rumor que se desprende de algún campo donde germina alguna semilla desconocida.
Pues que la palabra germina desde antes de la aurora, antes de que se extienda esa raya no siempre luminosa que anuncia la escritura.
II. LA PALABRA INICIAL
"...No volveré a hablar como he hablado. Ni a escribir como lo he hecho, sea cual sea la forma en que lo hice", alguien dice entre sí y para sí un día que se queda por ello marcado. Un día que había de llegar y que ha llegado, sin duda, a todos aquellos heridos o al menos flechados por la palabra, por esa palabra original y por ello tan amplia que abarca toda "humana "obra, constructiva irrepetiblemente. La palabra del arquitecto sostenida por la palabra escondida, sacrificada: esa muchacha que se trasnfere luego a la piedra de fundación. La palabra, la piedra que sirve perdiéndose y perdiéndonos, pues que fue colocada sobre la fuente "que mana y corre" aún en la noche. Y quizá sólo en la noche. Cuando el acallamiento de todos los decires permite sentir su palpitar. El inextinguible palpitar de lo vivo de verdad.
"No, no volveré a hablar como he hablado", que si se eleva a voto da el silencio en que se nos pierden - a nosotros - ellos quienes los formularon, a no ser que un día hablen ya de otro modo.
Mas el voto es una máscara cuando no se impone por sí mismo, sin ser notado. Y entonces no se formula. Se hace como un silencio tenue, sin corporeidad. Es un resultado, un fruto más bien que se abre intangible; un grano de fuego que ha germinado ya; una forma irreconocible si se la mira. Y por ello vale más no mirar. Una presencia que no se sabe cuándo llegó, y un pensamiento sin memoria.
Y de este pensamiento nacido del sentir y que de él no se desprende, ¿quedará memoria? ¿O volverá a fondo de su sentir como aquella paloma que se volvía porque aún no había legado el fin del diluvio? El anuncio incompleto, la incompleta profecía.
Hasta que al fin cesan de caer las aguas sobre la tierra. Eran quizá las aguas primeras, las amargas del día de la creación sobre las que se posaba el aliento divino, el divino y primario palpitar. Dejaron de caer las aguas y surgió casi deshecha la tierra. Y el hombre hubo de salir de su arca y celebró sus nupcias con la tierra; su lugar. Volvió a hablar como antes, ¿o comenzó ya a hablar un idioma? Un determinado idioma ya suyo y de los suyos, los salvados, conjugándose todos de nuevo sobre una tierra empapada que un sol implacable haría desecar: la gran fertlidad al comienzo y luego la sequedad, la polvareda. Y las palabras ya muchas desecadas, convertidas en piedras, algunas, por ventura, en "cantos" como en español se dice iguamente para el cántico y la piedra que rueda apenas sin ser tocada; el canto que no se aviene a la edificación porque conserva algo de su vida inicial. Piedras de la aurora interior al Diluvio, quizá, cantos rodados. ¿Quedarán palabras de la hora primera? No asistió a su aparición hombre alguno. Mas la palabra divina pudo preparar la que había de dársele al hombre, si es que el hombre es el ser prometido desde el comienzo de los comienzos; si es que la creación del cosmos salió de las tinieblas profetizándolo. Y como un profeta vino a irse quedando sin esa palabra anterior a todo idioma, perdida. Y perdido el aliento y escondida en su raíz la voz.
Y así entendemos que no es la palabra la que se nos fue y podría estar ahí rodando entre todas, dándose a ver en algún instante fugitivas. No son ellas ni ella, si es que hay una tan sólo, las que se pierden. Es el cómo del decir y la falta del aliento primordial y del fuego sutil nunca respirado. El desaliento que el reflejo del fuego únicamente vencería. No a la palabra, sino a su arder inicial, hace su aurora.
III. EL GERMEN
Tal vez sea la atracción del ocaso escondida bajo el ansia de un porvenir que se haga en seguida presente - un porvenir estabilizado -, tal vez sea el desapego humano a todo anuncio de cumplimiento interminable, un sinfin el que crea la expectación: la mirada rápida del cazador que recoge el sol cuando sale. Y ese olvido, ese dejar atrás desatendido al lucero que precede a la aurora. Y que más que anuncio es guía de la luz que tan indecisa llega, tan sin saber. El lucero. Venus llamando, guía y sostiene a la luz. ¿Guía o germen? Acá sobre la tierra el germen no parece que sea el guía ese que ciertas plantas se tuercen para encontrar. El congénito crecer heliotrópico no les ha dado la necesaria consistencia que en su debilidad la yerba o la retama dócil al viento tienen.
El guía hacia el crecer vegetal, ¿es el sol o es la luz? Sin duda que es ella, pues que en tierras con poco sol nada crecería. Y en los desiertos por el sol abrasados debería su luz bastar, ser ella el agua. ¿La luz como agua única alguna vez?
El desechado lucero, ¿será en alguna religión olvidada o escondida señal de ese germen de luz y palabra que en el pensamiento occidental se nos da a conocer como "Logos spermatikos"? Ese fuego- semilla- contenido en el tiempo en alguna teogonía que precedió a Heráclito y a la que tan escasa atención se ha prestado.
A punto estuvo la teología de Justino de perecer en plenitud en el Cristianismo. Mas fue bien pronto rechazado. Emmanuel, Dios en el hombre. ¿No es acaso semilla de vida eterna albergada en su indeciso ser, en esa alba que es la humana vida? ¿El verbo divino no se sembró para nacer un humano cuerpo y no se derramó en humana palabra?
El lucero único, fuego que se hace luz incesantemente, quizá sea señal de la palabra escondida, de su invencible unidad que se multiplica sin fin.
La aurora- Ediciones Alción
domingo, 29 de noviembre de 2009
No te amaba- Idea Vilariño
No te amaba
no te amo
bien sé que no
que no
que es la hora
es la luz
la tarde de verano.
Lo sé
pero te amo
ahora te amo
hoy
esta tarde te amo
como te amé otras tardes
desesperadamente
con ciego amor
con ira
con tristísima ciencia
más allá de deseos
o ilusiones
o esperas
y esperando no obstante
esperándote
viendo
que venías
por fin
que llegabas
de paso
N. En Montevideo, Uruguay. Obra poética: La suplicante, Cielo Cielo, Paraíso Perdido, Por aire sucio, Nocturnos, Poemas de amor.
Que contiene una fantasía contenta con amor decente- Sor Juana Inés de la Cuz
Detente, sombra de mi bien esquivo,
imagen del hechizo que más quiero,
bella ilusión por quien alegre muero,
dulce ficción por quien penosa vivo.
Si al imán de tus gracias, atractivo,
sirve mi pecho de obediente acero,
¿para qué me enamoras lisonjero
si has de burlarme luego fugitivo?
Mas blasonar no puedes satisfecho
de que triunfa de mí tu tiranía:
que aunque dejas burlado el lazo estrecho
que tu froma fantástica ceñía,
poco importa burlar brazos y pecho
si te labra prisión mi fantasía.
Gracia Plena
I
Con qué luciérnaga alumbraré tu búsqueda
más allá de mi llanto
de tu cama vacía en donde aún
tus manos me traen ese aroma de magnolias amargas
Afuera el verano continúa
y tus vestidos cuelgan desolados
desde su espera inútil
Aprendí a comprenderte aquella noche
cuando te vi de pronto
desamparada y frágil en brazos de la muerte
Entonces me senté a recibir tu caricia impalpable
a descubrir el nido de tu frente
allí donde se acongojaba la ternura
y me caí de bruces en tu ausencia
Sé que estabas cansada de inventar la alegría
de levantar mañanas por lentos corredores
de ovillar las historias para que al fin el tiempo
no pudiera enredarlas
Sé que ya reclamabas esa almohada invisible
que de una vez por todas acogiera tu pena
Madre afuera es lluvia y sol desvanecido
y hoy mi corazón es igual que la higuera
que se secó una tarde de tanto ya no verte
Tu partida fue el rayo
que partió en dos el mundo
Ahora debo aprenderlo todo sin tu ayuda
comenzar desde cero a descifrar
la fórmula del vuelo
a seguir mis trajines del fuego y la penumbra
La puerta de los días se salió de sus goznes
y ya no puedo madre
volver a colocarla
II
Me acuerdo de ti en tu mecedora
esperando vaya a saber qué cosas
tal vez que los hijos volviéramos del mundo
a apichonarnos debajo de tus rezos
o que de una vez el amor abriera una ventana
en el muro implacable de tu otoño
Y sin embargo
qué bueno era saberte por detrás de la lluvia de las horas
sentir que tus pasos de harina
todavía amasaban ese pan que hoy nos anda faltando
que en tus labios aún guardabas ese beso
como el alero que aprisiona nuestra infancia
y que en el fatigado espesor de tu silueta
todas las lejanías se acercaban
Madre ahora de qué sirven las palabras
si en ellas no me busca tu mirada
y ya no podemos hablarnos por las tardes
porque Dios ha cortado los hilos del teléfono
Porque tampoco puedo calentarme en la brasa de tus muertos
mientras afuera ruge la ventisca
Qué nos haremos madre
desvestidos de tiempo
descalzos de todos tus crepúsculos
Qué nos haremos madre sin tus manos
que hoy no pueden salvarnos de tu ausencia
III
Yo no sé quién te mece en tu cuna de tierra
ni si alguien va avisarte que ya es tarde
y tienes que planchar los almidones
Quizá en la eternidad tu mesa esté tendida
y me invites a quedarme con esa voz de sirena
que ha perdido su reino de corales
O tal vez estés oyendo tu radio
antes que te desvele la tristeza
o esperes que de nuevo con el alba los ángeles te pongan la sonrisa
para que no nos extraviemos en la niebla
Cómo escuchar de nuevo aquella frase
con que me arropabas en las despedidas “Adiós hijita, cuídese”
Cómo andar desde ahora cargando con mis nuncas
Igual que cuando era una niña hoy quisiera cuidarte
como aquella lejanísima vez de tu desmayo
cuando con mi estatura de muñeca peleaba con la abuela
para ser sólo yo quien te atendiera
Así quisiera hoy alejar a la muerte de tu lado
y luego que hayas vuelto
a tu falda de cielo coser mi corazón
IV
En papeles de Gloria escribes ahora tus recuerdos
Aquellos de tu juventud cuando eras tan firme y tan serena
como las montañas que vigilaron nuestros juegos
y en la rama paciente de tus horas
llegaban a cantar todos los pájaros
Todavía tu pan me restituye
la fuerza para andar buscando el día
y la hospitalidad abierta de tu pecho
es morada donde refugio mis derrotas
Todavía en tu aroma me arrodillo como aquella piadosa adolescente
que ahora anda a los tumbos por la ausencia
tratando de encontrarse en tus perdones
Madre juguemos de nuevo al Vuela vuela
o envuélvenos el sueño en tus Benditos
Estoy ante tu puerta ya cerrada
y es de noche y hay frío y hay llovizna
Atiéndeme no tardes madre mía
es tu niña asustada quien te llama
Coral en la tiniebla- Torres Agüero Editor
sábado, 28 de noviembre de 2009
Una historia de amor
Felisa María supo que su vida acababa de dar un giro de 180 grados cuando su amiga Charo Barbosa le susurró al oído: “Ése es el diputadito del que te hablé esta mañana.” Ella y dos amigas más habían alquilado el coche que las llevaría al corso ese viernes de carnaval y ya iban por la segunda o tercera vuelta cuando divisó la silueta del diputado en una de las esquinas de la plaza. Apenas lo miró, se quedó encandilada por aquella figura de arcángel que fijó en ella sus ojos de un azul remansado detrás de los gruesos anteojos. Felisa María decidió que no iba a dejar pasar la oportunidad que la vida le ponía por delante. En efecto, el grupo de amigas que formaban Charo Barbosa, Mecha Foncueva y Domitila Allende le había hablado de aquel socialista cuyo nombre sólo Charo Barbosa, que lo leyó en el diario de la tarde, se lo pudo descifrar completo: Bernardo Movsichoff. A Felisa, que por esa época devoraba una novela de Dostoyevski robada de las estanterías de libros que abarrotaban el cuarto de su hermano Eduardo, el nombre le recordó a aquellos personajes que le dejaban el alma en suspenso y a esas tierras lejanas y exóticas que apenas podía contornear en el territorio febril de su imaginación. Para la segunda vuelta ya sus amigas la habían puesto al tanto de que el galán en cuetión era un diputado nacional por el socialismo y que la tarde anterior pronunció en aquella misma plaza un encendido discurso que las campanas de la iglesia se empeñaron en vano en cubrir con sus arrebatados repiques. Cuando el coche pasó delante de él, la retreta tocaba La Cucaracha y Felisa, ni lerda ni perezosa, le tiró un puñado de serpentinas que cayeron sobre la silueta del diputado como una caricia ondulatoria, mientras al son de la música le decía:
Al diputado, al diputado,
tonto lo van a llamar.
Porque no tira, porque no tiene
serpentina en carnaval.
Cuando en la próxima vuelta ella volvió a pasar a su lado, Bernardo le arrojó a su vez un puñado de serpentinas. Pero Felisa, envalentonada por el éxito de su desafío, volvió a arremeter con La Cucaracha:
Al diputado, al diputado,
lerdo lo van a llamar.
Porque no piensa, porque no sabe
que se moja en carnaval.
La proxima vez Bernardo vació sobre las niñas que pasaron a su lado un pomo de olor que las dejó empapadas y fragantes, pero Felisa volvió a cantar:
Al diputado, al diputado,
preso lo van a llevar.
Porque no piensa, porque no sabe
que está prohibido chayar.
Bernardo Movsichoff pidió entonces a Bragagnolo, que además de correligionario lo acompañaba en aquellas lides carnavalescas, que preguntara a la niña si concurriría al baile de esa noche. Felisa le mandó a decir que no, porque tenía siempre presente aquella sentencia con que su madre la pertrechaba antes de cada salida, de que una niña que se precie no debe tener el sí fácil.
Sin embargo esa noche, cuando Bernardo la divisó entre las colombinas, pierrots y madames pompadour acompañada por una señora muy digna que imaginó era su madre, sintió que el corazón se le desacompasaba como sólo le había sucedido a los diecisiete años, cuando conoció las dulzuras y los tormentos del primer amor.
El noviazgo quedó constituido muy poco después y el resto lo dejo librado a la imaginación de los oyentes.
Felisa María Zavala Rodríguez fue la empeñosa compañera de Bernardo en su años más fecundos, quien lo secundó en su profesión de médico y en sus ideales políticos como si se hubiera fogueado en las mismas trincheras de su marido, aún cuando nunca esto le impidió continuar sosteniendo su fe católica, que la llevó a bautizar a sus cuatro hijos en la fe cristiana, ante la mirada tolerante de Bernardo. Digo empeñosa porque no era fácil en aquellos años ser la compañera de alguien que basaba su lucha en ideas que eran miradas con una buena dosis de aprensión y de recelo, aún cuando no constituyeran otra cosa que una voluntad de implantar en el mundo la justicia social. En el sueño de lograr una sociedad en la que el hambre y la opresión de los más humildes quedaran para siempre abolidos.
Pero Felisa, Chiche para su íntimos, además de compañera y esposa y madre amantísima, además de su oficio de maestra que ejerció con encendida devoción, contaba con una condición que la volvía singular e inigualable. En las noches de los “matrimonios”, como se llamaba en casa a las reuniones de amigos, esas reuniones que eran verdaderas tertulias literarias donde no pocas veces Antonio Esteban Agüero sacaba de su bolsillo un poema recién horneado, en esas ocasiones, digo, aquella mujer abnegada y cotidiana, aquella mujer que se levantaba de noche para plancharnos los delantales que se paraban solos por lo almidonados, se transformaba en un ser sobrenatural a mis ojos infantiles cuando, erguida en medio de la sala, declamaba Los motivos del lobo, La marcha triunfal o La tristeza del inca con una expresividad que convertía su cuerpo en algo casi alado. La calidad profunda de su voz, aquellos gestos que parecían dictados por los ángeles, transformaban mi realidad en algo quieto y resplandeciente. Y no eran solamente los poemas. Alguna vez he contado cómo por las noches, luego de escuchar el Teatro "Palmolive del Aire", mientras el Chorrillero afuera golpeaba como queriendo entrar, mamá se sentaba junto a nuestra cama para abrirnos su panteón de sueños, su mitología privada. Como otra Zherezade encantaba nuestras noches con historias de su familia que dejaban en mí un asombro como sólo experimenté años después con las novelas del realismo mágico.
Aquellas historias eran la historia. ¿Cómo separarlas? “Y donde habíamos pensado que estaríamos solos estaríamos con el mundo”, dice Joseph Campbell. Porque aquel territorio en donde pululaban los fantasmas, aquellas palabras que nos arropaban como caricia de peluche fueron la sugerencia de un sistema del mundo, ojo de la llave por donde entreví mi aventura, la aventura de convertirme en escritora. Porque las historias – dice también Campbell – llevan las llaves que abren el reino entero de la aventura deseada y temida del descubrimiento del yo. La destrucción del mundo que nos hemos construido y de nosotros con él; pero después una maravillosa reconstrucción de la vida humana, más espaciosa y plena nos espera”. Y eso fue lo que ocurrió cuando, lejos de la patria, necesité reconstituir mi despoblado mundo personal. Aquel ámbito mítico fue el hilo de Ariadna que me guió por el laberinto para derrotar al Minotauro de la angustia y del extrañamiento. El maná que me alimentó en mi peregrinar por el desierto. Solitaria en medio de la muchedumbre, miraba por aquel ojo ese continente oscilante entre la luz y el sueño o caminaba al desván de la memoria para tocar sus vestidos de distancias, sus voces tatuadas por el olvido, sus manos que tomaban mi pluma y me obligaban a escribir. Y estoy segura de que algo muy similar les sucede a mis hermanos – a María Inés, a Bernardo, a María Isabel - ahora que su ausencia nos ha dejado en la intemperie y sólo tenemos la memoria para guarecernos. Porque aquellas historias, aquella música de su voz que parecía contener un astro rersplandeciente, no son meros artilugios del pasado sino que también constituyen un devenir, proyecto, un juego sutil de preguntas y respuestas, un diálogo que la separación no ha podido interrumpir. Un poder que circula por nuestro esqueleto y lo mantiene erguido. “Los hilos del destino llevan al pasado – señala James Miller en La Pasión de Michel Foucault y luego lo cita –: “llevan al ser humano mediante esas extraña circunvoluciones hacia las formas de su nacimiento, a la tierra natal que lo hizo posible”.
Por todo lo expuesto creo que, en el día de la mujer, es justo y necesario trazar la semblanza de esa mujer singular y preciosa entre todas las mujeres como lo fue mi madre, doña Felisa María Zavala de Movsichoff.
Leído en el homenaje a la mujer en el Rotary Club de San Luis, en marzo de 2006, con motivo del homenaje a las esposas de los Gobernadores del Rotary.
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Semblanza- Género- Literatura oral
sábado, 21 de noviembre de 2009
Meditación en el umbral- Rosario Castellanos
No, no es la solución
tirarse bajo un tren como la Ana de Tolstoy
ni apurar el arsénico de Madame Bovary
ni aguardar en los páramos de Ávila la visita
del ángel con venablo
antes de liarse el manto a la cabeza
y comenzar a actuar.
Ni concluir las leyes geométricas, contando
las vigas de la celda de castigo
como lo hizo Sor Juana. No es la solución
escribir, mientras llegan las visitas,
en la sala de estar de la familia Austen
ni encerrarse en el ático
de alguna residencia de la Nueva Inglaterra
y soñar, con la Biblia de los Dickinson,
debajo de una almohada de soltera.
Debe haber otro modo que no se llame Safo
ni Mesalina ni María Egipciaca
ni Magdalena ni Clemencia Isaura.
Otro modo de ser humano y libre.
Otro modo de ser.
Poesía no eres tú- Fondo de Cultura Económica
viernes, 20 de noviembre de 2009
Mujer y palabra
Por qué escribimos las mujeres? Antiguamente la literatura como oficio, como un hacer, era el coto cerrado de los hombres. Fueron pocas las mujeres que se aventuraron en ese territorio donde el hombre creaba mundos imaginarios, narraba sus aventuras por mares desconocidos, denunciaba la realidad y trataba de modificarla (de hecho a veces lo conseguía) por medio de la pluma. Era él quien se adentraba en la intimidad, no sólo suya sino también del sexo opuesto, hablaba de la maternidad y de amor, describía el mundo y, dentro de éste, el mundo femenino con una genialidad indiscutible pero no por ello menos parcial. Acostumbradas a vernos retratadas, pintadas por aquellas plumas maestras, las mujeres permanecíamos mudas, pensado tal vez que todo estaba dicho, que el retrato y la modelo eran una sola y misma cosa. A la mujer se le había reservado el silencio, la aceptación, el tejer y destejer el hilo de su hastío en un universo en el cual no podía optar sino por encontrar a su príncipe azul y encerrarse en la jaula de oro del ámbito doméstico. Las pocas que se atrevieron a transgredir este mandato fueron consideradas brujas o hechiceras, mujeres masculinas, objeto de la burla de sus contemporáneos.
La mujer escritora puede, actualmente, ejercer su vocación sin tantas dificultades, pero le sigue siendo más arduo que al hombre llegar a ser una buena artista, y esto por una razón sencilla: le es más difícil llegar a ser una persona completa. Los factores que concurren a ello son múltiples y complejos. En primer lugar, su libertad se encuentra considerablemente coartada, lo cual afecta su profesionalidad, ya que carecerá de las necesarias experiencias que enriquecen a toda obra de arte. Esta visión empequeñecida del mundo se refleja en los famosos versos de Emily Dickinson.
Jamás he visto un páramo
y no conozco el mar
Al haber mantenido a la mujer marginada de los mecanismos del poder político y económico, se le ha mutilado también una extensa franja de la realidad. Por otro lado, su misión de esposa y de madre la convierten también casi siempre en un ser dependiente, debiendo luchar de manera casi titánica si quiere acceder a un nivel de autosuficiencia económica y a una búsqueda de su identidad. Esta falta de libertad exterior incide, a su vez, en su libertad interior. A las trabas y tabúes que la sociedad le impone, se suman las que a menudo ella se impone a sí misma. Una mujer de éxito en su profesión deberá afrontar un sentimiento de recelo y hasta de suspicacia por parte del sector masculino (se sabe hasta qué punto el común de los hombres desconfía de la "femeneidad" de este tipo de mujeres) además de tortuosos conflictos interiores en donde la culpa adquiere un papel preponderante.
Cuando, luego de trabajar todo el día, la mujer se encuentra con la que sido su tradición obligada: un esposo, hijos y todo lo que ello implica, su energía creativa corre serios riesgos de agotarse. En efecto, de dónde sacará fuerzas para reflexionar sobre sí misma y sobre su destino, para lidiar con las exigencias de un oficio por lo demás arduo y al cual ya no quiere, no puede renunciar?
Pocas escritoras han expresado las angustias y presiones a que se ve sometida la mujer como Sylvia Plath, la novelista y poeta norteamerciana que, en febrero de 1963, se suicida metiendo la cabeza en el horno de gas. "No es el hecho de parir lo que me parece injusto - dice en su novela autobiográfica "La campana de cristal" - sino que tener que parir hijos para los hombres. Hijos que llevarán su nombre. Hijos que te atarán, por medio del amor, a un hombre al que tendrás que agradar y servir bajo pena de abandono. Y el amor es, después de todo, el cerrojo más seguro. El que más irrita y el que más perdura. Y entonces m encontraré prisionera para siempre".
Si bien la función de esposa y de madre es una experiencia valiosa y enriquecedora cuando la mujer la asume con verdadera vocación, ella no debería impedirle el descubrimiento y la exploración de ese complejo mundo que bulle más allá de los protectores muros del hogar.
El problema de la mujer escritora presenta, pues, dos vertientes fundamentales: por un lado el reconocimiento de sí misma como una
entidad autónoma y libre. Por el otro, la búsqueda de esta libertad, la fundación de esta autonomía mediante la utilización de la palabra. Si "el hombre no habla porque piensa, sino que piensa porque habla", como dice Octavio Paz, podemos comprender las razones por las que ha sido tan reducido el número de aquellas que se internaron en los caminos del pensamiento. La palabra es edificadora del ser. ¿Y cómo podrá saber algo de sí misma esta mujer que sólo escuchó lo que de ella decían los padres, los maestros, los sacerdotes? "Prostituta, diosa, gran señora, amante, la mujer transmite o conserva - asevera también Octavio Paz- pero no crea, los valores y energías que le confían la naturaleza y la sociedad (...) Pasiva, se convierte en diosa, amada, ser que encarna los elementos estables y antiguos del universo: la tierra, madre y virgen. Activa, es siempre función, medio, canal. La femineidad nunca es un fin en sí misma, como lo es la hombría". Este condicionamiento, mantenido a través de los siglos, es lo que ha mutilado al ser humano femenino; el responsable de su inseguridad, dependencia, pasividad.
Para que su estilo suene, sea auténtico, una escritora debe, antes que nada, ser mujer. Y sólo lo conseguirá a través de un autoexamen que le permita conocer los más recónditos sectores de sus cuerpo, refiriéndose a él sin autocensuras ni eufemismos. Deberá poder escribir sobre su sexualidad, sobre su particular forma de vivir el amor y la maternidad, sobre sus anhelos sus sueños, sus fantasías. Deberá, por sobre todas las cosas, saber que el escribir es un oficio solitario, por lo que tratará de preservar su soledad como un don precioso, sabiendo que aunque la hayan educado para que su vida gire al servicio de los demás, el primer deber de un ser humano es para consigo mismo. No queremos preconizar con esto que deba encerrarse en la torre de marfil de un egoísmo que sólo la llevará empobrecerse, sino que es necesario que conquiste y preserve ese espacio de sosiego, de silencio, en donde pueda escuchar el tenue murmullo de su voz interior y, también, donde pueda afirmarse día a día en su decisión de escribir. Sólo así abrirá el camino a las que vengan detrás. Sólo así logrará la libertad y plenitud de expresión que son la esencia del arte, no para expresar únicamente el sexo, sino sobre todo la capacidad creadora. Hemos visto ya en el siglo XX, con el acceso a la universidad, que la mujer ya no tiene que soñar como Sor Juana con cambiar de sexo: se es Simone de Beauvoir, se es Clarice Lispector.
Sabedora de que la palabra es el instrumento que la hermanará con los hombres y mujeres que como ella aman y sufren y luchan, es necesario que se les acerque con la certeza de que sólo el amor al trabajo, el decir lo que se puede y no lo que se debe, le abrirán el camino para forjarse esa talento y ese genio que a menudo ve escurrirse entre sus manos. Así podrá decir, al igual que Flaubert, y ya sin sombra de decepción: "porque el genio tal vez no sea otra cosa que el conocimiento exacto de nuestra propia fuerza".
Publicado en “La Razón”. Buenos Aires, 1990
La mujer escritora puede, actualmente, ejercer su vocación sin tantas dificultades, pero le sigue siendo más arduo que al hombre llegar a ser una buena artista, y esto por una razón sencilla: le es más difícil llegar a ser una persona completa. Los factores que concurren a ello son múltiples y complejos. En primer lugar, su libertad se encuentra considerablemente coartada, lo cual afecta su profesionalidad, ya que carecerá de las necesarias experiencias que enriquecen a toda obra de arte. Esta visión empequeñecida del mundo se refleja en los famosos versos de Emily Dickinson.
Jamás he visto un páramo
y no conozco el mar
Al haber mantenido a la mujer marginada de los mecanismos del poder político y económico, se le ha mutilado también una extensa franja de la realidad. Por otro lado, su misión de esposa y de madre la convierten también casi siempre en un ser dependiente, debiendo luchar de manera casi titánica si quiere acceder a un nivel de autosuficiencia económica y a una búsqueda de su identidad. Esta falta de libertad exterior incide, a su vez, en su libertad interior. A las trabas y tabúes que la sociedad le impone, se suman las que a menudo ella se impone a sí misma. Una mujer de éxito en su profesión deberá afrontar un sentimiento de recelo y hasta de suspicacia por parte del sector masculino (se sabe hasta qué punto el común de los hombres desconfía de la "femeneidad" de este tipo de mujeres) además de tortuosos conflictos interiores en donde la culpa adquiere un papel preponderante.
Cuando, luego de trabajar todo el día, la mujer se encuentra con la que sido su tradición obligada: un esposo, hijos y todo lo que ello implica, su energía creativa corre serios riesgos de agotarse. En efecto, de dónde sacará fuerzas para reflexionar sobre sí misma y sobre su destino, para lidiar con las exigencias de un oficio por lo demás arduo y al cual ya no quiere, no puede renunciar?
Pocas escritoras han expresado las angustias y presiones a que se ve sometida la mujer como Sylvia Plath, la novelista y poeta norteamerciana que, en febrero de 1963, se suicida metiendo la cabeza en el horno de gas. "No es el hecho de parir lo que me parece injusto - dice en su novela autobiográfica "La campana de cristal" - sino que tener que parir hijos para los hombres. Hijos que llevarán su nombre. Hijos que te atarán, por medio del amor, a un hombre al que tendrás que agradar y servir bajo pena de abandono. Y el amor es, después de todo, el cerrojo más seguro. El que más irrita y el que más perdura. Y entonces m encontraré prisionera para siempre".
Si bien la función de esposa y de madre es una experiencia valiosa y enriquecedora cuando la mujer la asume con verdadera vocación, ella no debería impedirle el descubrimiento y la exploración de ese complejo mundo que bulle más allá de los protectores muros del hogar.
El problema de la mujer escritora presenta, pues, dos vertientes fundamentales: por un lado el reconocimiento de sí misma como una
entidad autónoma y libre. Por el otro, la búsqueda de esta libertad, la fundación de esta autonomía mediante la utilización de la palabra. Si "el hombre no habla porque piensa, sino que piensa porque habla", como dice Octavio Paz, podemos comprender las razones por las que ha sido tan reducido el número de aquellas que se internaron en los caminos del pensamiento. La palabra es edificadora del ser. ¿Y cómo podrá saber algo de sí misma esta mujer que sólo escuchó lo que de ella decían los padres, los maestros, los sacerdotes? "Prostituta, diosa, gran señora, amante, la mujer transmite o conserva - asevera también Octavio Paz- pero no crea, los valores y energías que le confían la naturaleza y la sociedad (...) Pasiva, se convierte en diosa, amada, ser que encarna los elementos estables y antiguos del universo: la tierra, madre y virgen. Activa, es siempre función, medio, canal. La femineidad nunca es un fin en sí misma, como lo es la hombría". Este condicionamiento, mantenido a través de los siglos, es lo que ha mutilado al ser humano femenino; el responsable de su inseguridad, dependencia, pasividad.
Para que su estilo suene, sea auténtico, una escritora debe, antes que nada, ser mujer. Y sólo lo conseguirá a través de un autoexamen que le permita conocer los más recónditos sectores de sus cuerpo, refiriéndose a él sin autocensuras ni eufemismos. Deberá poder escribir sobre su sexualidad, sobre su particular forma de vivir el amor y la maternidad, sobre sus anhelos sus sueños, sus fantasías. Deberá, por sobre todas las cosas, saber que el escribir es un oficio solitario, por lo que tratará de preservar su soledad como un don precioso, sabiendo que aunque la hayan educado para que su vida gire al servicio de los demás, el primer deber de un ser humano es para consigo mismo. No queremos preconizar con esto que deba encerrarse en la torre de marfil de un egoísmo que sólo la llevará empobrecerse, sino que es necesario que conquiste y preserve ese espacio de sosiego, de silencio, en donde pueda escuchar el tenue murmullo de su voz interior y, también, donde pueda afirmarse día a día en su decisión de escribir. Sólo así abrirá el camino a las que vengan detrás. Sólo así logrará la libertad y plenitud de expresión que son la esencia del arte, no para expresar únicamente el sexo, sino sobre todo la capacidad creadora. Hemos visto ya en el siglo XX, con el acceso a la universidad, que la mujer ya no tiene que soñar como Sor Juana con cambiar de sexo: se es Simone de Beauvoir, se es Clarice Lispector.
Sabedora de que la palabra es el instrumento que la hermanará con los hombres y mujeres que como ella aman y sufren y luchan, es necesario que se les acerque con la certeza de que sólo el amor al trabajo, el decir lo que se puede y no lo que se debe, le abrirán el camino para forjarse esa talento y ese genio que a menudo ve escurrirse entre sus manos. Así podrá decir, al igual que Flaubert, y ya sin sombra de decepción: "porque el genio tal vez no sea otra cosa que el conocimiento exacto de nuestra propia fuerza".
Publicado en “La Razón”. Buenos Aires, 1990
miércoles, 18 de noviembre de 2009
Tres Historias- Eduardo Galeano
1935, Buenos Aires: Alfonsina.
A la mujer que piensa se le secan los ovarios. Nace mujer para producir
leche y lágrimas, no ideas; y no para vivir la vida sino para espiarla
detrás de las ventanas a medio cerrar. Mil veces se lo han explicado y
Alfonsina Storni nunca lo creyó.
Sus versos mas difundidos protestan contra el hombre enjaulador.
Cuando hace años llegó a Buenos Aires desde las provincias , Alfonsina
traia unos viejos zapatos de tacones torcidos y en el vientre un hijo sin
padre legal. En esta ciudad trabajo en lo que hubiera; y robaba
formularios del telégrafo para escribir sus tristezas. Mientras pulía
palabras, verso a verso, noche a noche, cruzaba los dedos y besaba las
barajas que le anunciaban viajes, herencias y amores.
El tiempo ha pasado, casi un cuarto de siglo; y nada le regaló la suerte.
Pero peleando a brazo partido Alfonsina ha sido capaz de abrirse paso
en el masculino mundo. Su cara de ratona traviesa nunca falta en las fotos
que congregan a los escritores argentinos mas ilustres.
Este año, en el verano supo que tenia cáncer. Desde entonces escribe
poemas que hablan del abrazo del mar y de la casa que la espera allá en
el fondo, en la avenida de las madréporas.
1935, Buenos Aires: Evita.
Parece una flaquita del montón, paliducha, ni fea ni linda, que usa ropa
de segunda mano y repite sin chistar las rutinas de la pobreza. Como todas
vive prendida a los novelones de la radio, los domingos va al cine y sueña
con ser Norma Shearer y todas las tardecitas, en la estación del pueblo,
mira pasar el tren hacia Buenos Aires.
Pero Eva Duarte esta harta: trepa al tren y se larga.
Esta chiquilina no tiene nada. No tiene padre ni dinero; no es dueña de
ninguna cosa. Ni siquiera tiene una memoria que la ayude. Desde que
nació en el pueblo de los Toldos, hija de madre soltera, fue condenada a
la humillación, y ahora es una nadie entre los miles de nadies que los
trenes vuelcan cada día en Buenos Aires, multitud de provincianos de pelo
chuzo y piel morena, obreros y sirvientas que entran en la boca de la
ciudad y son por ella devorados: durante la semana Buenos Aires los
mastica y los domingos escupe los pedazos.
A los pies de la gran mole arrogante, altas cumbres de cemento, Evita se
paraliza. El pánico no la deja hacer otra cosa que estrujarse las manos,
rojas de frío y llorar. Después se traga las lágrimas , aprieta los
dientes, agarra fuerte la valija de cartón y se hunde en la ciudad.
1916, Buenos Aires: Isadora.
Descalza, desnuda, apenas envuelta en la Bandera Argentina , Isadora
Duncan baila el Himno Nacional.
Una noche comete esa osadía, en un café de estudiantes de Buenos
Aires y a la mañana siguiente todo el mundo lo sabe: el empresario
rompe el contrato, las buenas familias devuelven sus entradas al Teatro
Colon y la prensa exige la expulsión inmediata de esta pecadora
norteamericana que ha venido a la Argentina a mancillar los símbolos patrios.
Isadora no entiende nada. Ningún francés protestó cuando ella bailó la
Marsellesa con un chal rojo, azul y blanco por todo vestido. Si se puede
bailar una emoción, si se puede bailar una idea,
¿por que no se puede bailar un himno?.
La libertad ofende . Mujer de ojos brillantes, Isadora es enemiga
declarada de la escuela tradicional , el matrimonio, la danza clásica, y
de todo lo que enjaule al viento. Ella baila porque bailando goza, y baila lo
que quiere, cuando quiere y como quiere, y las orquestas callan ante la
música que nace de su cuerpo.
Mujeres
Por la libertad para todas las mujeres, las miles de Alfonsinas, Evas e Isadoras que pueblan el planeta.
lunes, 16 de noviembre de 2009
Adrienne Rich- Poemas
CALLE VISIÓN, 4
Calle Visión sigue latiendo tu corazón intacto
cómo es esto posible
Calle Visión rodilla herida
espinazo herido ojo herido
¿Ha trabajado usted alguna vez con metales?
¿Hay partículas bajo su piel?
Calle Visión pero tu corazón aún está entero
cómo es esto posible
ya que lo que puede ser será arrebatado
si no se ofrece con fe y confianza
por los coleccionistas de lo coleccionable
los profesores de lo-que-se-ha-sufrido
El mundo se está acabando dame la mano
Es un sonido solitario dame la mano
Calle Visión nunca olvides
el dolor del cuerpo
nunca lo dividas
CALLE VISIÓN, 9
En la negra red
de su ala naranja
la enojada mariposa nocturna
cuelga de un pedazo de lila al sol
arrastrado por tierra, como ella,
desde muy lejos
Su viaje ha sido duro y largo
y se interroga diciendo:
- Manos empapadas de tierra húmeda
cabeza llena de sueños perturbadores
¡Oh!, ¿Qué has enterrado todos estos años
qué has desenterrado?
———————
Este lugar está lleno de muertos y de vivos
nunca he estado sola aquí
Llevo mi triple ojo mientras recorro la calle
pasado, presente, futuro, todos a mi lado
Pasajera vencida por la tormenta, firmemente alada,
nada de lo que he enterrado puede morir
Tomado del Blog de María Soledad Sánchez Gómez: BOX8
(1992-93)
(Adrienne Rich, “Calle Visión”, de Oscuros campos de la República. Mi traducción, publicada en Asparkía, Investigació Feminista, nº 18)
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Oír a Bach - Cristina Peri Rossi
domingo, 15 de noviembre de 2009
Lección de cocina- Rosario Castellanos
La cocina resplandece de blancura. Es una lástima tener que mancillarla con el uso. Habría que sentarse a contemparla, a describirla, a cerrar los ojos, a evocarla. Fijándose bien esta nitidez, esta pulcritud carece del exceso deslumbrador que produce escalofríos en los sanatorios. ¿O es el halo de los desinfectantes, los pasos de goma de las afanadoras, la presencia oculta de la enfermedad y de la muerte? Qué me importa. Mi lugar está aquí. Desde el principio de los tiempos ha estado aquí. En el proverbio alemán la mujer es sinónimo de Kuche, Kinder, Kirche. Yo anduve extraviada en aulas, en calles, en oficina, en cafés; desperdiciada en destrezas que ahora he de olvidado para adquirir otras. Por ejemplo, elegir el menú. ¿Cómo podría llevar a cabo labor tan ímproba sin la colaboración de la sociedad, de la historia entera? En un estante especial, adecuado a mi estatura, se alinean mis espíritus protectores, esas aplaudidas equilibristas que concilian en las páginas de los recetarios las contradicciones más irreductibles: la esbeltez y la gula, el aspecto vistoso y la economía, la celeridad y la suculencia. Con sus combinaciones infinitas: la esbeltez y la economía, la celeridad y el aspecto vistoso, la suculencia y... ¿Qué me aconseja usted para la comida de hoy, experimentada ama de casa, inspiración de las madres ausentes y presentes, voz de la tradición, secreto a voces de los supermercados? Abro un libro al azar y leo: "La cena de don Quijote". Muy literario pero muy insatisfactorio. Porque don Quijote no tenía fama de gourmet sino de despistado. Aunque un análisis más a fondo del texto os revela, etc., etc., etc. Uf. Ha corrido más tinta en torno a esa figura que agua bajo los puentes. "pajaritos de centro de cara". Esotérico. ¿La cara de quién? ¿Tienen un centro la cara de algo o de alguien? Si lo tiene no ha de ser apetecible. "Bigos a la rumana." Pero ¿a quién supone usted que se está dirigiendo? Si yo supiera lo que es estragón y ananá no estaría consultando este libro porque sabría muchas otras cosas. Si tuviera usted el más mínimo sentido de la realidad debería, usted misma o cualquiera de sus colegas, tomarse el trabajo de escribir un diccionario de términos técnicos, redactar unos prolegómenos, idear una propedéutica para hacer accesible al profano el difícil arte culinario. Pero parten del supuesto de que todas estamos en el ajo y se limitan a enunciar. Yo, por lo menos, declaro solemnemente que no estoy, que no he estado nunca ni en este atajo que ustedes comparten ni en ningún otro. Jamás he entendido nada de nada. Pueden ustedes observar los síntomas; me planto, hecha una imbécil, dentro de una cocina impecable y neutra, con el delantal que usurpo para hacer un simulacro de eficiencia y del que seré despojada vergonzosa pero justicieramente.
Abro el compartimiento del refrigerador que anuncia "carnes" y extraigo un paquete irreconocible bajo su capa de hielo. La disuelvo en agua caliente y se me revela el título sin el cual no habría identificado jamás su contenido: es carne especial para asar. Magnífico. Un plato sencillo y sano. Como no representa la superación de ninguna antinomia ni el planteamiento de ninguna aporía, no se me antoja.
Y no es sólo el exceso de lógica el que me inhibe el hambre. Es también el aspecto, rígido por el frío; es el color que se manifiesta ahora que he desbaratado el paquete. Rojo, como si estuviera a punto de echarse a sangrar.
Del mismo color teníamos la espalda, mi marido y yo después de las orgiásticas asoleadas de las playas de "Acapulco". Él podía darse el lujo de "comportarse como quien es" y tenderse boca abajo para que no le rozara la piel dolorida. Pero yo, abnegada mujercita mexicana que nació como la paloma para el nido, sonreía a semejanza de Cuauhtémoc en el suplicio cuando dijo "Mi lecho no es de rosas" y se volvió a callar. Boca arriba, soportaba no sólo mi propio peso sino el de él encima del mío. La postura clásica para hacer el amor. Y gemía, de desgarramiento, de placer. El gemido clásico. Mitos, mitos.
Lo mejor (para mis quemaduras, al menos) era cuando se quedaba dormido. Bajo la yema de mis dedos - no muy sensibles por el prolongado contacto con las teclas de la máquina de escribir - el nylon de mi camisón de desposaba resbalaba en un fraudulento esfuerzo por parecer encaje. Yo jugueteaba con la punta de los botones y esos otros adornos que hacen parecer tan femenina a quien los usa, en la oscuridad de la alta noche. La albura de mis ropas, deliberada, reiterativa, impúdicamente simbólica, quedaba abolida transitoriamente. Algún instante quizá alcanzó a consumar su significado bajo la luz y bajo la mirada de esos ojos que ahora están vencidos por la fatiga.
Unos párpados que se cierran y he aquí, de nuevo, el exilio. Una enorme extensión arenosa, sino otro desenlace que el mar cuyo movimiento propone la parálisis; sin otra invitación que la del acantilado al suicidio.
Pero es mentira. Yo no soy el sueño que sueña, que sueña, que sueña; yo no soy el reflejo de una imagen en un cristal; a mí no me aniquila la cerrazón de una conciencia o de toda conciencia posible. Yo continúo viviendo con una vida densa, viscosa, turbia, aunque el que esté a mi lado y el remoto, me ignoren, me olviden, me pospongan, me abandonen, me desamen.
Yo también soy una conciencia que puede clausurarse, desamparar a otro y exponerlo al aniquilamiento. Yo... La carne, bajo la rociadura de la sal, ha acallado el escándalo de su rojez y ahora me resulta más tolerable, más familiar. Es el trozo que vi mil veces, sin darme cuenta, cuando me asomaba, de prisa, a decirle a la cocinera que...
No nacimos juntos. Nuestro encuentro se debió a un azar ¿feliz? Es demasiado pronto aún para afirmarlo. Coincidimos en una exposición, en una conferencia, en un cine-club; tropezamos en un elevador; me cedió su asiento en el tranvía; un guardabosques interrumpió nuestra perpleja y, hasta entonces, paralela contemplación de la jirafa porque era hora de cerrar el zoológico. Alguien, él o yo, es igual, hizo la pregunta idiota pero indispensable: ¿usted trabaja o estudia? Armonía del interés y de las buenas intenciones, manifestación de propósitos "serios". Hace un año yo no tenía la menor idea de su existencia y ahora reposo junto a él con los muslos entrelazados, húmedos de sudor y de semen. Podría levantarme sin despertarlo, ir descalza hasta la regadera. ¿Purificarme? No tengo asco. Prefiero creer que lo que me une a él es algo tan fácil de borrar como una secreción y no tan terrible como un sacramento.
Así que permanezco inmóvil, respirando rítmicamente para imitar el sosiego, puliendo mi insomnio, la única joya de soltera que he conservado y que estoy dispuesta a conservar hasta la muerte.
Bajo el breve diluvio de pimienta la carne parece haber encanecido. Desvanezco este signo de vejez frotando como si quisiera traspasar la superficie e impregnar el espesor con las esencias. Porque perdí mi antiguo nombre y aún no me acostumbro al nuevo, que tampoco es mío. Cuando en el vestíbulo del hotel algún empleado me reclama, yo permanezco sorda, con ese vago malestar que es el preludio del reconocimiento. ¿Quién será la persona que no atiende a la llamada? Podría tratarse de algo urgente, grave, definitivo, de vida o muerte. El que llama se desespera, se va sin dejar ningún rastro, ningún mensaje y anula la posibilidad de cualquier nuevo encuentro. ¿Es la angustia la que oprime mi corazón? No, es su mano la que oprime mi hombro. Y sus labios que sonríen con una burla benévola, más que de dueño, de taumaturgo.
Y bien, acepto mientras nos encaminamos al bar (el hombro me arde, está despellejándose) es verdad que el contacto o colisión con él no ha sufrido una metamorfosis profunda: no sabía y no sé, no sentía y no siento, no era y no soy.
Habría que dejarla reposar así. Hasta que ascienda la temperatura ambiente, hasta que se impregne de los sabores de que la he recubierto. Me da la impresión de que no he sabido calcular bien y de que he comprado un pedazo excesivo para nosotros dos. Yo, por pereza, no soy carnívora. Él por estética, guarda la línea. ¡Va a sobrar casi todo! Sí, ya sé que no debo preocuparme: que alguna de las hadas que revolotean en torno mío va acudir en mi auxilio y a explicarme cómo se aprovechan los desperdicios. Es un paso en falso de todos modos. No se inicia una vida conyugal de manera tan sórdida. Me temo que no se inicie tampoco con un platillo tan anodino como la carne asada.
Gracias, murmuro, mientras me limpio los labios con la punta de la servilleta. Gracias por la copa transparente, por la aceituna sumergida. Gracias por haberme abierto la jaula de una rutina estéril para cerrarme la jaula de otra rutina que, según todos los propósitos y las posibilidades, ha de ser fecunda. Gracias por darme la oportunidad de lucir un traje largo y caudaloso, por ayudarme a avanzar en el interior del templo, exaltada por la música del órgano... Gracias por...
¿Cuánto tiempo se tomará para estar lista? Bueno, no debería de importarme demasiado porque hay que ponerla al fuego a última hora. Tarda muy poco, dicen los manuales. ¿Cuánto es poco? ¿Quince minutos? ¿Diez? ¿Cinco? Naturalmente, el texto no especifica. Me supone una intuición que, según mi sexo, debo poseer pero que no poseo, un sentido sin el que nací que me permitiría advertir el momento preciso en que la carne está a punto.
¿Y tú? ¿No tienes nada que agradecerme? Lo has puntualizado con una solemnidad un poco pedante y con una precisión que acaso pretendía ser halagadora pero que me resultaba ofensiva: mi virginidad. Cuando la descubriste yo me sentí el último dinosaurio en un planeta del que la especie había desaparecido. Ansiaba justificarme, explicar que si llegué hasta ti intacta no fue por virtud ni por orgullo ni por fealdad sino por apego a un estilo. No soy barroca. La pequeña imperfección en la perla me es insoportable. No me queda entonces más alternativa que el neoclásico y su rigidez es incompatible con la espontaneidad para hacer el amor. Yo carezco de la soltura del que rema, del que juega al tenis, del que se desliza bailando. No practico ningún deporte. Cumplo un rito y el ademán de entrega se me petrifica en un gesto estatuario.
¿Acechas mi tránsito a la fluidez, lo esperas, lo necesitas? ¿O te basta este hieratismo que te sacraliza y que tú interpretas como la pasividad que corresponde a mi naturaleza? Y si a la tuya corresponde ser voluble te tranquilizará pensar que no estorbaré tus aventuras. No será indispensable - gracias a mi temperamento - que me cebes, que me ates de pies y manos con los hijos, que me amordaces con la miel espesa de la resignación. Yo permaneceré como permanezco. Quieta. Cuando dejas caer tu cuerpo sobre el mío siento que me cubre una lápida, llena de inscripciones, de nombres ajenos, de fechas memorables. Gimes inarticuladamente y quisiera susurrarte al oído mi nombre para que recuerdes quién es a la que posees.
Soy yo. ¿Pero quién soy yo? Tu esposa, claro. Y ese título basta para distinguirme de los recuerdos del pasado, de los proyectos para el porvenir. Llevo una marca de propiedad y no obstante me miras con desconfianza. No estoy tejiendo una red para prenderte. No soy una mantis religiosa. Te agradezco que creas en semejante hipótesis. Pero es falsa.
Esta carne tiene una dureza y una consistencia que no caracterizan a las reses. Ha de ser de mamut. Desde esos que se han conservado, desde la prehistoria, en los hielos de Siberia y que los campesinos descongelan y sazonan para la comida. En el aburridísimo documental que exhibieron en la Embajada, tan lleno de detalles superfluos, no se hacía la menor alusión al tiempo que dedicaban a volverlos comestibles. Años, meses. Y yo tengo a mi disposición un plazo de...
¿Es la alondra? ¿Es el ruiseñor? No, nuestro horario no va a regirse por tan aladas criaturas como las que avisaban el advenimiento de la aurora a Romeo y Julieta sino por un estentóreo e inequívoco despertador. Y tú no bajarás al día por la escala de mis trenzas sino por los pasos de una querella minuciosa: se te ha desprendido un botón del saco, el pan está quemado, el café frío.
Yo rumiaré, en silencio, mi rencor. Se me atribuyen las responsabilidades y las tareas de una criada para todo. He de mantener la casa impecable, la ropa lista, el ritmo de la alimentación infalible. Pero no se me paga ningún sueldo, no se me concede un día libre a la semana, no puedo cambiar de amo. Debo, por otra parte, contribuir al sostenimiento del hogar y he de desempeñar con eficacia un trabajo en el que el jefe exige y los compañeros conspiran y los subordinados odian. En mis ratos de ocio me transformo en una dama de sociedad que ofrece comidas y cenas a los amigos de su marido, que asiste a reuniones, que se abona a la ópera, que controla su peso, que renueva su guardarropa, que cuida la lozanía de su cutis, que se conserva atractiva, que está al tanto de los chismes, que se desvela y que madruga, que corre el riesgo mensual de la maternidad, que cree en las juntas nocturnas de ejecutivos, en los viajes de negocios y en la llegada de clientes imprevistos; que padece alucinaciones olfativas cuando percibe la emanación de perfumes franceses (diferentes de los que ella usa) de las camisas, de los pañuelos de su marido; que en sus noches solitarias se niega a pensar por qué o para qué tantos afanes y se prepara una bebida bien cargada y lee una novela policíaca con ese ánimo frágil de los convalecientes.
¿No sería oportuno prender la estufa? Una lumbre muy baja para que se vaya calentando, poco a poco, el asador "que previamente ha de untarse con un poco de grasa para que la carne no se pegue". Eso se me ocurre hasta a mí, no había necesidad de gastar en esas recomendaciones las páginas de un libro.
Y yo, soy muy torpe. Ahora se llama torpeza; antes se llamaba inocencia y te encantaba. Pero a mí no me ha encantado nunca. De soltera leía cosas a escondidas. Sudando de emoción y de vergüenza. Nunca me enteré de nada. Me latían las sienes, se me nublaban los ojos, se me contraían los músculos en un espasmo de náusea.
El aceite está empezando a hervir. Se me pasó la mano, manirrota, y ahora chisporrotea, salta y me quema. Así voy a quemarme yo en los apretados infiernos por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa. Pero, niñita, tú no eres la única. Todas tus compañeras de colegio hacen lo mismo, o cosas peores, se acusan en el confesionario, cumplen la penitencia, las perdonan y reinciden. Todas. Si yo hubiera seguido frecuentándolas me sujetarían a un interrogatorio. Las casadas para cerciorarse, las solteras para averiguar hasta dónde pueden aventurarse. imposible defraudarlas. Yo inventaría acrobacias, desfallecimientos sublimes, transportes como se les llama en Las mil y una noches, récords. ¡Si me oyeras entonces no te reconocerías, Casanova!
Dejo caer la carne sobre la plancha e instintivamente retrocedo hasta la pared. ¡Qué estrépito! Ahora ha cesado. La carne yace silenciosamente, fiel a su condición de cadáver. Sigo creyendo que es demasiado grande.
Y no es que me hayas defraudado. Yo no esperaba, es cierto, nada en particular. Poco a poco iremos revelándonos mutuamente, descubriendo nuestros secretos, nuestros pequeños trucos, aprendiendo a complacernos. Y un día tú y yo seremos una pareja de amantes perfectos y entonces, en la mitad de un abrazo, nos desvaneceremos y aparecerá en la pantalla la palabra "fin".
¿Qué pasa? La carne se está encogiendo. No, no me hago ilusiones, no me equivoco. Se puede ver la marca de su tamaño original por el contorno que dibujó en la plancha. Era un poco más grande. ¡Qué bueno! Ojalá quede a la medida de nuestro apetito.
Para la siguiente película me gustaría que me encargaran otro papel. ¿Bruja en una aldea salvaje? No, hoy no me siento inclinada ni la heroísmo ni al peligro. Más bien mujer famosa (diseñadora de modas o algo así), independiente y rica que vive sola en un apartamento de Nueva York, París o Londres. Sus "affaires" ocasionales la divierten pero no la alteran. No es sentimental. Después de una escena de ruptura enciende un cigarrillo y contempla el paisaje urbano a través de los grandes ventanales de su estudio.
Ah, el color de la carne es ahora mucho más decente. Sólo en algunos puntos se obstina en recordar su crudeza. Por lo demás es dorado y exhala un aroma delicioso. ¿Irá a ser delicioso para los dos? La estoy viendo muy pequeña.
Si ahora mismo me arreglara, estrenara uno de esos modelos que forman parte de mi trousseau y saliera a la calle ¿qué sucedería, eh? A la mejor me abordaba un hombre maduro, con automóvil y todo. Maduro. Retirado. El único que a estas horas se obstina en andar de cacería.
¿Qué rayos pasa? Esta maldita carne está empezando a soltar un humo negro y horrible. ¡Tenía yo que haberle dado vuelta! Quemado de un lado. Menos mal que tiene dos.
Señorita, si usted me permitiera... ¡Señora! Y le advierto que mi marido es muy celoso... Entonces no debería dejarla andar sola. Es usted una tentación para cualquier viandante. Nadie en el mundo dice viandante. ¿Transeúnte? Sólo los periódicos cuando hablan de los atropellados. Es usted una tentación para cualquier x. Silencio. Sig-ni-fi-ca-ti-vo. Miradas de esfinge. El hombre maduro me sigue a prudente distancia. Más le vale. Más me vale a mí porque en la esquina ¡zas! Mi marido, que me espía, que no me deja ni a sol ni a sombra, que sospecha de todo y de todos, señor juez. Que así no es posible vivir, que yo quiero divorciarme.
¿Y ahora qué? A esta carne su mamá no le enseñó que era carne y que debería comportarse con conducta. Se enrosca igual que una charamusca. Además yo no sé de dónde puede seguir sacando tanto humo si ya apagué la estufa hace siglos. Claro, claro, doctora Corazón. Lo que procede ahora es abrir la ventana, conectar el purificador de aire para que no huela a nada cuando venga mi marido. Y yo saldría muy mona a recibirlo a la puerta, con mi mejor vestido, mi mejor sonrisa y mi más cordial invitación para comer fuera.
Es una posibilidad. Nosotros examinaríamos la carta del restaurante mientras un miserable pedazo de carne carbonizada, yacería, oculta, en el fondo del bote de la basura. Yo me cuidaría mucho de mencionar el incidente y sería considerada como una esposa un poco irresponsable, y con proclividades a la frivolidad pero no como una tarada. Ésta es la primera imagen pública que proyecto y he de mantenerme después consecuente con ella, aunque sea inexacta.
Hay otra posibilidad. No abrir la ventana, no conectar el purificador de aire, no tirar la carne a la basura. Y cuando venga mi marido dejar que olfatee, como los ogros de los cuentos, y diga que aquí huele, no a carne humana, sino a mujer inútil. Yo exageraré mi compunción para incitarlo a la magnanimidad. Después de todo, lo ocurrido ¡es tan normal! ¿A qué recién casada no le pasa lo que a mí acaba de pasarme? Cuando vayamos a visitar a mi suegra, ella, que todavía está en etapa de no agredirme porque no conoce aún cuáles son mis puntos débiles, me relatará sus propias experiencias. Aquella vez, por ejemplo, que su marido le pidió un par de huevos estrellados y ella tomó la frase al pie de la letra y... ja, ja, ja. ¿Fue eso un obstáculo para que llegara a convertirse en una viuda fabulosa? Porque lo de la viudez sobrevino mucho más tarde y por otras causas. A partir de entonces ella dio rienda a suelta a sus instintos maternales y echó a perder con sus mimos...
No le va a hacer la menor gracia. Va a decir que me distraje, que es el colmo del descuido. Y, sí, por condescendencia yo voy a aceptar sus acusaciones.
Pero no es verdad, no es verdad. Yo estuve todo el tiempo pendiente de la carne, fijándome en que le sucedían una serie de cosas rarísimas. Con razón Santa Teresa decía que Dios anda en los pucheros. O la materia que es energía o como se llame ahora.
Recapitulemos. Aparece, primero el trozo de carne con un color, una forma, un tamaño. Luego cambia y se pone más bonita y se siente una muy contenta. Luego vuelve a cambiar y ya no está tan bonita. Y sigue cambiando y cambiando y cambiando y lo que uno no atina es cuándo pararle el alto. Porque si yo dejo este trozo de carne indefinidamente expuesto al fuego, se consume hasta que no quede ni rastros de él. Y el trozo de carne que daba la impresión de ser algo tan sólido, tan real, ya no existe.
¿Entonces? Mi marido también da la impresión de solidez y de realidad cuando estamos juntos, cuando lo toco, cuando lo veo. Seguramente cambia, y cambio yo también, aunque de manera tan lenta, tan morosa que ninguno de los dos lo advierte. Después se va y bruscamente se convierte en recuerdo y... Ah, no, no voy a caer en esa trampa: la del personaje inventado y el narrador inventado y la anécdota inventada. Además, no es la consecuencia que se deriva lícitamente del episodio de la carne.
La carne no ha dejado de existir. Ha sufrido una serie de metamorfosis. Y el hecho de que cese de ser perceptible para los sentidos no significa que se haya concluido el ciclo sino que se ha dado el salto cualitativo. Continuará operando en otros niveles. En el de mi conciencia, en el de mi memoria, en el de mi voluntad, modificándome, determinándome, estableciendo la dirección de mi futuro.
Yo seré, de hoy en adelante, lo que elija en este momento. Seductoramente aturdida, profundamente reservada, hipócrita. Yo impondré, desde el principio, y con un poco de impertinencia, las reglas del juego. Mi marido resentirá la impronta de mi dominio que irá dilatándose, como los círculos en la superficie del agua sobre la que se ha arrojado una piedra. Forcejeará por prevalecer y si cede yo le corresponderé con el desprecio y si no cede yo no seré capaz de perdonarlo.
Si asumo la otra actitud, y si soy el caso típico, la femineidad que necesita indulgencia para sus errores, la balanza se inclinará a favor de mi antagonista y yo participaré en la competencia con un handicap que, aparentemente, me destina a la derrota y que, en el fondo, me garantiza el triunfo por la sinuosa vía que recorrieron mis antepasadas, las humildes, las que no abrían los labios para asentir, y lograron la obediencia ajena hasta al más irracional de los caprichos. La receta, pues, es vieja y su eficacia está comprobada. Si todavía lo dudo me basta preguntar a la más próxima de mis vecinas. Ello confirmará mi certidumbre.
Sólo que me repugna actuar así. Esta definición no me es aplicable y tampoco la anterior, ninguna corresponde a mi verdad interna, ninguna salvaguarda mi autenticidad. ¿He de acogerme a cualquiera de ellas y ceñirme a sus términos sólo porque es un lugar común aceptado por la mayoría y comprensible para todos? Y no es que yo sea una "rara avis". De mí no se puede decir lo que Pfandl dijo de Sor Juana: que pertenezco a la clase de neuróticos cavilosos. El diagnóstico es muy fácil ¿pero qué consecuencias acarrearía asumirlo?
Si insisto en afirmar mi versión de los hechos mi marido va a mirarme con suspicacia, va a sentirse incómodo en mi compañía y va a vivir en la continua expectativa de que se me declare la locura.
Nuestra convivencia no podrá ser más problemática. Y él no quiere conflictos de ninguna índole. Menos aún conflictos tan abstractos, tan absurdos, tan metafísicos como los que yo plantearía. Su hogar es el remanso de paz en que se refugia de las tempestades de la vida. De acuerdo. Yo lo acepté al casarme y estaba dispuesta a llegar hasta el sacrificio en aras de la armonía conyugal. Pero yo contaba con que el sacrificio, el renunciamiento completo a lo que soy, no se me demandaría más que en la Ocasión Sublime, en la Hora de las Grandes Resoluciones, en el Momento de la decisión Definitva. No con lo que me he topado hoy que es algo muy insignificante, muy ridículo. Y sin embargo...
Cuentistas mexicanas siglo XX. Universidad Autónoma de México.
Simone Weil (1909-1943)- Dominique Bosco
Censura, autocensura y represión social. Sin duda las mujeres han tenido que soportar esta triple opresión. Pero sería interesante ver cómo, en lo que concierne a las mujeres del mundo occidental, se puede distinguir y fechar el momento de su “ingreso a la escritura” de manera muy precisa. Se advierte entonces que las intelectuales europeas de preguerra casi nunca pudieron escapar de ello y que sus obras llevan las marcas. Se trata realmente de un corte entre las que escriben entre 1939-1945 y las que escriben y publican después de la guerra.
¿Cómo explicarlo? Y ¿se lo puede explicar? Virginia Woolf no dejó de sorprenderse de que as novelistas inglesas hubieran podido, en pleno siglo XIX, escribían “grandes novelas”, llenas de belleza. Por nuestra parte, podemos sorprendernos de la virulencia de Tres Guineas y preguntarnos cómo, en plena guerra, Virginia Woolf osó publicar ese panfleto a pesar de las censuras y las presiones sociales, políticas y, sobre todo patrióticas. ¿Fue beneficioso para ellas el ejemplo de sus mayores? ¿O acaso la Inglaterra de los sufragistas le permitía, a pesar de todo, una libertad y una toma de conciencia más grandes? En Francia no sucedió lo mismo.
Tomemos, sólo a título de ejemplo, y aunque nunca dos mujeres hayan sido tan diferentes, dos casos: el de Simone Weil y el de Simone de Beauvoir. Simone de Bebauvoir nació en 1908; Simone Weil en 1909. ¡Filósofas ambas y formadas en la famosa Escuela, con mayúsculas! (Escuela Superior, calle de Ulm) “Simone Weil era la única joven de su promoción. El año anterior sólo tres mujeres habían sido recibidas en la sección de Letras”. Se ve, por lo tanto, hasta qué punto las mujeres eran minoritarias en esas instituciones de “alto saber”, todavía cerradas, para su gran indignación, a una Virginia Woolf por ejemplo.
Pero Simone de Beauvoir, quien no publicará sino hasta 1949 El segundo sexo, habrá de convertirse, sobre todo para las norteamericanas, en la pionera del feminismo, de cierto feminismo, en todo caso. Simone Weil, por su parte, muere en 1943, a los treinta y tres años y deja tras de ella una obra dispersa, fragmentaria, pero cuya importancia, madurez y altura de miras no dejan de sorprender en una mujer tan joven. Esta obra, publicada después de su muerte, conoció un momento de celebridad antes de caer enun olvido completo durante más de dos década.
Para mí, por más de un motivo, Simone Weil constituye un caso ejemplar, tanto por su vida como por su obra. La biografía que le consagró Simone Pétrement permite seguirla en su existencia dolorosa, desgarrada. Nada más fascinante y dramático que esa vida dedicada a un combate por la verdad y la justicia.
En sus quince años de “vida adulta”, Simone Weil quiso leerlo todo, conocer, comprender, experimentar. Militante sindical, intentó hacer la experiencia de entrar como obrera en una fábrica para ver, desde adentro, la dureza de la vida de los trabajadores. Y eso durante unos meses. Algo que ningún novelista, realista y naturalista, que ningún teórico habían hecho antes que ella.
Como docente, tuvo el don de marcar a sus alumnos de Filosofía. Lúcidamente supo ver, muy temprano, los peligros de la política europea y del hitlerismo, cuyo análisis hizo en artículos de gran rigor intelectual que fueron a menudo premonitorios.
Durante la guerra de España se atrevió a estar en el frente. Permanentemente, sobre una cuerda tensa. Queriendo siempre pagar con su persona, tenía una visión del mundo que la obligaba siempre a hacer la elección más dolorosa para ella. Mística, dejó textos extremadamente bellos y fuertes. Tenía al mismo tiempo una necesidad deserrada de expresarse por la escritura, la poesía, el teatro. Pero allí, precisamente, su gusto exacerbado por la inteligencia la sostiene y sus textos, en el plano formal, son sorprendentemente clásicos y ajustados.
Siendo judía, durante la guerra logra salir de Francia y partir para los Estados Unidos con sus padres pero, apenas llega, hace todo lo que está al alcance de sus manos para regresar a Londres y participar en la lucha activa. En Londres hostiga a todos sus amigos de la Resistencia y de Francia Libre para que la bajen en paracaídas en Francia.
Muere de hambre en Londres, en 1943, después de haber elaborado L’Enracinement, una de sus obras más importantes.
Quisiera hablar, en primer lugar, para su caso, de censura y represión social. Desde que era niña nunca aceptó su condición femenina, que consideraba humillante. En ese sentido muchas de sus cartas de niña llevan la firma de “Simón” . del mismo modo, uno de sus escasos textos publicados lleva el pseudónimo de Emile Novis (anagrama de Simone Weil)
Algunas fotos suyas de 1921 permiten suponer que podría haber sido una mujer encantadora. Sin embargo, decide afearse deliberadamente, vistiendo ropa que en lugar de disimular su belleza – tal como ella desea – la exponen al sarcasmo y a las pullas. De inmediato se le cataloga; “La Virgen Roja” y las autoridades comienzan a marginarla. Se le juzga por su sola apariencia como excéntrica y revolucionaria y las autoridades de Educación Pública le relegan lo más lejos posible, en el interior, cuando trata de lograr su primer puesto de educadora. Simone Weil repliega dócilmente a ello, así como aceptará luego ser eliminada del profesorado de la Universidad a causa de su origen judío, regocijándose irónicamente (Véase carta de Xavier Vallat) de su trabajo de vendimiadora que le permite conocer la condición campesina.
Pero el misterio de la vida de Simone Weil reside precisamente en esta suerte de autocensura que aplicó tan rigurosamente que no se puede, creo, designarla mediante ese término de autocensura SIMO más bien de renegación (en el sentido freudiano).
En ningún momento, a ningún precio – poco importan las circunstancias y Dios sabe hasta qué punto eran dramáticas en aquella época – pudo aceptar su condición de mujer y de judía, y menos aún de mujer judía. Siempre dispuesta a presentarse como voluntaria en todas las causas perdidas, a vociferar contra la opresión y la injusticia, perfectamente lúcida en lo que concierne a los problemas raciales y coloniales tanto en Indochina como en África, - y también en estos casos antes que todo el mundo – no tomará jamás partido por las mujeres ni contra los delirios y persecuciones del antisemitismo nazi.
No faltan los textos que muestran su absoluta indiferencia por la alienación de las mujeres, incluso de las obreras que trata con desprecio y condescendencia, o más bien en la que no logra ver su doble alienación.
En lo que concierne a la “cuestión judía”, ni una sola palabra favorable. Un trabajo de Paul Giniewski, titulado Simone Weil o el odio a sí mismo, quiere “explicar” esta actitud sólo en su relación desdichada de judía o a su antisemitismo, cuando no a causa de su ignorancia religiosa e histórica.
Se trata de comprender, más bien, por qué esta mujer, esta militante, encuentra allí su punto extremo de ceguera.
Como Edipo, elige no ver ni oír, no denunciar precisamente lo que revienta sus ojos. Tal vez sea significativo ver que las otras víctimas de esta doble discriminación han sido tan silenciosas como ella. Pienso en Gertrude Stein (1874-1946) y en Nathalie Sarraute (nacida en 1902), por ejemplo. La actitud sería una de las consecuencias de la triple maldición que parece haber golpeado a todas las mujeres en cierta época censura general, autocensura y represión social, sobre todo politica y policíaca.
¿Han desaparecido realmente esos fenómenos después de los años 60, 198,1970? Tal vea haya que interrogar con encarnizamiento el mundo que nos rodea a fin de efectuar esa “travesía de las apariencias” de la que habla la primera novela de Virginia Woolf o como Gertrude Stein que preguntaba en su lecho de muerte: “¿Cuál es la respuesta?” Y, al no recibir evidentemente ninguna insistía: “En ese caso ¿cuál es la pregunta?”.
Se trata sin duda de una búsqueda que debería ser común a todas las mujeres, reunida aquí en todas partes del mundo y que aceptan interrogarse sobre las luchas que hay que librar para conquistar una auténtica libertad, una verdadera igualdad.
Y, para ello hace falta una gran vigilancia, pues nada es más insidioso que las trampas de la represión, esa famosa represión que tanto se ha predicado alas mujeres y que permite que se ejerzan censura y represión social, arrastrando inevitablemente esta censura que durante tanto tiempo ha trabajado el ejercicio de la creatividad femenina. Quizás hay que aceptar, que confesárselo, que aún hoy en día es más fácil batirse por las causas justas de los demás que por las propias. Y por eso que he elegido evocar la fiura trágica de Simone Weil para ilustrar la primera mitad del siglo XX.
Tradujo Tununa Mercado
Dominique Bosco es Quebequense, reside en Montreal. Poeta, novelista y ensayista. Es directora de una editorial independiente en Quebec
Publicado en FEM, Vo. VI no. 21, México. Número dedicado al Congreso de Escritoras en México en 1982.
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