lunes, 30 de noviembre de 2009

La aurora de la palabra- María Zambrano (Tres fragmentos)






I. LA PALABRA PERDIDA

La completa aurora de la palabra sería la aparición de esa palabra única llamada "palabra perdida" en las tradiciones derivadas de la tradición. Sin claramente saberlo, por encontrarla algunos poetas han quedado sellados y algunos nombrados filósofos, y aun algunos novelistas. Lo que parece más alejado, ya que el novelar es hacer historia y la palabra perdida no solamente está más allá de la historia, sino que la anularía si algún día de veras y para todos apareciera. Y así se podrían señalar los pasos, estaciones de esta Quête de la palabra perdida como la Quête de la historia abolida, y de la aparición de la vida viviente sin esa dimensión histórica "ineludible", como se dice en los paliados historicismos. La vida, es cierto, se hace en seguida histórica cuando lo que el que simplemente vive, el asimilado a la vida, que lo es al par a la palabra, lo que necesita es la vida vivificante, la aurora no interrumpida por ese Sol que enuncia todos los Imperios, comprendido el de la poderosa Razón. La aurora y antes el alba anuncian algo que débilmente se insinúa, ideleblemente también: lo intacto. Anuncio no de lo qu sigue, el imperio del Sol, sino de la claridad, si la claridad es, que se ha quedado remota: una especie de belbuceo, una apenas sombra de luz. Y un fuego sutil que da frío, la gota de rocío de la virtud única que de tan concentrado fuego da señal. Y de ahí la belleza y el error que en la mirada prendida de ella sucita; por ese no creer que inhibe el respirar en el momento privilegiado. Y así se pierde el aliento que sólo da el respiro, aunque sea cosa de un instante, en el fuego frío del alba todavía indecisa antes de que aparezca la raya de la aurora. Una raya que traza el abismo entre luz y tinieblas, que arroja las tinieblas hacia el abismo de donde, por fuerza, habr{an de resurgir. Mas antes, antes de la separación, está el alba, sombra primera de la luz, y con ella, andando en ella, envuelta por ella, la palabra que se perdió y que volverá en cada alba.
¿Y no podría abrirse por la palabra más inmediatamente que "perdida", echada de menos la difrencia entre el oír y el decir: entre la situación del que dice la palabra y la de este que la escucha? La que marca la distancia, abismo puede ser, entre el lugar de donde llega la palabra y este lugar su punto de destino. Pues que un punto se suele sentir aquél que recibe la palabra dentro del espacio que él ocupa. Y si este espacio "aquí" se hace ámbito de la palabra remota, le parece entonces que sea el de ella, y él, el que la escucha, sea tan sólo un ocupante o testigo indiscreto. Y corre llevado de espanto como si hubiera asistido a un sueño de otro o a un suceso de otro planeta. De ello sólo salva el que la palabra que de aquel remoto lugar penetre antes de sernos dada, dentro del sentir ahondándolo, ensanchándolo hasta que el ámbito del sentir traspase sus propios límites y que el cerco quede derribado. Y si así fuera y cuando así ha sido, la palabra se despliega, se hace sentir en el sentir originario del sujeto sin lucha. La palabra que así llega puede decir poca cosa, casi nada, puede ser simplemente el nombre de ese sujeto visitado; su nombre que le es dado al par que se libra de su yo.
La palabra perdida, echada de menos, parece que se ofrezca siempre que una palabra se hace en oscuro sentir que por ella se depierta; cuando la palabra toca y enciende el germen mismo de la palabra. Y luego cuando se ve deja un balbuceo, el no poder hablar y el ansia de decir sin palabra alguna. El arrobo que puede llevar a enajenación si el germinar prosigue. Ineludiblemente se parece el alrgo, duradero balbucear de Hölderlin. Y el cántico apenas audible de alguna mujer elegida y abandonada que nunca llora. Y apenas el rumor que se desprende de algún campo donde germina alguna semilla desconocida.
Pues que la palabra germina desde antes de la aurora, antes de que se extienda esa raya no siempre luminosa que anuncia la escritura.


II. LA PALABRA INICIAL

"...No volveré a hablar como he hablado. Ni a escribir como lo he hecho, sea cual sea la forma en que lo hice", alguien dice entre sí y para sí un día que se queda por ello marcado. Un día que había de llegar y que ha llegado, sin duda, a todos aquellos heridos o al menos flechados por la palabra, por esa palabra original y por ello tan amplia que abarca toda "humana "obra, constructiva irrepetiblemente. La palabra del arquitecto sostenida por la palabra escondida, sacrificada: esa muchacha que se trasnfere luego a la piedra de fundación. La palabra, la piedra que sirve perdiéndose y perdiéndonos, pues que fue colocada sobre la fuente "que mana y corre" aún en la noche. Y quizá sólo en la noche. Cuando el acallamiento de todos los decires permite sentir su palpitar. El inextinguible palpitar de lo vivo de verdad.
"No, no volveré a hablar como he hablado", que si se eleva a voto da el silencio en que se nos pierden - a nosotros - ellos quienes los formularon, a no ser que un día hablen ya de otro modo.
Mas el voto es una máscara cuando no se impone por sí mismo, sin ser notado. Y entonces no se formula. Se hace como un silencio tenue, sin corporeidad. Es un resultado, un fruto más bien que se abre intangible; un grano de fuego que ha germinado ya; una forma irreconocible si se la mira. Y por ello vale más no mirar. Una presencia que no se sabe cuándo llegó, y un pensamiento sin memoria.
Y de este pensamiento nacido del sentir y que de él no se desprende, ¿quedará memoria? ¿O volverá a fondo de su sentir como aquella paloma que se volvía porque aún no había legado el fin del diluvio? El anuncio incompleto, la incompleta profecía.
Hasta que al fin cesan de caer las aguas sobre la tierra. Eran quizá las aguas primeras, las amargas del día de la creación sobre las que se posaba el aliento divino, el divino y primario palpitar. Dejaron de caer las aguas y surgió casi deshecha la tierra. Y el hombre hubo de salir de su arca y celebró sus nupcias con la tierra; su lugar. Volvió a hablar como antes, ¿o comenzó ya a hablar un idioma? Un determinado idioma ya suyo y de los suyos, los salvados, conjugándose todos de nuevo sobre una tierra empapada que un sol implacable haría desecar: la gran fertlidad al comienzo y luego la sequedad, la polvareda. Y las palabras ya muchas desecadas, convertidas en piedras, algunas, por ventura, en "cantos" como en español se dice iguamente para el cántico y la piedra que rueda apenas sin ser tocada; el canto que no se aviene a la edificación porque conserva algo de su vida inicial. Piedras de la aurora interior al Diluvio, quizá, cantos rodados. ¿Quedarán palabras de la hora primera? No asistió a su aparición hombre alguno. Mas la palabra divina pudo preparar la que había de dársele al hombre, si es que el hombre es el ser prometido desde el comienzo de los comienzos; si es que la creación del cosmos salió de las tinieblas profetizándolo. Y como un profeta vino a irse quedando sin esa palabra anterior a todo idioma, perdida. Y perdido el aliento y escondida en su raíz la voz.
Y así entendemos que no es la palabra la que se nos fue y podría estar ahí rodando entre todas, dándose a ver en algún instante fugitivas. No son ellas ni ella, si es que hay una tan sólo, las que se pierden. Es el cómo del decir y la falta del aliento primordial y del fuego sutil nunca respirado. El desaliento que el reflejo del fuego únicamente vencería. No a la palabra, sino a su arder inicial, hace su aurora.

III. EL GERMEN

Tal vez sea la atracción del ocaso escondida bajo el ansia de un porvenir que se haga en seguida presente - un porvenir estabilizado -, tal vez sea el desapego humano a todo anuncio de cumplimiento interminable, un sinfin el que crea la expectación: la mirada rápida del cazador que recoge el sol cuando sale. Y ese olvido, ese dejar atrás desatendido al lucero que precede a la aurora. Y que más que anuncio es guía de la luz que tan indecisa llega, tan sin saber. El lucero. Venus llamando, guía y sostiene a la luz. ¿Guía o germen? Acá sobre la tierra el germen no parece que sea el guía ese que ciertas plantas se tuercen para encontrar. El congénito crecer heliotrópico no les ha dado la necesaria consistencia que en su debilidad la yerba o la retama dócil al viento tienen.
El guía hacia el crecer vegetal, ¿es el sol o es la luz? Sin duda que es ella, pues que en tierras con poco sol nada crecería. Y en los desiertos por el sol abrasados debería su luz bastar, ser ella el agua. ¿La luz como agua única alguna vez?
El desechado lucero, ¿será en alguna religión olvidada o escondida señal de ese germen de luz y palabra que en el pensamiento occidental se nos da a conocer como "Logos spermatikos"? Ese fuego- semilla- contenido en el tiempo en alguna teogonía que precedió a Heráclito y a la que tan escasa atención se ha prestado.
A punto estuvo la teología de Justino de perecer en plenitud en el Cristianismo. Mas fue bien pronto rechazado. Emmanuel, Dios en el hombre. ¿No es acaso semilla de vida eterna albergada en su indeciso ser, en esa alba que es la humana vida? ¿El verbo divino no se sembró para nacer un humano cuerpo y no se derramó en humana palabra?
El lucero único, fuego que se hace luz incesantemente, quizá sea señal de la palabra escondida, de su invencible unidad que se multiplica sin fin.


La aurora- Ediciones Alción

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