viernes, 13 de noviembre de 2009

El baile de la arrastrada- Hebe Solves




Se ha ido Hebe Solves, esa musa inquietante, para quien el tango fue su último y tal vez único, amante. Yo que no soy tanguera, fui un día a aprender por sugerencia suya a una escuela de mi barrio de Boedo, donde su amigo y maestro Nelson enseñaba gratuitamente. No volví, tal vez porque soy tan rebelde que ese abrazo imperativo del hombre, su manejar mi cuerpo con sólo un giro de la muñeca, me hiciera sentir un poco un mueble, tal vez una yegua a la que llevaran al galope sin que importase su voluntad. Pero Hebe no lo era, y sin embargo amó el tango. Prueba de ello son sus cuentos, su Diario de una milonguera, uno de cuyos textos transcribo aquí. Anoche estuvimos despidiéndola en la SEA. Se habló sobre ella, se leyeron sus poemas, se cantaron tangos. Se la quiso. Y yo me pregunté si merecería un recuerdo así. En algún momento del cuento dice "soy vieja". Y yo que la vi hace un año, con su sonrisa niña y su entusiasmo, con su charla desacartonada y simple, no podría decir que esa mujer de setenta era vieja. La vejez está en los repligues del alma en donde estamos solos. Y ella estaba con todos, con los más pequeños y con los que la tratamos ¡qué lástima, Hebe!,tan poco.Pero vuelves a nosotros en este relato:


EL BAILE DE LA ARRASTRADA

Me enamoré y después supe que era nazi. O se creía. Mis amigas judías no le dieron importancia. Yo desconfiaba. ¿Qué hiciste hoy? ¿qué estabas haciendo cuando te llamé?


Ahora me animo a ir a la milonga sola, a la vespertina. Me siento en la fila contra la pared, detrás el gran espejo, una mesa dos sillas (una de cada lado), otra mesa otras dos sillas. Ahí estamos las mujeres, los hombres al costado, como en una platea. De noche, en cambio, voy con el del auto. Hoy sentí el calor de tu pecho, me dijo. Me reí. Aprovechó la esquina con sombra, una arboleda vieja que caía sobre las bolsas de basura y me tocó con avidez. Yo estaba en otra.


-Si fuera más callado podría invitarlo a reuniones, le había dicho a Sandra. ¿Pero qué hago si se da cuenta de David?

_No hagas caso, en esta época no es problema. El hombre piensa una cosa y la mujer otra.

_Qué no, van a creer que yo también soy nazi.
Salí, dejame, le dije al del auto, riéndome. El fantasma del nazi me estaba fastidiando. “Lo que pasa es que las otras se ponen rellenos en el corpiño y el calor no le llega al hombre”, expliqué. (No tenés nada, había dicho la tía de mi marido. No vas a poder tener hijos.)

_Bailemos el paso doble separados, quiero reírme así, como cuando era chica.

_Nos van a echar, es una milonga pesada.


(¿Tu suegra dijo eso? Si, bueno, casi.)
El auto es grande y está lleno de cosas de construcción, bolsas, herramientas, polvillo de cemento o mantas para envolver atados de ropa de trabajo. Será albañil. El asiento delantero se cubre con arpillera y voy sentada con mis zapatos de baile. Son de gangster con taco.


_¿Pensás en él?


_Sí, pero lo quiero al lado mío y lo echo lejos, lejos.
La abandoné y no sabía… insistía el tango. Remordimientos. “No, no hay que abandonar a nadie”, dijo mi compañero de la tarde como haciendo una promesa.
Pero el de anoche quería tocar, adentrarse en el calor del pecho, un nido._Son chicos los hombres, le dije a Sandra.
A mí andar sola me cuesta, cuando voy a la hora de la siesta salgo caminando, siento que la calle es mía, que se prolonga un poco más la pista y no pudieron echarme de la ciudad, aunque algunos estén en otra parte, en otro país.


_Si por lo menos hubiera ganado dinero con su fantasía de Nietzche y la tele encendida hasta la madrugada...

_. Quería darte miedo, ése.


_No sé.
Ahora el del auto se desayuna y dice como si pensara: “La libertad ¿para qué?” Amanece a las preguntas y el bar es un paradero de ruta. A él el código no le importa, está con una remera con agujeritos, la costura tiene un burlete anaranjado, un club de fútbol de vaya a saber dónde. Así bailamos, yo vieja, él zaparrastroso pero motorizado, creerán que lo mantengo y soy amarreta. Comemos unas tapas chinas, me caen mal. “Osho, ¿leíste a Osho?” Bueno, basta, le dije, en el fondo de la taza hay algo negro, pegajoso. Otro día nos vemos y van. Es el dedo del pie, me torcí, me fracturé. Sin el dedo gordo no se puede hacer el pivot.

¿Sabías que uno se copió del cuento de Cortazar y cree que la novia muerta está bailando en Reducci? Sí, son inventos, chismes que corren, pero yo prefiero el cuento de la pianista tanguera: se acostaba con el sobrino y la mataron en pleno escenario. Alguno piensa demasiado mientras baila. Se trata del flujo de consciencia.


_­Esa historia no fue una tragedia, fue incesto.


_Yo estuve enamorada de mi cuñado y no es incesto, (no pudo ser porque no nos animamos, pero prohibido prohibido no hubiera estado).


_Bailás con viejos ahora, te gustan.


_Yo también soy vieja. Y es lo que hay. Capaz que son nazis los de camisa negra. No sé si me gustan, los puedo.

La primera vez estuve sentada más de media hora, no veía ni las señas. Miré a los tipos y elegí al mejor. Uno de sesenta, pelo entrecano, caída a pico como plomada con cada compás y a veces con un pie en suspenso, apenas despegado del suelo, quieto como un flamenco. Mientras sonaba la cortina musical lo miré y volteó la cabeza. Al rato, en el fondo, descubrí al que levantó la ceja. Dudé. ¿Sería conmigo la cosa? Me puse otra vez los anteojos. Le sonreí, él asintió, me quité los anteojos, los dejé en la mesa, amagué con levantarme de la silla. El se acercaba. Yo llevaría larga vistas para no equivocarme, dijo Sandra. Es un código. ¿Te imaginás? Usar la palabra código te dice a la legua que todo es un invento. A la idea de un código milonguero te la venden como originaria pero antes era la costumbre, no el código. Nadie hablaba así, rebuscado.
Otro código es la ropa, te intimida, eso es lo peor, aunque yo conseguí que me saquen con la ropa de siempre. El que me dijo No hay que abandonar a nadie, anda en camisa celeste y pantalón gris. Es como estar en casa. Un marido prestado por un rato. ¿Calor? Sí, en todo el cuerpo. En el acorde final, junto los pies y el zapato del hombre queda en el medio, atrapado. Hay quien se ríe, de nervios se ríen.
¿Alguna vez viste a la muñeca de trapo? Es una chica lánguida que se deja caer. Baila arrastrada, el hombre tiene que empujarla paso a paso y de repente se cansan y la arrastran por la pista como limpiando el piso. Ella ha triunfado, todos miran. Una sonrisa imperceptible y el caballero, como le dicen, no sabe si la domina o la carga. Las rodillas ni las flexiona siquiera, para qué si no va a dar ni un paso por su cuenta. Es delgadísima, está feliz de ser la arrastrada. La vi reírse sola cuando vuelve a la mesa, tiene algo genial, pintada por demás y con cara mínima debajo de una mata de pelo. Yo no puedo. Cuando jugábamos al muñeco de goma me dejaba empujar por las chicas y me bamboleaba de uno a otro costado. Siempre en la vereda estaban jugando, pero a mí no me dejaban salir a la calle y un día las invité a casa, al patio de cemento debajo del parral. Una no me sostuvo y me caí, la cara aplastada contra el suelo. Qué viva. Y ahora, cómo voy a confiar en un tipo que se las da de nazi. Me gustaría ser la arrastrada y burlarme: los hombres terminan con la lengua afuera. (La lengua, dije).




En http://archisolves.blogspot.com

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