lunes, 30 de noviembre de 2009

A la luz de una manzana- Hélène Cixous





Era una mujer casi increíble. O, mejor dicho: una escritura. Einstein decía que, algún día, a la gente le costaría creer que hubiera existido jamás un hombre como Gandhi, de carne y hueso, sobre la tierra.
Nos cuesta, pero también nos reconforta, creer que Clarice Lispector haya podido existir, muy cerca, ayer, tan lejos, antes que nosotros. Kafka también es irrecuperable, excepto... a través de Clarice Lipsector.
Si Kafka fuera una mujer. Si Rilke fuera una brasileña judía nacida en Ucrania. Si Rimbaud hubiera sido madre y hubiera llegado a cincuentona. Si Heidegger hubiera podido dejar de ser alemán, si hubiera escrito la Novela de la Tierra. ¿Por qué cito todos estos nombres? Para intentar perfilar el terreno. Por ahí escribe Clarice Lispector. Ahí donde respiran las obras más exigentes, ella avanza. Pero luego, donde el filósofo pierde aliento, ella continúa, va aún más lejos, más lejos que cualquier clase de saber. Después de la comprensión, paso a paso, se adentra estremeciéndose en el incomprensible espesor tembloroso del mundo, con el oído finísimo, alerta para captar incluso el ruido de las estrellas, incluso el mínimo roce de los átomos, incluso el silencio entre dos latidos del corazón. Vigía del mundo. No sabe nada. No ha leído a los filósofos. Y, sin embargo, a veces juraríamos oírles susurrar entre sus bosques. Lo descubre todo.
Todos los momentos paradójicos de las pasiones humanas, los dolorosos maridajes de los contrarios, que constituyen la mismísima vida, miedo y valentía (el miedo es también valentía), locura y sabiduría (la una es la otra como la bella es la bestia), carencia y satisfacción, la sed y el agua... Nos descubre todos los secretos, y, una a una, nos brinda las mil claves del mundo.
Y también esa experiencia suprema, sobre todo hoy en día, consistente en ser-pobre a fuerza de pobreza, o a fuerza de riqueza.
Allí donde el pensamiento deja de pensar para convertirse en un arranque de alegría, ahí escribe Clarice Lispector. Ahí donde la alegría se hace tan aguda que duele, ahí nos hace daño esta mujer.
Y también en la calle: pasa un hombre apuesto, una anciana, una niña pelirroja, un perro asqueroso, un cochazo, un ciego.
Y, bajo la mirada de Clarice Lispector, cada acontecimiento despunta, lo común se barre y muestra su tesoro que es, precisamente, común. Y, de repente, ahí está como un vendaval, como un incendio, como un mordisco: la vida.

Mirada furibunda, voz que se esfuerza, escritura que se afana en hurgar, en desenterrar, en des-olvidar: ¿qué? Lo vivo, los inagotables misterios de nuestra "habitación" en la tierra. ¡Los hay, y muchos! Reinos y especies y seres. Hay que salvar todo cuanto existe, rescatarlo del olvido que se apodera de nuestra existencia cotidiana. Y henos aquí que gracias a la obra de Clarice Lispector todo resucita, los recuperamos tal cual; todo cuanto tiene derecho a ser nombrado, ya que es. Silla, estrella, rosa, tortuga, huevo, niño...ella se preocupa maternalmente y por toda clase de "hijos".
Como todas las más grandes obras, la de Clarice Lipsector es iniciación, humilde e incesante asombro y, a la vez, lección para el lector. Reeducación del alma. La obra nos reintegra a la escuela del mundo. La obra, en sí misma, es la escuela y la escolar. Pues quien escribe no sabe. Lo cual no impide que, a veces, creamos la luz, a tientas en la oscuridad y encontrando el cuerpo inesperado.
Escribir: rozar el misterio, delicadamente, con la punta de las palabras, procurando no aplastarlo a fin de des-mentir.
Tranquilos: también escribe cuentos. Una mujer joven y rica se encuentra con un mendigo. Y, en seis página, ahí está el Evangelio, o el Génesis. No, no exagero mucho.
Una mujer y una cucaracha: son las protagonistas del drama de Re-conocimeinto titulado La Pasión según G:H. ¿Lo cuento? Ella, (una mujer designada con las inicales G.H., o la escritura) es decir, la pasión, parte de una habitación de servicio. De una pared blanca en la que aparece, dibujada, una silueta de mujer. Y avanza. A paso de pápagina, con ritmo regular, sostenido, hasta la revelación final. Cada página posee la plenitud de un libro. Cada capítulo es una tierra. Por explorar, por superar: cada peldaño aleja al "yo" de su ego. A cada paso, un muro. Se abre. Un error. Develado. G.H. encuentra una cucaracha. Pero no habrá "Metamorfosis" monstruosa alguna. Al contrario, para G.H., el bicho es el representante real de una especie que ha perdurado en su ser - cucaracha desde la prehistoria-. El trozo de ser vivo, horrible, repugnante, admirable en su resistencia a la muerte. A ese cuerpo, el cuerpo del otro, al que se atreve, debe, no quiere, infringir la muerte. G.H. pregunta con violencia el secreto de lo vivo, la materia prehumana que no muere. ¿Qué es la vida la muerte sino una construcción mental, humana, una proyección del yo? La vida prehumana no conoce la muerte. La pasión según G.H. es esta travesía por el caparazón, por todos los caparazones, hasta la materia ilimitada, neutra, impersonal...
No, no he contado nada. Hay que seguirla, palabra por palabra, en su ascensión hacia abajo. Sí, con ella, descender también es ascender.
¡Acaso somos ahora sus hijos?
Ahora voy a descender hasta las estrellas terrestres que parpadean, débilmente, en el libro La Hora de la Estrella.

Prólogo y traducción de Ana María Moix


La risa de la medusa. Editorial Anthropos

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