viernes, 20 de noviembre de 2009

Mujer y palabra

Por qué escribimos las mujeres? Antiguamente la literatura como oficio, como un hacer, era el coto cerrado de los hombres. Fueron pocas las mujeres que se aventuraron en ese territorio donde el hombre creaba mundos imaginarios, narraba sus aventuras por mares desconocidos, denunciaba la realidad y trataba de modificarla (de hecho a veces lo conseguía) por medio de la pluma. Era él quien se adentraba en la intimidad, no sólo suya sino también del sexo opuesto, hablaba de la maternidad y de amor, describía el mundo y, dentro de éste, el mundo femenino con una genialidad indiscutible pero no por ello menos parcial. Acostumbradas a vernos retratadas, pintadas por aquellas plumas maestras, las mujeres permanecíamos mudas, pensado tal vez que todo estaba dicho, que el retrato y la modelo eran una sola y misma cosa. A la mujer se le había reservado el silencio, la aceptación, el tejer y destejer el hilo de su hastío en un universo en el cual no podía optar sino por encontrar a su príncipe azul y encerrarse en la jaula de oro del ámbito doméstico. Las pocas que se atrevieron a transgredir este mandato fueron consideradas brujas o hechiceras, mujeres masculinas, objeto de la burla de sus contemporáneos.
La mujer escritora puede, actualmente, ejercer su vocación sin tantas dificultades, pero le sigue siendo más arduo que al hombre llegar a ser una buena artista, y esto por una razón sencilla: le es más difícil llegar a ser una persona completa. Los factores que concurren a ello son múltiples y complejos. En primer lugar, su libertad se encuentra considerablemente coartada, lo cual afecta su profesionalidad, ya que carecerá de las necesarias experiencias que enriquecen a toda obra de arte. Esta visión empequeñecida del mundo se refleja en los famosos versos de Emily Dickinson.

Jamás he visto un páramo
y no conozco el mar


Al haber mantenido a la mujer marginada de los mecanismos del poder político y económico, se le ha mutilado también una extensa franja de la realidad. Por otro lado, su misión de esposa y de madre la convierten también casi siempre en un ser dependiente, debiendo luchar de manera casi titánica si quiere acceder a un nivel de autosuficiencia económica y a una búsqueda de su identidad. Esta falta de libertad exterior incide, a su vez, en su libertad interior. A las trabas y tabúes que la sociedad le impone, se suman las que a menudo ella se impone a sí misma. Una mujer de éxito en su profesión deberá afrontar un sentimiento de recelo y hasta de suspicacia por parte del sector masculino (se sabe hasta qué punto el común de los hombres desconfía de la "femeneidad" de este tipo de mujeres) además de tortuosos conflictos interiores en donde la culpa adquiere un papel preponderante.
Cuando, luego de trabajar todo el día, la mujer se encuentra con la que sido su tradición obligada: un esposo, hijos y todo lo que ello implica, su energía creativa corre serios riesgos de agotarse. En efecto, de dónde sacará fuerzas para reflexionar sobre sí misma y sobre su destino, para lidiar con las exigencias de un oficio por lo demás arduo y al cual ya no quiere, no puede renunciar?
Pocas escritoras han expresado las angustias y presiones a que se ve sometida la mujer como Sylvia Plath, la novelista y poeta norteamerciana que, en febrero de 1963, se suicida metiendo la cabeza en el horno de gas. "No es el hecho de parir lo que me parece injusto - dice en su novela autobiográfica "La campana de cristal" - sino que tener que parir hijos para los hombres. Hijos que llevarán su nombre. Hijos que te atarán, por medio del amor, a un hombre al que tendrás que agradar y servir bajo pena de abandono. Y el amor es, después de todo, el cerrojo más seguro. El que más irrita y el que más perdura. Y entonces m encontraré prisionera para siempre".
Si bien la función de esposa y de madre es una experiencia valiosa y enriquecedora cuando la mujer la asume con verdadera vocación, ella no debería impedirle el descubrimiento y la exploración de ese complejo mundo que bulle más allá de los protectores muros del hogar.
El problema de la mujer escritora presenta, pues, dos vertientes fundamentales: por un lado el reconocimiento de sí misma como una
entidad autónoma y libre. Por el otro, la búsqueda de esta libertad, la fundación de esta autonomía mediante la utilización de la palabra. Si "el hombre no habla porque piensa, sino que piensa porque habla", como dice Octavio Paz, podemos comprender las razones por las que ha sido tan reducido el número de aquellas que se internaron en los caminos del pensamiento. La palabra es edificadora del ser. ¿Y cómo podrá saber algo de sí misma esta mujer que sólo escuchó lo que de ella decían los padres, los maestros, los sacerdotes? "Prostituta, diosa, gran señora, amante, la mujer transmite o conserva - asevera también Octavio Paz- pero no crea, los valores y energías que le confían la naturaleza y la sociedad (...) Pasiva, se convierte en diosa, amada, ser que encarna los elementos estables y antiguos del universo: la tierra, madre y virgen. Activa, es siempre función, medio, canal. La femineidad nunca es un fin en sí misma, como lo es la hombría". Este condicionamiento, mantenido a través de los siglos, es lo que ha mutilado al ser humano femenino; el responsable de su inseguridad, dependencia, pasividad.
Para que su estilo suene, sea auténtico, una escritora debe, antes que nada, ser mujer. Y sólo lo conseguirá a través de un autoexamen que le permita conocer los más recónditos sectores de sus cuerpo, refiriéndose a él sin autocensuras ni eufemismos. Deberá poder escribir sobre su sexualidad, sobre su particular forma de vivir el amor y la maternidad, sobre sus anhelos sus sueños, sus fantasías. Deberá, por sobre todas las cosas, saber que el escribir es un oficio solitario, por lo que tratará de preservar su soledad como un don precioso, sabiendo que aunque la hayan educado para que su vida gire al servicio de los demás, el primer deber de un ser humano es para consigo mismo. No queremos preconizar con esto que deba encerrarse en la torre de marfil de un egoísmo que sólo la llevará empobrecerse, sino que es necesario que conquiste y preserve ese espacio de sosiego, de silencio, en donde pueda escuchar el tenue murmullo de su voz interior y, también, donde pueda afirmarse día a día en su decisión de escribir. Sólo así abrirá el camino a las que vengan detrás. Sólo así logrará la libertad y plenitud de expresión que son la esencia del arte, no para expresar únicamente el sexo, sino sobre todo la capacidad creadora. Hemos visto ya en el siglo XX, con el acceso a la universidad, que la mujer ya no tiene que soñar como Sor Juana con cambiar de sexo: se es Simone de Beauvoir, se es Clarice Lispector.
Sabedora de que la palabra es el instrumento que la hermanará con los hombres y mujeres que como ella aman y sufren y luchan, es necesario que se les acerque con la certeza de que sólo el amor al trabajo, el decir lo que se puede y no lo que se debe, le abrirán el camino para forjarse esa talento y ese genio que a menudo ve escurrirse entre sus manos. Así podrá decir, al igual que Flaubert, y ya sin sombra de decepción: "porque el genio tal vez no sea otra cosa que el conocimiento exacto de nuestra propia fuerza".


Publicado en “La Razón”. Buenos Aires, 1990

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