sábado, 28 de noviembre de 2009

Una historia de amor




Felisa María supo que su vida acababa de dar un giro de 180 grados cuando su amiga Charo Barbosa le susurró al oído: “Ése es el diputadito del que te hablé esta mañana.” Ella y dos amigas más habían alquilado el coche que las llevaría al corso ese viernes de carnaval y ya iban por la segunda o tercera vuelta cuando divisó la silueta del diputado en una de las esquinas de la plaza. Apenas lo miró, se quedó encandilada por aquella figura de arcángel que fijó en ella sus ojos de un azul remansado detrás de los gruesos anteojos. Felisa María decidió que no iba a dejar pasar la oportunidad que la vida le ponía por delante. En efecto, el grupo de amigas que formaban Charo Barbosa, Mecha Foncueva y Domitila Allende le había hablado de aquel socialista cuyo nombre sólo Charo Barbosa, que lo leyó en el diario de la tarde, se lo pudo descifrar completo: Bernardo Movsichoff. A Felisa, que por esa época devoraba una novela de Dostoyevski robada de las estanterías de libros que abarrotaban el cuarto de su hermano Eduardo, el nombre le recordó a aquellos personajes que le dejaban el alma en suspenso y a esas tierras lejanas y exóticas que apenas podía contornear en el territorio febril de su imaginación. Para la segunda vuelta ya sus amigas la habían puesto al tanto de que el galán en cuetión era un diputado nacional por el socialismo y que la tarde anterior pronunció en aquella misma plaza un encendido discurso que las campanas de la iglesia se empeñaron en vano en cubrir con sus arrebatados repiques. Cuando el coche pasó delante de él, la retreta tocaba La Cucaracha y Felisa, ni lerda ni perezosa, le tiró un puñado de serpentinas que cayeron sobre la silueta del diputado como una caricia ondulatoria, mientras al son de la música le decía:

Al diputado, al diputado,
tonto lo van a llamar.
Porque no tira, porque no tiene
serpentina en carnaval.

Cuando en la próxima vuelta ella volvió a pasar a su lado, Bernardo le arrojó a su vez un puñado de serpentinas. Pero Felisa, envalentonada por el éxito de su desafío, volvió a arremeter con La Cucaracha:

Al diputado, al diputado,
lerdo lo van a llamar.
Porque no piensa, porque no sabe
que se moja en carnaval.

La proxima vez Bernardo vació sobre las niñas que pasaron a su lado un pomo de olor que las dejó empapadas y fragantes, pero Felisa volvió a cantar:

Al diputado, al diputado,
preso lo van a llevar.
Porque no piensa, porque no sabe
que está prohibido chayar.

Bernardo Movsichoff pidió entonces a Bragagnolo, que además de correligionario lo acompañaba en aquellas lides carnavalescas, que preguntara a la niña si concurriría al baile de esa noche. Felisa le mandó a decir que no, porque tenía siempre presente aquella sentencia con que su madre la pertrechaba antes de cada salida, de que una niña que se precie no debe tener el sí fácil.
Sin embargo esa noche, cuando Bernardo la divisó entre las colombinas, pierrots y madames pompadour acompañada por una señora muy digna que imaginó era su madre, sintió que el corazón se le desacompasaba como sólo le había sucedido a los diecisiete años, cuando conoció las dulzuras y los tormentos del primer amor.
El noviazgo quedó constituido muy poco después y el resto lo dejo librado a la imaginación de los oyentes.
Felisa María Zavala Rodríguez fue la empeñosa compañera de Bernardo en su años más fecundos, quien lo secundó en su profesión de médico y en sus ideales políticos como si se hubiera fogueado en las mismas trincheras de su marido, aún cuando nunca esto le impidió continuar sosteniendo su fe católica, que la llevó a bautizar a sus cuatro hijos en la fe cristiana, ante la mirada tolerante de Bernardo. Digo empeñosa porque no era fácil en aquellos años ser la compañera de alguien que basaba su lucha en ideas que eran miradas con una buena dosis de aprensión y de recelo, aún cuando no constituyeran otra cosa que una voluntad de implantar en el mundo la justicia social. En el sueño de lograr una sociedad en la que el hambre y la opresión de los más humildes quedaran para siempre abolidos.
Pero Felisa, Chiche para su íntimos, además de compañera y esposa y madre amantísima, además de su oficio de maestra que ejerció con encendida devoción, contaba con una condición que la volvía singular e inigualable. En las noches de los “matrimonios”, como se llamaba en casa a las reuniones de amigos, esas reuniones que eran verdaderas tertulias literarias donde no pocas veces Antonio Esteban Agüero sacaba de su bolsillo un poema recién horneado, en esas ocasiones, digo, aquella mujer abnegada y cotidiana, aquella mujer que se levantaba de noche para plancharnos los delantales que se paraban solos por lo almidonados, se transformaba en un ser sobrenatural a mis ojos infantiles cuando, erguida en medio de la sala, declamaba Los motivos del lobo, La marcha triunfal o La tristeza del inca con una expresividad que convertía su cuerpo en algo casi alado. La calidad profunda de su voz, aquellos gestos que parecían dictados por los ángeles, transformaban mi realidad en algo quieto y resplandeciente. Y no eran solamente los poemas. Alguna vez he contado cómo por las noches, luego de escuchar el Teatro "Palmolive del Aire", mientras el Chorrillero afuera golpeaba como queriendo entrar, mamá se sentaba junto a nuestra cama para abrirnos su panteón de sueños, su mitología privada. Como otra Zherezade encantaba nuestras noches con historias de su familia que dejaban en mí un asombro como sólo experimenté años después con las novelas del realismo mágico.
Aquellas historias eran la historia. ¿Cómo separarlas? “Y donde habíamos pensado que estaríamos solos estaríamos con el mundo”, dice Joseph Campbell. Porque aquel territorio en donde pululaban los fantasmas, aquellas palabras que nos arropaban como caricia de peluche fueron la sugerencia de un sistema del mundo, ojo de la llave por donde entreví mi aventura, la aventura de convertirme en escritora. Porque las historias – dice también Campbell – llevan las llaves que abren el reino entero de la aventura deseada y temida del descubrimiento del yo. La destrucción del mundo que nos hemos construido y de nosotros con él; pero después una maravillosa reconstrucción de la vida humana, más espaciosa y plena nos espera”. Y eso fue lo que ocurrió cuando, lejos de la patria, necesité reconstituir mi despoblado mundo personal. Aquel ámbito mítico fue el hilo de Ariadna que me guió por el laberinto para derrotar al Minotauro de la angustia y del extrañamiento. El maná que me alimentó en mi peregrinar por el desierto. Solitaria en medio de la muchedumbre, miraba por aquel ojo ese continente oscilante entre la luz y el sueño o caminaba al desván de la memoria para tocar sus vestidos de distancias, sus voces tatuadas por el olvido, sus manos que tomaban mi pluma y me obligaban a escribir. Y estoy segura de que algo muy similar les sucede a mis hermanos – a María Inés, a Bernardo, a María Isabel - ahora que su ausencia nos ha dejado en la intemperie y sólo tenemos la memoria para guarecernos. Porque aquellas historias, aquella música de su voz que parecía contener un astro rersplandeciente, no son meros artilugios del pasado sino que también constituyen un devenir, proyecto, un juego sutil de preguntas y respuestas, un diálogo que la separación no ha podido interrumpir. Un poder que circula por nuestro esqueleto y lo mantiene erguido. “Los hilos del destino llevan al pasado – señala James Miller en La Pasión de Michel Foucault y luego lo cita –: “llevan al ser humano mediante esas extraña circunvoluciones hacia las formas de su nacimiento, a la tierra natal que lo hizo posible”.
Por todo lo expuesto creo que, en el día de la mujer, es justo y necesario trazar la semblanza de esa mujer singular y preciosa entre todas las mujeres como lo fue mi madre, doña Felisa María Zavala de Movsichoff.


Leído en el homenaje a la mujer en el Rotary Club de San Luis, en marzo de 2006, con motivo del homenaje a las esposas de los Gobernadores del Rotary.

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