lunes, 30 de noviembre de 2009

Prehistoria del amor- Octavio Paz




Al comenzar estas reflexiones señalé las afinidades entre erotismo y poesía: el primero es una metáfora de la sexualidad, la segunda una erotización del lenguaje. La relación entre amor y poesía no es menos sino más íntima. Primero la poesía lírica y después la novela - que es poesía a su manera - han sido constantes vehículos del sentimiento amoroso. Lo que nos han dicho los poetas, los dramaturgos y los novelistas sobre el amor no es menos precioso y profundo que las meditaciones de los filósofos. Y con frecuencia es más cierto, más conforme a la realidad humana y psicológica. Los amantes platónicos, tal como los describe El Banquete, son escasos: no lo son las emociones que, en unas cuantas líneas, traza Safo al contemplar una persona amada:

Igual parece a los eternos dioses
Quien logra verse frente a ti sentado:
¡Feliz si goza tu palabra suave,
Suave tu risa!

A mí en el pecho el corazón se oprime
Sólo en mirarte: ni la voz acierta
De mi garganta a prorrumpir; y rota
Calla la lengua.

Fuego sutil dentro mi cuerpo todo
Presto discurre: los inciertos ojos
Vagan sin rumbo, los oídos hacen
Ronco zumbido.

Cúbrome toda de sudor helado:
Pálida quedo cual marchita hierba
Y ya sin fuerzas, sin aliento, inerte
Parezco muerta (1)

No es fácil encontrar en la poesía griega poemas que posean esta concentrada intensidad, pero abundan composiciones con asuntos semejantes, salvo que no son lésbicos. (En esto Safo también fue excepcional: el homosexualismo femenino, al contrario del masculino, apenas si aparece en la literatura griega.) Las fronteras entre erotismo y amor son movedizas: sin embargo no me parece arriesgado afirmar que la gran mayoría de los poemas griegos son más eróticos que amorosos. Esto también es aplicable a la Antología Palatina. Algunos de esos breves poemas son inolvidables: los de Meleagro, varios atribuidos a Platón, algunos de Filodemo y, ya en el período bizantino, los de Paulo el Silenciario. En todos ellos vemos - y sobre todo oímos - al amante en sus diversos estados de ánimo - el deseo, el goce, la decepción, los celos, la dicha efímera - pero nunca al otro o a la otra ni a sus sentimientos ni emociones. Tampoco hay diálogos de amor - en el sentido de Shakespeare o de Lope de Vega - en el teatro griego. Egisto y Clitemnestra están unidos por el crimen, no por el amor; son cómplices, no amantes; la pasión solitaria devora a Fedra y los celos a Medea. Para encontrar prefiguraciones y premoniciones de lo que sería el amor entre nosotros hay que ir a Alejandría y a Roma. El amor nace en la gran ciudad.
El primer gran poema de amor es obra de Teócrito: La hechicera (2). Fue escrito en el primer cuarto del siglo III a. C. y hoy, más de dos mil años después, leído en traducciones que por buenas que sean no dejan de ser traducciones, conserva intacta su carga pasional. El poema es un largo monólogo de Simetha, amante abandonada de Delfis. Comienza con una invocación a la luna en sus tres manifestaciones: Artemisa, Selene y Hécate, la Terrible. Sigue la entrecortada relación de Simetha, que da órdenes a su sirvienta para que ejecute ésta o aquella parte del rito negro a que ambas se entregan. Cada uno de esos sortilegios está marcado por un punzante estribillo: pájaro mágico, devuélveme a mi amante, tráelo a mi casa. (3) Mientras la criada esparce en el suelo un poco de harina quemada, Simetha dice: "Son los huesos de Delfis". Al quemar una rama de laurel, que chiporrotea y se disipa sin dejar apenas ceniza, condena al infiel: "que así se incendie su carne..." Después de ofrecer tres libaciones a Hécate, arroja al fuego una franja del manto que ha olvidado Delfis en su casa y prorrumpe: "¿por qué, Eros cruel, te has pegado a mi carne como una sanguijuela? ¿por qué chupas mi sangre negra?" Al terminar su conjuro, Simetha le pide a su acólita que esparza unas yerbas en el umbral de Delfis y escupe sobre ellas diciendo: "machaco sus huesos". Mientras Simetha recita unos sortilegios, se le escapan confesiones y quejas: está poseída por el deseo y el fuego que enciende para quemar a su amante es el fuego en que ella misma se quema. Rencor y amor, todo junto: Delfis la desfloró y la abandonó pero ella no puede vivir sin ese hombre deseado y aborrecido. Es la primera vez que en la literatura aparece - y descrito con tal violencia y energía- uno de los grandes misterios humanos: la mezcla inextricable de odio y amor, despecho y deseo.
El furor amoroso de Simetha parece inspirado por Pan, el dios sexual de pezuñas de macho cabrío, cuya carrera hace temblar al bosque y cuyo hálito sacude los follajes y provoca el delirio de las hembras. Sexualidad pura. Pero una vez cumplido el rito, Simetha se calma como, bajo la influencia de la luna, se calma el oleaje y se aquieta el viento en la arboleda. Entonces se confía a Selene como a una madre. Su historia es simple. Por su relato adivinamos que es una muchacha libre y de condición modesta (aunque no tanto: tiene una sirvienta); vive sola (habla de sus amigas y vecinas, no de su familia); tal vez para mantenerse, desempeña algún oficio. Es una persona del común, una mujer joven como hay miles y miles en todas las ciudades del mundo desde que en el mundo hay ciudades: Simetha hoy podría vivir en Nueva York, Buenos Aires o Praga. Un día unas vecinas la invitan a una procesión de Artemisa. Coqueta, se viste con su traje mejor y cubre sus espaldas con un chal de lino que le presta una amiga. Encuentra entre la multitud a dos jóvenes que vienen de la palestra, barbirrubios y de torsos soleados y relucientes. Coup de foudre: "Yo vi...", dice Simetha, pero no dice a quién. ¿Para qué? Vio a la realidad misma en un cuerpo y un nombre: Delfis. Turbada, regresa a su casa presa de una idea fija. Pasan días y días de fiebre e insomnio. Simetha consulta con magos y brujas, como ahora consultamos a los psiquiatras y, como nosotros, sin resultado alguno. Sufre

...la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura.

No sin dudas - es púdica y orgullosa - le envía a Delfis un mensaje. El joven atleta se presenta al punto en su casa y Simetha, al verlo, describe su emoción casi con las mismas expresiones de Safo: "Me cubrió un sudor todo de hielo... no podía decir una palabra, ni siquiera esos balbuceos con que los niños llaman a su madre en el sueño; y mi cuerpo, inerte, era el de una muñeca de cera". (4) Delfis se deshace en promesas y ese mismo día duerme en la cama de ella. A este encuentro se suceden otros y otros. De pronto, una ausencia de dos semanas y el inevitable chisme de una amiga: Delfis se ha enamorado de otra persona aunque, dice la indiscreta, no sé si es de un muchacho o de una muchacha. Simetha termina con un voto y una amenaza: ama a Delfis y lo buscará pero, si él la rechaza, tiene unos venenos que le darán la muerte. Y se despide de Selene (y de nosotros): "Adiós, diosa serena; yo soportaré como hasta ahora mi desdicha; adiós, diosa de rostro resplandeciente, adiós, estrellas que acompañan tu carro en su pausada carrera a través de la noche en calma". El amor de Simetha está hecho de deseo obstinado, desesperación, cólera, desamparo. Estamos muy lejos de Platón. Entre lo que deseamos y lo que estimamos hay una hendedura: amamos aquello que no estimamos y deseamos estar para siempre con una persona que nos hace infelices. En el amor aparece el mal: es una seducción malsana que nos atrae y nos vence. Pero ¿quién se atreve a condenar a Simetha?

El poema de Teócrito no habría podido escribirse en la Atenas de Platón. No sólo por la misoginia ateniense sino por la situación de la mujer en la Grecia clásica. En la época alejandrina que tiene más de un parecido con la nuestra, ocurre una revolución invisible: las mujeres, encerradas en el gineceo, salen al aire libre y aparecen en la superficie de la sociedad. Algunas fueron notables, no en la literatura y las artes, sino en la política como Olimpia, la madre de Alejandro y Arsinoe, la mujer de Ptolomeo, Filadelfo. El cambio no se limitó a la aristocracia sino que se extendió a esa inmensa y bulliciosa población de comerciantes, artesanos, pequeños propietarios, empleados menores y toda esa gente que, en las grandes ciudades, ha vivido y vive aún del cuento. Aparte de su valor poético, el poema de Teócrito arroja indirectamente cierta luz sobre la sociedad helenística. En cierto modo es un poema de costumbres: es significativo que nos muestre no la vida de los príncipes sino la de la clase media de la ciudad, con sus pequeñas y grandes pasiones, sus apuros, su sentido común y su locura. Por este poema y por otros suyos, así como por los "mimos" de Heronda, podemos hacernos una idea de la condición femenina y de la relativa libertad de movimientos de las mujeres.
Convertir una mujer joven y pobre como Simetha en el centro de un poema pasional que alternativamente nos conmueve, nos enternece y nos hace sonreír, fue una inmensa novedad literaria e histórica. Lo primero pertenece a Teócrito y a su genio; lo segundo a la sociedad en que vivió. La novedad histórica del poema fue el resultado de un cambio social que, a su vez, era el resultado de la gran creación del período helenísitico: la transformación de la ciudad antigua. La polis, encerrada en sí misma y celosa de su autonomía, se abrió al exterior. Las grandes ciudades se convirtieron en verdaderas cosmópolis por el intercambio de personas, ideas, costumbres y creencias. Entre los poetas del período helenístico que figuran en la Antología Palatina, varios eran extranjeros, como el sirio Meleagro. Esta gran creación civilizadora fue realizada en medio de las guerras y de las monarquías despóticas que caracterizan a esa época. Y el mayor logro fue, sin duda, la aparición en las nuevas ciudades de un tipo de mujer más libre. El "objeto erótico" comenzó a transformarse en sujeto. La prehistoria del amor en Occidente está, como ya dije, en dos grandes ciudades: Alejandría y Roma.
Las mujeres - más exactamente las patricias - ocupan un lugar destacado en la historia de Roma, lo mismo bajo la República que durante el Imperio. Madres, esposas, hermanas, hijas, amantes: no hay un episodio de la historia romana en que no participe alguna mujer al lado del orador, el guerrero, el político o el emperador. Unas fueron heroicas, otras infames. En los años finales de la República aparece otra categoría social: la cortesana. No tardó en convertirse en uno de los ejes de la vida mundana y en el objeto de la crónica escandalosa. Unas y otras, las patricias y las cortesanas, son mujeres libres en el diverso sentido de la palabra: por su nacimiento, por sus medios y por sus costumbres. Libres, sobre todo, porque en una medida desconocida hasta entonces tienen albedrío para aceptar o rechazar a sus amantes. Son dueñas de su cuerpo y de su alma. Las heroínas de los poemas eróticos y amorosos provienen de dos clases. A su vez, como en Alejandría, los poetas jóvenes forman grupos que conquistan la notoriedad tanto por sus obras como por sus opiniones, sus costumbres y sus amores. Catulo fue uno de ellos. Sus querellas literarias y sus sátiras no fueron menos sonadas que sus poemas de amor. Murió joven y sus mejores poemas son la confesión de su amor por Lesbia, nombre poético que ocultaba a una patricia célebre por su hermosura, su posición y su vida disoluta (Clodia). Una historia de amor alternativamente feliz y desdichada, ingenia y cínica. La unión de los opuestos - el deseo y el despecho, la sensualidad y el odio, el paraíso entrevisto y el infierno vivido - se resuelven en breves poemas de concentrada intensidad. Los modelos de Catulo fueron los poetas alejandrinos sobre todo Calímaco - famoso en la Antigüedad pero del que no sobreviven sino fragmentos - y Safo. La poesía de Catulo tiene un lugar único en la historia del amor por la concisa y punzante economía con que expresa lo más complejo: la presencia simultánea en la misma conciencia del odio y el amor, el deseo y el desprecio. Nuestros sentidos no pueden vivir sin aquello que nuestra razón y nuestra moral reprueban.
El conflicto de Catulo es semejante al de Simetha, aunque con variantes decisivas. La primera es del sexo: en los poemas de Catulo habla un hombre. Diferencia significativa: el hombre, no la mujer, es quien está en relación de dependencia. La segunda: el héroe no es una ficción y habla en nombre propio. Con esto no quiero decir que los poemas de Catulo sean simples confesiones o confidencias: en ellos, como en todas las obras poéticas, hay un elemento ficticio. El poeta que habla es y no es Catulo: es una persona, una máscara que deja ver el rostro real y que, al mismo tiempo, lo oculta. Sus penas son reales y también son figuras del lenguaje. Son imágenes y representaciones, El poeta convierte a su amor en una especie de novela en verso, aunque no por esto menos vivido y sufrido. Otra diferencia: ella y él, sobre todo ella, pertenecen a dos clases superiores. Como son dos seres libres y en cierto modo asociales - ella por su posición, él por ser poeta - se atreven a romper las convenciones y reglas que los atan. Su amor es un ejercicio de libertad, una transgresión y un desafío a la sociedad. Éste es un rasgo que figurará más y más en los anales de la pasión amorosa, de Tristán e Isolda a las novelas de nuestros días. Por último, Catulo es un poeta y su reino es el de la imaginación. A la inversa de Simetha, más simple y más rústica, no busca vengarse con filtros y venenos, su veneno asume una forma imaginaria: sus poemas.
En Catulo aparecen tres elementos del amor moderno: la elección, la libertad de los amantes; el desafío, el amor es una transgresión; finalmente, los celos. Catulo expresa en breves poemas, lúcidos y dolorosos, el poder de una pasión que se filtra poco a poco en nuestra conciencia hasta paralizar nuestra voluntad. Fue el primero que advirtió la naturaleza imaginaria de los celos y su poderosa realidad psicológica. Es imposible confundir estos celos con el sentimiento de la honra mancillada. En Otelo se mezclan los celos auténticos - ama a Desdémona - con la cólera del hombre ofendido. Pero es el amor, en la forma pervertida de los celos, la pasión que lo mueve: And I will kill thee, / And love you after. En cambio los personajes de los dramas españoles, especialmente los de Calderón, no son celosos: al vengarse limpian una mancha, casi siempre imaginaria, que empaña su honra. No están enamorados: son los guardianes de su reputación, los esclavos de la opinión pública. Como dice uno de ellos

El legislador tirano
ha puesto en ajena mano
mi opinión y no en la mía.

En todos estos ejemplos, sin excluir el más conmovedor: Otelo, el código social es determinante. No en Proust, el gran poeta moderno, no del amor sino de su secreción venenosa, su perla fatal: los celos. Swan se sabe víctima de un delirio. No lo liga a Odette ni la tiranía de la atracción sexual ni la del espíritu- Años después, al recordar su pasión, se confiesa: "y pensar que he perdido los mejores años de mi vida por una mujer que no era mi tipo". Su atracción hacia Odette es un sentimiento inexplicable, salvo en términos negativos: Odette lo fascina porque es inaccesible. No su cuerpo, su conciencia. Como la amada ideal de los poetas provenzales, es inalcanzable. Lo es, a pesar de la facilidad con que se entrega, por el mero hecho de existir. Odette es infiel y miente sin cesar pero, si fuese sincera y fiel, también sería inaccesible. Swan la puede tocar y poseer, la puede aislar y encerrar, puede convertirla en su esclava: una parte de ella se le escapará. Odette siempre será otra. ¿Odette existe realmente o es una ficción de su amante? El sufrimiento de Swan es real: ¿también es real la mujer que lo causa? Sí, es una presencia, un rostro, un cuerpo, un olor y un pasado que no serán nunca suyos. La presencia es real y es impenetrable: ¿qué hay detrás de esos ojos, esa boca, esos senos? Swan nunca lo sabrá. Tal vez ni la misma Odette lo sabe; no sólo miente a su amante: se miente a ella misma.
El misterio de Odette es el de Albertina y el de Gilberta: el otro siempre se nos escapa. Proust analiza interminablemente su desdicha, desmenuza las mentiras de Odette y los subterfugios de Albertina pero se niega a reconocer la libertad del otro. El amor es deseo de posesión y es desprendimiento; en Proust sólo es lo primero y por esto su visión del amor es negativa. Swan sufre, se sacrifica por Odette, termina por casarse con ella y le da su nombre: ¿la amó alguna vez? Lo dudo y él mismo lo dudó también. Catulo y Lesbia son asociales; Swan y Odette son amorales. Ella no lo ama: lo desprecia. No obstante, no puede separase de ella: sus celos lo atan. Está enamorado de su sufrimiento y su sufrimiento es vano. Vivimos con fantasmas y nosotros mismos somos fantasmas. Para salir de esta cárcel imaginaria no hay sino dos caminos. El primero es el del erotismo y ya vimos que termina en un muro. La pregunta del amante celoso, ¿en qué piensas, qué sientes?, no tiene la respuesta del sadomasoquismo; atormentar al otro o atormentarnos a nosotros mismos. En uno y en otro caso el otro es inaccesible e invulnerable. No somos transparentes ni para los demás ni para nosotros mismos. En esto consiste la falta original del hombre, la señal que nos condena desde el nacimiento. La otra salida es el amor: la entrega, aceptar la libertad de la persona amada. ¿Una locura, una quimera? Tal vez, pero es la única puerta de la cárcel de los celos. Hace muchos años escribí: el amor es un sacrifico sin virtud; hoy diría: el amor es una apuesta insensata, por la libertad. No la mía, la ajena.


Notas:
(1). Cito la admirable traducción de Marcelino Menéndez y Pelayo, hecha en la misma estrofa de Esteban Manuel de Villegas: cuatro versos blancos, los tres pirmeros sáficos y el cuarto adónico. Pablo Neruda empleó la misma forma en Angela Adónica, uno de los mejore poemas de Residencia en la tierra. Aunque menos perfecto en la versificación, el poema de Neruda merece ser comparado con la traducción de Menédez y Pelayo. Los dos poemas expresan dos momentos opuestos del erotismo: el del Safo, la concentrada ansiedad del deseo; el de Neruda, el reposo después del abrazo. El fuego y el agua.
(2) Las hechiceras. Según Marguerite Yourcenar la traducción literal es los filtros mágicos. (Pharmaceutria). Con buen sentido, otro traductor, Kack Lindsay, prefier usar como título el nombre de la heroína, Simetha.
(3) Pájaro mágico: un instrumento de hechicería compuesto por un disco de metal con dos perforaciones y que se hacía girar con una cuerda. Representaba el torcecuello, el pájaro en que fue transformada por Hera una ninfa, celestina de los amores adúltero de Xeus con Ío.
(4) Catulo también imitó, casi textualmente, el pasaje de Safo. Un ejemplo más de cómo la poesía más propia y personal está hecha de imitación y de invención.


La llama doble- Seix Barral

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