sábado, 7 de noviembre de 2009

Autocensura y otra escritura- Mada Bogin


Autocensura y otra escritura- Magda Bogin


Empiezo esta ponencia en un estado de confusión: ¿escribirla en inglés y traducirla al español, o viceversa? Una confusión a la vez emblemática del tema que me he propuesto, o sea “Autocensura y otra escritura”.
Empezaré en español, lo cual me ayude quizás a encadenar mis ideas de una manera más accesible a mis hermanas escritoras de América Latina.
Para aclarar los términos del tema de hoy, quiero decir que no he conocido ni la represión ni la censura. Nací judía, en la segura ciudad de Nueva York, cinco años después de terminar la Segunda Guerra Mundial. Nací en una familia intelectual, de izquierda, y la vida que hasta ahora he vivido allá en el “vientre del monstruo”, ha sido un privilegio inmenso – inconcebible al lado de la vida de mujeres que todavía no saben ni leer ni escribir, que sólo conocen días de hambre y miseria. Inconcebible a veces para mí misma. Además del bienestar material, crecí en un mundo rica de ideas y cultura, y de grandes aspiraciones para la humanidad. Me tocó llegar a la vida adulta en los años formativos del movimiento feminista, coincidencia definitiva para mi carácter, mi identidad, mi desarrollo político y cultural. ¿La autocensura, qué tiene que ver con todo esto? Tiene que ver porque a pesar de tanto estímulo, en medio de tantas mujeres admirables – una verdadera tribu de role models – dejé de escribir, o sea que dejé la cosa que me era más importante, el declarado centro de mi vida.
No hablaría de esta crisis personal – que ya, para anticiparles el fin feliz del centro, se ha resuelto – si no me pareciera sintomática de un problema muy grave que a aflige a muchas mujeres que deberían, por uno u otro pequeño giro de la rueda de la fortuna- o sea por su clase, su raza y su educación – ser las beneficiarias del feminismo tal como generalmente se lo concibe.
No hablaré, entonces, porque ya es otro terreno, de los obstáculos externos al pleno desarrollo de los talentos de la mujer – la guerra, el hambre, la esclavitud de la gravidez – sino de los impedimentos que pueden presentarse en la ausencia de aquéllos.

Empiezo con una pregunta: ¿Es lo mismo que cuando se “bloquea” una mujer que escribe que cuando se bloquea un hombre? ¿La famosa angustia del escritor? Así creía yo cuando a mí me sucedió, pero ya no. Nuestras historias son distintas, y por consiguiente las leyes que nos gobiernan también son distintas.
Si la censura es producto de la represión, la autocensura es producto de la opresión. La autocensura dice: lo que yo pienso no tiene valor, no acierta, no sé nada en definitiva porque mi experiencia es parcial, marginal, de mujer. La autocensura dice: si voy a escribir, quiero tratar los grandes temas, hablar con voz gigantesca, whitmanesca (o nerudiana), a medida continental. La autocensura dice: no quiero, por mujer, ser condenada a hablar de detalles domésticos, de espacios diminutos, de triunfos limitados.
Yo ya había escrito un libro sobre las mujeres trovadoras; ya había escrito decenas de poemas. Pero con el desarrollo de mi conciencia feminista empecé un duro interrogatorio sobre mí misma. ¿Para quién escribo? Para las demás mujeres. Pero no conozco sus vidas: por mi educación, por mis orígenes, por mi vida errante, no soy lo suficientemente típica. Sobre todo, no quiero reflejarles la idea de su opresión. Hay que ir más allá, ser fuerte, libre, inspiradora. Pero tampoco quiero caer en errores estratégicos. ¿Cuáles son los temas esenciales? ¿Qué dirán de mí las compañeras feministas si mi poesía no transmite la línea del momento?
Terminé por decidir que toda lucha personal era sumamente burguesa, sumamente ridícula (mi preocupación por el estilo, la temática, la voz artística) que era una pura indulgencia, un pasatiempo, y que a lo mejor tenía razón mi padre, poeta deprimido, que decía que cuando uno es genio lo sabe y que si no lo sabe, no lo es. Y de no ser genio, pues claro, no se podía hacer más que escribir cosas muy menores, muy mediocres. Con qué derecho, acabé por preguntarme en silencio, con qué locura me atrevía a creer que podía, sin ser genio, romper las barreras que a casi todas las demás mujeres las habían encerrado en el silencio? Luego me consolé: en efecto, eso de querer escribir había sido muy osado, era otra suerte de elitismo, un querer diferenciarme de las masas femeninas. Lo cual, políticamente, era indefendible. Así caí en la trampa.
La que se calla ante la larga fila de mujeres calladas ya no necesita opresor: lo lleva dentro, porque ha interiorizado la ley del silencio.

En realidad, nunca dejé de escribir: simplemente dejé de escribir lo mío. Seguía con mi trabajo de creación literaria, el que me permitía (aunque no era muy consciente de ello) seguir desarrollando la técnica y el manejo de mi lengua. Traduje novelas, ensayos y poesía. Últimamente por necesidad económica, he escrito un libro sobre el dolor físico – que diz que no contaba, porque no era literario-. Pero de modo curioso, cuando trabajaba en ese proyecto, durante más de dos años, dos figuras femeninas desfilaban por mi mente. Una es la mujer de Lot, quien según el libro de Génesis que muchas de ustedes recordarán, fue convertida en estatua de sal como castigo por haber vuelto la cabeza hacia su casa cuando los familiares de Lot huían de la destrucción de Sodoma y Gomorra. Para la historia es una traidora a su pueblo y mujer débil. La otra es La Malinche, brillante mexicana de la época de la Conquista, princesa al nacer y esclava al crecer, a quien por su dominio del maya y Nahual, y más tarde, del español, le fue concedido el alucinante papel de consorte e intérprete de Hernán Cortés. Para la historia es una traidora a su pueblo y una mujer débil.

¿Qué importancia y qué relación tienen estas dos figuras? Son dos amenazas opuestas, dos advertencias.
Me acuerdo que de todos los personajes bíblicos, la que de niña más me impresionó fue la mujer de Lot. ¿Quién era? No lleva otro nombre que el que indica su posición relativa a su marido. ¿Por qué la habían castigado tan duramente por un gesto tan natural? Yo de seguro hubiera hecho igual, hubiera vuelto la cabeza. ¿Por qué no podía echar una mirada hacia su pueblo, su pasado? Ahora que de nuevo se ha instalado en mi conciencia, comprendo con qué fuerza se nos graban los tabús cuando somos niñas. En el territorio simbólico en el cual se desarrolla la destrucción de Sodoma y Gomorra, la mujer de Lot se atrevió a desobedecer la ley patriarcal volviendo la mirada hacia atrás, hacia su casa, hacia el pecado, hacia sus dos hijas vírgenes regaladas a la multitud feroz por su marido, antes de partir. A la mujer de Lot la castigaron por ese momento en que vaciló entre dos mundos, por haber arriesgado un gesto independiente, un querer vincularse con sus profundas raíces de mujer, congelándola en símbolo de la fuerza impotente: la sal, pero qué dura.
En cuanto a la Malinche, es un mensaje igualmente aterrador el que nos trasmite la historia. Tampoco de ella, aunque vivó mucho más en nuestro tiempo, se sabe quién fue ni cómo fue. Lo que se cuenta de ella son puras leyendas, en las que aparece embellecida o desprestigiada, según la quieran ver los historiadores. Pero estas leyendas son precisamente las que me interesan, porque en ellas vemos claramente el peso de nuestra herencia. Lo único que de ella se puede aseverar con un mínimo de seguridad es que debió ser muy lista, muy inteligente. Que traicionar a su pueblo es mucho menos verificable. Debemos recordar que la Malinche no se vendió. Fue vendida. El odio en que quedó envuelta congeló sus talentos para siempre en símbolo de lo que sucede cuando la mujer se acerca a la palabra, a la soltura, al poder.
Gracias a las vistas de estas dos figura claves, figura madres, he podido salir de la autocensura con una visón distinta de lo que podría significar ser escritor-a. Conocer nuestro pasado, medir nuestra opresión, emprender la arqueología de nuestra historia, no es forzosamente un reciclar nuestras limitaciones. Al contrario: creo que si vamos a salir todas (y no sólo unas cuántas) del terror y del silencio, si la sal en que se han congelado nuestra lágrimas y nuestras voces se van a convertir en la sal de la tierra, en fuerza, es hora de poder imaginar una lúcida utilización de nuestra especificidad y de nuestros dones personales: con el fin de no entregarlos, no entregarnos, al poder patriarcal. Me refiero a la necesidad de crear cuentos, novelas, ensayos, obras de teatro, y poesía que nos permitan correr todos los riesgos que la sociedad no quiere que corramos. Que nos permitan exagerar, dudar, bromear, hablar de todo tipo de relación sexual, preguntar e investigar – o sea que nos permitan a la vez experimentar y resistir: hacer resistencia.
No quiero que nadie me diga de qué debo escribir ni tampoco quiero hacerles prescripciones a los demás. Esto sería autocensura en masa. Pero de una cosa estoy segura. Que nuestras guerras anteriores, nuestra búsqueda del ser auténtico, son exactamente tan grandes, tan importantes y tan universales como las guerras y los viajes y las conquistas que cuentan los hombres; las odiseas del mundo femenino, exactamente tan heroicas como la de Ulises; y llegar a una madurez de mujer exactamente tan impresionante y merecedora de lectoras (lectores) como la llegada a la madurez de hombres de los protagonistas de los clásicos escritos por hombres. Nuestra experiencia es una fuente inagotable de ideas y de fuerzas. Y nuestro pasado hay que cultivarlo, no para erigir monumentos a la nostalgia (que en estos momentos está tan de moda), sino para aportar a nuestras lectoras otra alternativa distinta a la de entregarse, es decir a integrarse, a la sociedad como actualmente existe.

Puede ser que tengamos que ir a tanteos, titubeantes; puede ser que durante un determinado momento histórico seamos incapaces de hacer frases muy declarativas, seguras, firmes. Si es así, tomar la pluma (o acercar nuestras yemas al teclado) podrá parecer a veces un lujo enorme. Y lo será, pero en el mejor sentido de la palabra, un lujo y un privilegio que nos tenemos, y debemos otorgar a cuantas mujeres se pueda, porque mucho depende de nosotras. Solamente cuando las mujeres se tomen el derecho de hablar, empezará la etapa del ser humano (y con este término genérico pretende incluir a los hombres).
¿Por qué será la etapa más revolucionaria? Porque la llamada “cuestión de la mujer” no es solamente cuestión de mujer. El machismo, más recientemente denominado sexismo, no es, como muchos hombres lo presentan, una inocua actitud cultural, o sea un ofensivo pero a fin de cuentas bien intencionado interés en las que pertenecemos al sexo femenino). No: el machismo, que ha hecho prueba de resistir a todos los triunfos revolucionarios de nuestro siglo, es el último refugio del imperialismo, o sea del impulso de dominar. Y esto nadie lo sabe mejor que las mujeres.
Por eso en la lucha por un mundo “bien diferente” no debemos – sobre todo las que ya tenemos acceso a la prensa, a las casas editoriales – aceptar el viejo refrán de que eso de la “cuestión del mujer” está bien pero que hay otras prioridades. Crear jerarquías de prioridades es caer en otra trampa. De nuestra experiencia de vida y cotidiana las mujeres podemos sacar al menos este pedacito de verdad: que todo está unido, y que el ser humano es bien complejo y bien capaz de pensar en varias tramas simultáneamente. Es en este sentido que se sitúa la consigna feminista de los años 70 en los Estados Unidos; “The personal is political”. Todo parte de allí.

En conclusión, quiero decir que a nuestras hermanas en los distintos países del mundo, les tocan realidades nacionales y cotidianas a veces muy duras y a veces muy distintas de la nuestra. Lo que en un país sería un paso atrás, en otro puede ser en ocasiones un paso adelante.
Pero sea como fuere nuestro destino nacional, espero que como escritoras de las Américas podamos forjar una solidaridad hemisférica al no callarnos, sea cual fuere el costo y mientras luchemos contra el imperialismo sino también contra toda persona y toda situación que a las mujeres nos impida desarrollarnos plenamente en todos los campos.


Magda Bogin es poeta y reside en Nueva York. Autora de Las mujeres trovadoras



Revista Fem- México 1982

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